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jueves, 30 de diciembre de 2010

2010... CONTEO REGRESIVO


Se acaba. Se va como acostumbran a hacerlo los años viejos y mañosos: llevándoselo todo - lo bueno y lo malo – y dejando una estela de risas y lágrimas que divide el tiempo. Atrás va quedando la extraña nostalgia de lo que pudo haber sido y al frente se alza el desafío de lo que podrá ser, formando un círculo lleno de misterios y profecías...
En este ciclo, algunos nos dejaron su tibia ausencia. Otros, abrieron sus ojos por primera vez para empezar a sorprenderse y a sorprendernos. Los demás seguimos aquí, escurriendo tristezas y amasando milagros; luchando contra el corazón cuando se empeña en latir muerto – o simplemente en dejar de latir para quedarse flotando estancado en el medio del pecho - y buscando en todas partes la escarcha con la que se fabrican los sueños y las ganas de vivir.
Para mí el balance no puede ser mejor. Mi nieta cumplió dos años sabichosos y alegres para el disfrute de todos. Mi hijo terminó su carrera y sigue trabajando y cosechando éxitos profesionales gracias a su dedicación e inteligencia. Eso me llena de orgullo. Mi madre sigue riendo y bebiendo whiskey a sus 85 años, una verdadera bendición a la que aspiro con sana envidia. Mi esposo favorito continúa siendo mi mayor fuente de carcajadas y sobresaltos, con ese su modo peculiar e infalible de impedir la monotonía… por eso es el amor de mi vida. Mi hermano sobrevivió el infarto y es el mismo Peñón de Gibraltar de siempre y mi cuñada va a ser abuela por séptima vez con la mágica emoción de la primera. Mis sobrinos y sus familias van viento en popa navegando sus propias vidas y yo logré deshacerme de la dichosa vesícula con todas sus piedras incluidas (o casi todas).
Tuve la suerte de tener trabajo y de compartirlo con las mejores personas del mundo para tales menesteres: solidarias, reservadas, cómicas y tomadoras de café. Me estrené en el Facebook y tuve la inmensa alegría de contactar con viejos y entrañables amigos y cosechar nuevas e interesantes amistades. Comencé a escribir para Yahoo en Español - actividad placentera y fecunda - gracias a una amiga incalculable y me inicié como bloguera, un verdadero lujo que me permito en virtud de mi calidad de abuela digital. Quizás lo mejor de todo haya sido formar parte de NABUART, una revista que reúne a un buen número de escritores y actores, creada este año por el empuje de una pitonisa con nombre de flor, apellido de conquistador y corazón de gigante. Les aseguro que promete grandes sorpresas.
La jornada nos deja triunfos anhelados, premios muy merecidos y famas muy discutibles. Nos deja muchas injusticias que reparar y mucha verdad por descubrir. Nos deja causas nobles y otras deleznables. A nosotros nos toca elegir. Por lo demás, mi jicotea Geraldina ha crecido tanto que la tuve que cambiar tres veces de estanque; mi perra Puchita ha mejorado en sus empeños como cantante, mi perro Guarapo envejece saludable y gruñón y mi cantero de mariposas me regaló las mejores y más olorosas flores de todos los tiempos. ¡Ah…! y los sinsontes siguen anidando en la mata de mango del patio y respondiendo a mis silbidos con paciencia y devoción.
Se va el 2010. Aunque no del todo. Algo de él quedará en todos nosotros porque el tiempo permanece, se acurruca en nuestra memoria y hasta debajo de nuestra piel (a veces en forma de celulitis) y nos asalta en el momento menos pensado para arrancarnos una sonrisa o robarnos una lágrima. Ojalá que el 2010 no haya sido un año más ni uno menos sino el año que marque el inicio de una etapa mejor para todos. Ojalá que sea el año en que aprendimos la felicidad y adquirimos el valor necesario para empezar a vivirla…

martes, 21 de diciembre de 2010

VIDRIERAS DE NAVIDAD



Tenemos grandes preparativos para esta Navidad. Por primera vez Santa visitará a Daniela en su casa para dejarle los regalos debajo de su arbolito. El traje está listo, las botas lustradas, el trineo engrasado y hasta tenemos un gran saco de fieltro rojo para que quepan en él todos los juguetes. ¡Ah… los juguetes! ¡Qué recuerdos me traen! Es increíble la importancia que adquiere la imaginación cuando la realidad es tan severa. A Cosette, la de Víctor Hugo, le bastaba mirar su muñeca para jugar con ella. A mí me era suficiente con soñarla...
Soy parte de esos muchos niños a los que nos “tocaba” un juguete básico, uno no básico y uno dirigido, una sola vez al año y en el caluroso mes de julio. Los juguetes aparecían unas semanas antes en ciertas vidrieras. Al principio se hacían largas e interminables colas (o líneas) en las tiendas que los vendían. Los padres pasaban días y noches frente a las mismas para conservar su turno porque se hacían “pases de lista” y el que no estuviese físicamente presente, era borrado y sacado de la cola. Recuerdo la ocasión en que me “enamoré” de un acordeón. Tenía cinco años y aquel juguete chino, por alguna razón hasta hoy indescifrable, me fascinó. Estaba colocado con muy poco gusto en la vidriera de “La Feria”, una quincalla en la calle Egido, pero a mí me parecía un instrumento de los dioses. Mi madre había logrado ser de las primeras en la cola y tenía grandes posibilidades de comprármelo porque, generalmente, los mejores juguetes y los más vistosos eran pocos y solo los primeros en la cola podían alcanzar a comprarlos. Entonces llegó Ñeca. Una negrona enorme, de pelo enano y patas grandes. Se armó una bronca descomunal, se desbarató la cola y mi madre vino a parar al número 192. Hasta el último momento esperé por un milagro: que se hubiera quedado algún acordeón olvidado en un rincón y mi madre lo encontrara, o que se apareciera un camión lleno de acordeones y lo descargaran en la tienda, o que mi madre se lo comprara a Ñeca a sobreprecio… ¡Nada! No hubo milagros. Solo alcancé una muñequita de cuerda que daba monótonas vueltas colgada de una barra simulando una gimnasta, una cajita de música con una manivela que había que accionar enérgicamente para que “tocara” extrañas melodías chinas y el consabido e infaltable juego de yaquis. No lloré. Comprendí que mi madre estaba sufriendo más que yo y decidí darle ánimos para verla sonreír otra vez.
Luego vinieron otros engendros. Los turnos por teléfono - un día y a una hora determinados de antemano - conjuro perfecto para que todos los auriculares del país se levantaran a la vez y ardiera en llamas la planta de Águila por exceso de tráfico telefónico. Más tarde el bombo, una caja con tu nombre junto al de todos los otros niños del barrio en la tienda que te tocaba comprar. Alguien iba sacándolos a suerte y verdad, aunque siempre quedaron dudas sobre la transparencia de aquella especie de “azar juguetón” a puertas cerradas. Por último fueron las listas, hechas por no sé quién, que pegaban en las vidrieras y donde debías buscar tu nombre para ver qué día te tocaba comprarlos y con qué número de orden. Finalmente cumplí los siete años y ¡alivio! ya no me tocaban más juguetes. Mi adultez estaba decretada oficialmente. Se disipó la ansiedad de alcanzar a comprarlos aunque yo seguí jugando.
Ante tantas complicaciones lo simplifiqué todo: imaginé mis juguetes. Una caja de cartón era una casita de muñecas, mi vecinito Manolín era mi caballo, al que amarraba por el cuello y lo atizaba para que me halara mientras yo metía los dos pies en un patín viejo de mi hermano que hacía las veces de carruaje. Las hojas de las malanguitas de adorno de mi madre eran los bistés que le cocinaba a mi muñeca - la gimnasta - en una tapa de cazuela rota que era mi sartén. Tuve los mejores juguetes del mundo pero nadie podía verlos, solo yo. Eso sí, nunca pude imaginar la navidad. Mi abuela y mi madre me la contaban y hasta ponían un arbolito lánguido y escueto en la sala – sin una sola luz - pero yo no lograba soñarla con nitidez. Todo cambió muchos años después en un mes de diciembre y de exilio.
Por primera vez iba a tener mi árbol de navidad. Me sentía entusiasmadísima, como si de pronto hubiera vuelto a mi niñez. Recuerdo que me detuve frente a una vidriera llena de arbolitos, nacimientos, luces, guirnaldas, adornos, muñecos en movimiento y juguetes. Perdí el habla. Solo pude llorar. Llorar por toda la alegría que nunca tuve, por tantas navidades secuestradas, por haber sido durante 35 años un ser sin opciones y sin ilusión… Siempre me sucede lo mismo en esta época. Siento pena por todos esos niños que tuvieron - y todavía tienen - que imaginarlo todo, hasta su propia niñez. Y siento pena por mí. Ahora que tengo tanta Navidad me faltan entrañables presencias. Pero estoy entrenada. Las imagino y brindo con ellas. Para algunos, la felicidad nunca será algo de este mundo.

martes, 14 de diciembre de 2010

NO HAY MISIÓN IMPOSIBLE


Soy prueba de ello. Sobreviví a muchas cosas en la vida: a la explosión que adelantó mi nacimiento; a la vez que me quedé encerrada en el baño con solo tres años de edad y me sacaron por la ventana; a las ronchas de la penicilina china, a la maestra makarenko que me propinaba pedagógicas partiduras de lápices en la cabeza, a todas las veces que fui a la escuela al campo y, sobre todo, a las que no fui. A los desamores de la secundaria, a la matemática del pre, a la ruta 58 Habana-Cojímar, a las plataformas de madera del artesano del Vedado y a la pasta cárnica.
También sobreviví las asambleas de la universidad, las guardias obreras, el plan alimentario, la limpieza de las jaulas en el zoológico de 26, los apagones y la tormenta del siglo. Soy dura de matar. Luego me tocó sobrevivir la incertidumbre de mi escapada clandestina, el pastel de choclo, la separación familiar, la ausencia de mi hijo, la muerte de mi padre en la distancia… De todo volví. Un poco despeinada, es cierto, pero no vencida. Cuando parecía la paz vino la enfermedad. También la derrotamos. Nos dejó cicatrices, machucones y nuevas arrugas pero no pudo con nosotros.
Sigo viva y, por supuesto, hoy tengo nuevos retos no menos fáciles. Molinos de viento que me acechan, empeñados en despojarme de lo que me queda y mantenerme sin dormir. Pero yo hago lo que siempre he hecho: luchar y sobrevivir. Mientras exista música, mientras haya escarcha para fabricar nuevos sueños y mientras las palabras sigan siendo mis aliadas, nada es imposible. Sigo sobreviviendo, capeando la crisis económica, el frío de Miami, mi suegra, los escándalos de Wikileaks y mi inhabilidad para defenderme mejor de tantos demonios. De una cosa estoy segura: moriré feliz, con la satisfacción de que nada ni nadie pudo conmigo y con una sonrisa de oreja a oreja para que no quede ninguna duda de que me divertí muchísimo…

lunes, 22 de noviembre de 2010

UN SUICIDIO FELIZ


Todo estaba listo. El arma, la soledad y el desconcierto. El motivo ya no importaba. Lo más importante era el impacto. Por un instante, quizás un parpadeo, tendrían que pensar en mí. En lo absurdo de mi vida. En lo grotesco de mi muerte. En el alivio de saber que ya nunca más aparecería por ninguna esquina amasando ilusiones ni obligando a prudentes silencios.
En ese momento era imposible no recordar al viejo maestro y su fábula del sapo y la luciérnaga. ¡Qué buen maestro! Me llegué a creer su cuento. Hasta soñé. Lo cierto es que me dio ánimos para parecer feliz, una circunstancia mágica con la que logré aligerar el mundo. Pero el maestro había muerto hacía muchos años y su conjuro se me había gastado de tanto usarlo.
Ya no me quedaba nada. Solo el arma y la soledad. La terrible soledad de miles de rostros mirándome en silencio. Tomé el arma en mis manos. Estaba fría y rígida como un avance de mi futuro. Apunté. Dos gotas de sudor me corrieron por la espalda. La volví a colocar sobre la mesa. Antes de usarla, debía concluir algo.
Debía agradecerle a los que trataron de conocerme a pesar de que nunca los dejé. Debía agradecerle a los que siempre quisieron cambiarme dando fe de que por lo menos la envoltura servía para algo. Debía agradecerle a los que se sacrificaron por hacerme creer que me amaban aunque apenas si llegaron a encariñarse conmigo como lo hace cualquiera con una buena navaja. Debía agradecerle a los que me quisieron por fatalismo biológico y nada más. Lo hice, atropelladamente, tratando de superar mi tendencia a las palabras.
Luego volví a tomar el arma. La empuñe con fuerza y la descargué con todo mi egoísmo. La dejé correr a sus anchas, sin puntos ni comas, sin pausas ni para respirar. Me escapé de todas las pautas, las reglas, las normas, la moralidad, la vergüenza, la ley, la compasión y la censura. Poco a poco fui siendo yo. Al filo del amanecer terminé el primer capítulo. Para ese entonces ya me había suicidado.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

UNA PALABRA EN INGLÉS QUE EMPIEZA CON F...


Si se traduce literalmente es “libro de cara”. Si vives de él, es un gran negocio. Si crees en su definición, es una red social. Si tienes problemas de ego, es una forma de recrear tu imagen a la medida de tus deseos y hasta parecer inteligente. Si lo utilizas para localizar y mantener amistades, eres un ermitaño sin remedio incapaz de ser un buen amigo de carne y hueso. Si lo usas para buscar nuevos amigos, estás desahuciado… Pero una cosa sí es cierta: esclaviza.

Me entusiasmó mucho al principio. La tecnología al servicio de la comunicación humana ¡qué maravilla! Solo me bastó verme inundada de vacas, tractores, cochinitos y zanahorias de Farmville a las pocas horas de ingresar en él para empezar a dudar de sus capacidades. Luego llegaron los corazoncitos, las predicciones de Ochún, los consejos de Obatalá, las frases de Jesús, las galleticas de la suerte, los misterios de tu nombre y otro montón de zarandajas para hacerme reflexionar: ¿Me quedo o me voy? Pero soy perseverante. Casi testaruda. “Esto va a mejorar”, me dije.

Entonces llegaron los refritos de frases célebres en varios idiomas (obviando tristemente a los autores de las citas ), los inmisericordes videos de canciones viejas, nuevas y hasta del futuro; las promociones de eventos, espectáculos, conciertos, novelas, producciones musicales, entrevistas, presentaciones de libros, operaciones del intestino, estrenos, despojos de brujeros y limpias memorables, lecturas de Tarot, galerías de pintura, arroces con pollo, etc., etc. Sentí que me faltaba el aire. Sí, porque yo me lo leo todo ¿O si no para qué estoy metida en él? Me recompuse. No me iba a dejar vencer tan fácilmente. Había un recurso: prohibir la entrada de los temas que no eran de mi interés. Los otros podía terminar de leerlos de madrugada a fin de cumplir con mi trabajo diario y evitar que el jefe me botara.

A partir de ese momento, el universo de los mensajes se concentró mayormente en confesiones íntimas y estremecedoras: “tengo hambre”, “padezco de angurria”, “amo a una mujer”, “me tiré un aerocolio en el gimnasio”, “se me partió una uña”, “me comí diez pizzas”, “sigo con estreñimiento”, “voy al B%##50**y3&&” (o sea, mensaje en clave no apto para los amigos sino solo para ‘los amigos’ que le responden: “bárbaro”, “caliéntalo bien”, “a la %^&$$#” y otro montón de cosas que tampoco están escritas para que tú las entiendas sino solo para ‘los amigos’ que…) ¿Para qué los publican, digo yo?

Tampoco faltan las confidencias con tinte enigmático: “anoche vino cuchurruqui a visitarme y…”, “hoy tengo el día bueno para…”, “me están dando ganas de…” o “prepara hierba que voy caballo…” Fascinante. Un reto para la imaginación, para la NASA y para los organismos de seguridad nacional.

A pesar de todo, no me retiro todavía. Entre toda la hojarasca se encuentran flores. Gente que tiene algo que contar y gente a la que le interesa tu opinión. Gente que verdaderamente está lejos y este espacio virtual las acerca. Gente que tiene sentido del humor y del amor. Gente sin pose capaz de reconocer virtudes y defectos. Gente sin miedo. ¡GENTE! Soy eminentemente gregaria y he decretado que necesito de esa gente casi humana que se parece a mí y que, al igual que yo, necesita del apoyo de otros humanos en medio de este desperdicio tecnológico del Facebook. Por eso, y solo por eso, me mantengo sometida a su esclavitud.

jueves, 11 de noviembre de 2010

EL MARINERITO


Faltaban diez minutos para las nueve de la noche cuando Venus entró por la puerta del restaurante. Era un sitio de lujo que daba a la marina, lleno de mesas con largos manteles, cubertería de plata, copas de cristal y velones rojos. Sencillamente el lugar perfecto para una cena romántica. Venus avanzó con paso firme y de inmediato el portero detectó que se trataba de una “nativa” y le cerró el paso. Venus no le hizo caso y miró hacia la tercera mesa que daba al ventanal de cristal. Esa era la contraseña. Allí estaría esperándola el galán con el que Regina le había pactado aquella cita a ciegas. En cuanto lo vio se dispuso a huir. El hombrecito la divisó, identificó la flor blanca que traía en el pelo y fue rápidamente a su encuentro. Con voz de trueno le dijo:

-¿Venus?

-La misma

-Gunardito Cartidomulio, a sus pies

Gunardito hizo una profunda reverencia y le besó una mano. En ese momento Venus corroboró lo que había visto desde lejos: le faltaba una oreja. Se odió por haber caído de nuevo en las componendas de Regina, dedicada desde el día de la profecía de Rubelio el iluminado a concertarle encuentros con cuanto enano apareciera en el camino. En ese instante el portero del restaurante se dirigió a Gunardito.

-¿La señorita viene con usted? Aquí solo se admiten “nacionales” si vienen con extranjeros

-Sí. Es mi invitada.

-En ese caso no hay problema. La señorita puede pasar.

Gunardito le cedió el paso a Venus y la siguió hasta la mesa. Caballeroso, haló la silla y esperó que se acomodara. Luego se sentó él. A pesar de la sutileza de sus movimientos y del traje y la corbata, su piel curtida y llena de tatuajes, sus manos grandes y callosas y la oreja de menos, lo hacían lucir tosco y pintoresco como un traga fuego de circo barato.

-¿Le sirvo una copa de vino o prefiere tomar otra cosa?

-El vino está bien

Con movimientos refinados, Gunardito le llenó la copa. Venus se la bebió de un tirón sin poder superar la conmoción y sin poder apartar la vista del sitio donde alguna vez debió estar prendido el pabellón auditivo de aquel retaco maltratado. Casi automáticamente, Venus agarró la botella y se volvió a servir más vino. El la miró sorprendido. Venus empezó a hablar para disimular.

-¿Cuándo llegó a la oreja? Perdone, quise decir a la ciudad.

-No se preocupe, estoy acostumbrado. Llegué hace dos días. Pero tráteme de tú, por favor.

-¿De dónde eres?

-Nací en Mindanao, Filipinas

-Ah, eres de otra isla… ¿y cuál es el motivo de tu visita?

-Soy marino mercante

-Entonces debes haber viajado mucho

-Muchísimo. Llevo diez años viajando por todo el mundo sin regresar a mi país. Ya siento la necesidad de arriar las velas y tirar el ancla

-¿Y a qué te vas a dedicar si dejas de navegar?

-A mi familia. Quiero casarme

-Pero algo tendrás que hacer para vivir ¿no?

-Pienso vivir de la herencia de mis padres. Los dos murieron hace años en un accidente pero me dejaron una modesta fortuna. Eran domadores de elefantes. Una noche, durante una gira, uno de los elefantes se escapó de la jaula, fue hasta al carromato donde dormían y los asfixió a los dos con la trompa.

-¡Qué terrible!

-Si, mucho. Los dueños del circo tuvieron que pagar una indemnización… ¿Pero de qué sirve el dinero si uno no tiene un amor tibio, redondo y mullido donde refugiarse en las noches?

Gunardito se inclinó hacia adelante y dijo las últimas palabras mirando fijamente hacia el escote de Venus, por donde asomaban sus pechos rozagantes como dos calabazas chinas. Luego le guiñó un ojo morbosín. Venus se tragó la segunda copa de vino sin respirar y se sirvió el resto del vino que quedaba. Gunardito levantó una mano y llamó al camarero. De inmediato se acercó un joven alto, delgado, de grandes ojos azules y larga melena rubia. Se dirigió a Gunardito con gran deferencia.

-¿En qué puedo servir al distinguido caballero?

Por un breve instante, las miradas de Gunardito y el camarero se cruzaron y Venus sintió algo extraño, como una descarga eléctrica, pero no alcanzó a adivinar de qué se trataba.

-Otra botella del mismo vino, por favor

-Enseguida, señor. ¿Todavía no va a ordenar el señor? Hoy tenemos un Canard a l’orange y un Choucroute a la francaise délicieux. Para los más audaces tenemos Mousseline de porc-épic…

-Oh la-lá, Mousseline de porc-épic, se trés intéresant. ¿y el puerco espín pincha ? - preguntó Gunardito divertido.

El camarero rompió en carcajadas y siguió hablando animadamente en francés con Gunardito, quien también reía a mandíbula batiente. Tras cinco minutos de animada charla, Venus tosió con la evidente intención de hacer notar que ella estaba presente y que no entendía nada. Gunardito se compuso y dejó de mirar al camarero con ojos de carnero degollado.

-Traiga el vino como le dije. El pedido lo hacemos después.

El camarero miró a Venus de reojo y se marchó meneando las nalgas como una coctelera. Gunardito volvió a la carga.

-Como le decía, Venus. Estoy solo en este mundo. Necesito alguien que me ame, que me cuide, que llene el vacío de mi existencia

-¿No tiene ninguna otra familia?

-No. Soy hijo único. A mis padres apenas les quedaba tiempo para atenderme. Yo me crié prácticamente en la jaula con los elefantes. Los elefantes son seres increíbles, ¿sabe?

Gunardito tomó aire y empezó a contarle increíbles historias sobre elefantes que sabían sumar y restar y daban los totales exactos con estruendosos peos matemáticos; y sobre otros elefantes musicales, capaces de tocar saxofón y flauta a la vez, el saxofón con la trompa y la flauta con el ano. Venus sentía que le faltaba el aire. Casi cuando iba a desmayarse, llegó el fino camarero rubio con la otra botella de vino. El camarero pasó otros cinco minutos hablando en francés con Gunardito y poniendo los ojos en blanco. Esta vez a Venus no le importó. Aprovechó para servirse la cuarta copa de vino y escoger los tres platos más caros del menú, decidida a vengarse de Regina y del mundo entero engullendo cuanto le fuera posible. Finalmente, el camarero tomó la orden y fue a buscar la comida.

Venus comió y bebió opíparamente. Tras el tercer platillo, un lomo de cerdo asado con abundante congrí y yuca con mojo; y la tercera botella de vino, Venus estaba envuelta en la molicie de un hartazgo etílico. Se le había ablandado tanto el carácter que empezaba a encontrar interesantes las historias de los elefantes pedorros. Hasta la oreja de menos se le antojaba sexy. Gunardito también había bebido abundantemente y no había dejado de hablar ni un solo instante, pero Venus no le prestaba atención, estaba demasiado concentrada en sus ingles, que, en lugar de cosquillearle como solía ocurrirle todas las noches, le ardían como si estuvieran en llamas. Los dos estaban flotando en una burbuja cuando volvió a aparecer el camarero.

-¿Qué va a ordenar de postre el caballero? Tenemos mousse de chocolat, fraises á la créme… yo personalmente le recomiendo la sucette de anisse. La sucette está deliciosa…

El camarero miraba directamente a los ojos a Gunardito mientras hablaba. Gunardito, desinhibido por el alcohol, le correspondía la mirada con la misma intensidad. El camarero siguió hablando despacio y, entre palabra y palabra, se pasaba la punta de la lengua por los labios.

-La sucette es como un pirulí grande, consistente, y a la vez suave. Al chuparlo, se le deshace en la boca y el almíbar le chorrea por las comisuras. ¿Quiere probar mi sucette?

Gunardito no pudo más. Le agarró una mano al camarero y empezó a acariciársela sin dejar de mirarlo a los ojos. Le habló en voz baja pero intensa.

-Sí, quiero probar tu sucette. ¡Vámonos ahora mismo de aquí! Te llevo a donde tú quieras

-Ahora mismo le traigo la cuenta al caballero y nos vamos para su hotel.

Al principio Venus no entendió lo que estaba sucediendo. Producto de la comilona, sus facultades estaban lentas y adormiladas. Pero cuando el camarero regresó a la mesa sin el uniforme y con la cuenta en la mano y Gunardito se levantó y dejó caer varios billetes sobre la mesa en actitud de marcharse, lo comprendió todo de golpe. Venus lo miró incrédula. Él le dijo apenado:

-Lo siento Venus. Para poder cobrar la herencia de mis padres tengo que casarme… Intento, ¿sabes? pero no puedo. ¡Me gustan demasiado las sucettes!

Gunardito y el camarero salieron caminando de prisa del restaurante. Venus se quedó sentada sin poder darle crédito a lo que le acababa de pasar. El portero, al verla sola, se le acercó.

-Si no estás con un extranjero tienes que salir del establecimiento

-¿No sabes decir otra cosa, chico? Pareces un disco rayado

Venus se levantó y salió caminando con paso torpe. Llegó a su casa a las dos de la madrugada. Allí estaba esperándola Regina. La miró con picardía.

-¿Y?

-A tu “galán” le falta una oreja y además tiene otras preferencias sexuales...

-¡ES CHERNA!

-Baja la voz que vas a despertar a todo el barrio

Regina se quedó sin palabras por unos instantes. Solo por unos instantes. Enseguida volvió a la carga.

-Hoy me presentaron un carnicero. Te va a encantar. Es albino pero

-Basta, Regina. ¡Ni un enano más! Si mi destino es morirme soltera, así será.

Venus se fue a la cocina a tomar bicarbonato porque la acidez la estaba matando. Regina se quedó sola en medio de la sala, elucubrando el próximo paso. Estaba decidida. O le conseguía un novio a Venus o se cambiaba el nombre…

martes, 9 de noviembre de 2010

LA PASIÓN DEL ENANO...


-¿Estás segura que el tipo es de confianza?

-Claro, chica. Es un descendiente de los indios yanomami, del mismo Amazonas.

-Ah, sí. ¿y qué hace aquí en Cuba?

-Dicen que vino a cumplir la misión de su vida

-El pobre. Tremenda misión…

-A ti lo que te interesa es que te ayude a conseguir marido ¿no es cierto? Ya tienes 30 años y no la has visto pasar. Y con esa gordura no tienes muchas perspectivas.

-Tampoco así, Regina. Hay muchos que las prefieren gordas.

-Pero tú no has encontrado ni a uno… Deja ver… sí, aquí mismo es. Ya llegamos.

Las dos mujeres se detuvieron frente a una de las numerosas puertas que daban al largo pasillo del solar de la Habana Vieja. Regina dio tres toques en la puerta. A los pocos instantes escucharon el sonido de un cerrojo descorriéndose y la puerta se abrió de par en par. Allí frente a ellas estaba el famoso Rubelio “el iluminado”. Apenas medía 5 pies de estatura. La piel era color aceituna y sobre la cabeza tenía una burda peluca negra, con una melena recortada en redondo, que parecía la mitad de un coco. Toda su vestimenta se reducía a un minúsculo taparrabos y varios brazaletes de algodón trenzado en las muñecas y los tobillos. La cara, el abultado vientre y las piernas, los tenía cubiertos de extraños símbolos en rojo y negro y de la nariz le asomaba desafiante una argolla de madera. Venus se estremeció. Regina se dio cuenta que a su amiga le flaqueaban las fuerzas y tomó el mando de la situación.

-Buenos días señor Rubelio. Mi nombre es Regina. Ella es mi amiga Venus. Yo hablé ayer con usted. Tenemos el turno de las 10 de la mañana.

-Meferefú changó, perdón, mamo kori yomamá

-¿Mamo qué?

-Eso es buenos días en idioma yanomami. Adelante, adelante, que tengo el día repleto de clientes y no puedo perder tiempo.

Regina empujó suavemente a Venus hacia adentro del cuartito del solar y Rubelio el Iluminado cerró la puerta y pasó el cerrojo. La habitación era pequeña. Estaba dividida en dos por una desgastada sobrecama de chenille que colgaba de una tendedera de pared a pared. A pesar de la poca luz, se podía apreciar una silla y una mesa llena de velas, collares, sapitos de barro pintados de color naranja, mazas de madera de distintos tamaños, hojas secas, cuezos llenos de polvo blanco, hachas, machetes, plumas, botellas de aguardiente, arcos, flechas y un espejo; todo en perfecto desorden y envuelto en un vaho agridulce.

-Y bien ¿Cuál de las dos viene leerse el libro de la vida?

-Ella. Venus.

Regina empujó a la azorada Venus sin poder desviar la mirada del abultado taparrabos de Rubelio el iluminado.

-Entonces, mamo kori Venus, pase detrás de la sobrecama, quítese la ropa y acuéstese boca abajo en la camilla

-¿Qué dice? Yo solo vengo a que me diga el futuro

-Señorita, para decirle el futuro tengo que leer lo que dicen las líneas de su vida

- ¿En mis manos?

-No. En sus nalgas.

Venus dio un salto y Regina la agarró por el brazo cuando ya se iba a echar a correr.

-¿Qué haces, Venus? Si hemos llegado hasta aquí ¿qué más te da dejar que el maestro Rubelio te lea el… el trasero? Recuerda que tu caso es desesperado. Vamos, relájate. Piensa que es un médico. Además, amiga, no estás sola, yo estoy aquí.

Rubelio las miró a las dos con impaciencia. Venus tragó en seco. Con la misma resignación de una vaca que entra al matadero, Venus dio varios pasos hasta perderse detrás de la sobrecama. A los pocos minutos dijo con hilo de voz:

-Ya pueden pasar

Rubelio el iluminado descorrió la sobrecama. Venus estaba acostada bocabajo, la barbilla sobre sus manos entrelazadas y cubierta hasta los hombros con una sábana que alguna vez fue blanca. Regina se paró a un lado y le guiñó un ojo para animarla. Rubelio fue directamente al extremo de la camilla hasta quedar totalmente oculto tras aquel prominente trasero que, bajo la sábana, parecía la carpa de un circo gitano. Durante varios minutos solo se escuchaba al hombrecito susurrando palabrejas incompresibles. De pronto, haló la sábana de un tirón. Las dos gloriosas, redondas y blanquísimas nalgas de Venus quedaron al descubierto. Rubelio no pudo contenerse.

-¡Por la vagina dentada de Rajariyoma! Nunca había visto un “libro de la vida” así…

-Maestro, por favor, no asuste más a mi amiga Venus y acabe de empezar

Rubelio el iluminado levantó una ceja y fulminó a Regina con la mirada mientras le decía:

-Motoka riwé chicha-chicha

-¿Qué me dijo?

-Mujer de coneja suelta, eso le dije.

Venus alcanzó la mano de Regina a un centímetro de aterrizar en plena cara de Rubelio

-¡Regina, por Dios!

-¿No oíste lo que me dijo, Venus? ¡Fíjese Rubelio, más suelta tendrá la coneja su madre, me oyó!

-Regina, por lo que más quieras, contrólate. ¿No ves que ya me desnudé? Hazlo por mí. Discúlpela, maestro Rubelio. Regina es muy sensible.

-No, no, no. Mamo kori Regina no es sensible; es puta.

Regina hizo ademán de brincarle encima pero los ojos llenos de lágrimas de su amiga Venus la detuvieron. Estaba que echaba humo pero se contuvo. Venus llorando, en cueros y bajo aquella sábana mugrienta, realmente inspiraba lástima. Hizo silencio. Rubelio el iluminado volvió a concentrarse en la grupa de Venus. La respiración se le hacía cada vez más gruesa. Empezó a entonar una especie de cántico cuando de pronto se detuvo y dijo:

-Antes de seguir debo decirle algo, Venus. Por un “libro de la vida” del tamaño del suyo la tarifa es doble.

-El dinero no es problema. ¡Lea!

El hombrecito estuvo susurrando, cantando y escupiendo por espacio de cinco minutos, al cabo de los cuales se dirigió a la mesa y tomó de allí uno de los cuezos llenos de un polvo blanco. Agarró una pizca y se untó las fosas nasales mientras aspiraba ruidosamente. Se estremeció. El resto del polvillo en sus dedos lo sopló sobre las nalgas de Venus. Luego agarró la botella de aguardiente y se tomó tres largos tragos. Acto seguido, eructó, luego emitió un chillido espeluznante y por último empezó a hablar.

-Ebena, Yopo, Kiri-Kirimi. Señorita Venus, su caso es difícil. Oigo el macareo del río de su vida revolcándose en el mar. Hutumosi la protege pero los epíritus malos la tienen embojotada

-Maestro, traduzca, por favor.

-Señorita Venus, en su vida hay muchos ostáculos.

-De eso ya me había dado cuenta. ¿Qué más?

Rubelio el iluminado puso los ojos en blanco en gesto de suma paciencia y volvió a zambullirse detrás de los abundantes y túrgidos glúteos de Venus. Guardó silencio unos instantes, como concentrándose en sus poderes. Luego prosiguió.

-Kiri-kirimi, Shirimo, Purimayona. Profesionalmente, usted es una mujer de éxitos. Pero en el amor veo…veo…déjeme ver…está muy oscuro… realmente no veo…

-¿Cómo que no ve? ¿Acaso le enseñé el culo en balde?

-Señorita Venus, no se deseperes. Para Rubelio el iluminado no hay nada imposibles… Ahora lo veo todo claro, como en un espejo. Veo triunfo en el amor. Un hombre pequeño la amará como un gigante… pero usté tiene que encontrarlo y conquistarlo. Es su única posibilidad. Si no lo hace, Kimbín Mamulón.

-¿Qué cosa?

-Que se queda solterona y de Chi-chín, nada… Eso es todo.

-¿Eso es todo?

-Si. Son doscientos pesos

Rubelio el iluminado salió caminando despacio y ceremonioso, agarró el cuezo y volvió a darse otro pase del polvo blanco. Se sentó en una silla con los ojos bizcos de la borrachera. Venus saltó de la camilla envuelta en la sábana mugrienta y corrió la sobrecama. Agarró el vestido y los pantis de un clavo en la pared, se vistió con rapidez y le pagó a Rubelio. Haciendo un gran esfuerzo, el iluminado se puso de pie y fue hasta la puerta. Desde allí, con la peluca colgándole de una oreja, el taparrabos a punto de caérsele y una sonrisa enajenada, le dijo adiós a las dos mujeres.

Ambas caminaron en silencio hasta llegar a la parada de la guagua. El sol era sofocante y a juzgar por la muchedumbre amontonada, sería todo un reto subirse a la próxima guagua. Venus echaba chispas.

-¡Nada más que a mí se me ocurre hacerte caso, Regina! Doscientos pesos por oírle un montón de sarandajas a un “yanomami” de utilería.

-De utilería no, viene del Amazonas.

-Del Amazonas… Ja, ja. ¡Ese es más oriental que una cutara! Un soberano descarado es lo que es.

-No creas. A mí tampoco me cayó bien el Rubelio ese. ¿Oíste cómo me dijo? “Coneja suelta”.

-Bueno. En eso si acertó

-¡Venus!

-Venus nada. Me trajiste engañada. Tú seguro sabías cuál era el “libro de la vida” que me iba a “leer” y no me avisaste. Pensar que le enseñé el coxis a un redomado farsante para que me dijera que mi única solución es enamorar a un enano

-El tamaño no importa, Venus. Concéntrate en el lado positivo

-¿Y cuál es el lado positivo de un enano, Regina?

-He oído algunos rumores… Les sobra pasión. Rubelio el iluminado te dijo que el hombre será pequeño pero te va a amar como un gigante. ¡Mi amiga, eso debe ser buenísimo…!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

EL SECRETO DEL SASTRE (Final)


Con los vapores del verano, entre hipos y vahídos, desembarcó Lola en San Cristóbal de la Habana, justo en el momento en que el día se disolvía lentamente en una noche llena de estrellas. Ella fue la primera en divisarlo desde cubierta. Avistó su sonrisa detrás de un ramo de flores y volvió a sentirse dueña del mundo. Se lanzó corriendo hacia él y se abrazaron, al pie de la escalerilla, con la impetuosa urgencia de un par de novios que lleva tres años sin verse. Lola besó a Luís intensamente, como escudriñándolo, y navegó por sus venas hasta llegarle al corazón. Allí encontró intacto su amor por ella y también un aleteo de tojosas totalmente nuevo que le erizó la nuca y le encendió las mejillas.

En el trayecto hacia la casa Luís le contó, con voz atropellada, los últimos pormenores de sus vivencias. Ella lo escuchó en silencio mientras la tibia brisa de la noche habanera le acariciaba el rostro. Cuando por fin llegaron a la pensión, Luís le mostró orgulloso el cartel de la sastrería. Allí estaban José Manuel, su esposa Francisca, Doña María la chuetona y el resto de los pensionistas. Toda la casa estaba adornada con flores y guirnaldas. Le dieron la bienvenida a la recién llegada con una espléndida cena y celebraron el matrimonio con varios brindis y hasta unos versos que improvisó José Manuel. Después del último licor, todos se marcharon discretos.

Lola entró al cuarto con la bata de seda que había bordado con tanto esmero para su noche de bodas y se encontró con la mirada de Luís. Una mirada desconocida, habitada por una alegre tristeza. Lola le acarició los cabellos.

“¿Pero qué te pasa man jelén?

“Es el cansancio… Después de mi enfermedad me canso mucho”

“No digas bobadas Luís, la que debiera estar deshecha de puro cansancio soy yo. Acabo de atravesar el océano…”

Lola poseía un don especial para leer los pensamientos ajenos y ver a través del tiempo y el espacio, sin embargo, lo que vio en los ojos de Luís no lo pudo entender. Era una visión confusa. Luís se sumergía gozoso en un río color esmeralda hasta desaparecer mientras ella se quedaba en la orilla, esperando. De pronto, del río brotaban unas lenguas de fuego que alcanzaban su cuerpo y la arrastraban hasta el fondo. Lola trató de disimular el terror que le produjo aquella visión. Prefirió enfocarse en la delgadez de su marido.

“Que no es nada Luís.... Estás más delgado, es cierto, pero ha de ser por las panzadas de hambre… Seguro que no has comido bien desde que llegaste… Ya verás como me ocupo de alimentarte, mi amor…”

El le besó las manos y el cuello. Lola se despojó de su bata de seda y su cuerpo de conjuros y estrellas llenó todo el espacio de magia. Luego se desató el moño y una cascada de pelo negrísimo y ensortijado le envolvió los hombros y le cayó hasta la cintura. Su imagen era tan bella que parecía irreal. Luís quedó extasiado por sus senos perfectos, su vientre plano, su pubis frondoso y el olor a lirios que emanaba de su sexo. La estrechó contra su cuerpo y fue entrando dentro de ella, despacio, disfrutando de aquel templo tibio y húmedo que se abría como un capullo, hasta que el tintineo de las pulseras y los aros de Lola fueron desatando un frenesí y los movimientos se hicieron sensualmente rítmicos. Lola lo amó con su amor sincero y gigante y Luís sintió que la ternura le rebosaba el corazón. Todos los suntses de Lola se hicieron presentes. Venían cantando coplas y romanceros llenos de pasión y ensueño y tapizando las paredes del cuarto de nardos y azucenas. Con el último acorde de una guitarra gitana, Lola se puso rígida y sintió que al alma se le licuaba y se le escapaba como un torrente del cuerpo y Luís no pudo resistir tanto sentimiento y, en un espasmo, se le entregó profuso y cálido. Ambos suspiraron a dúo. Fue un suspiro con olor a flores que invadió toda la pensión, haciendo gemir de gusto a los desprevenidos inquilinos en medio de la noche. Luego, aquel perfumado torbellino escapó por las ventanas y subió hasta la luna, haciéndola sonreír. Lola y Luís se quedaron abrazados, embriagados de tanto amor. Con cada respiración, Luís rozaba los pezones tibios y sudorosos de Lola y con cada roce, se iban encendiendo luceros hasta que el cielo quedó totalmente iluminado y las gaviotas, confundidas, creyeron que ya había amanecido y echaron a volar. Cuando al fin Lola cerró los ojos, Luís trató de descansar pero un par de chispas verdes se instalaron en una esquina de la pieza y desde allí despabilaron a los amantes por el resto de la noche…

Al día siguiente, cuando apenas clareaba, llegó Zobeida. Venía, con su turbante blanco y su excitante olor a canela, a hacer la limpieza. Luís la atajó en la acera y le pidió que no volviera nunca. Ella lo miró misteriosa y sonriente y por su sonrisa terminó de salir el sol. Se fue caminando despacio, moviendo sus caderas seductoras y dejando tras de sí una estela con olor a miel trasegada. Luís la siguió con la vista y sintió que perdía un pedazo de sí mismo.

A partir de ese momento Lola se encargó de la limpieza. El cuarto y la sastrería no eran muy grandes y lograba dejarlo todo reluciente antes de media mañana. Como le sobraba tiempo, Lola tomó posesión de la cocina de la pensión. A fuerza de sopas mallorquinas, frito de matanzas, arroz brutt, escaldums de pavo, tumbets, berenjenas rellenas, dentón al horno, paletillas de cordero, crespells, cocas de patata, espinagadas, sospiros, trampós y ensaimadas, Lola intentó borrarle a Luís aquellos nubarrones de tristeza que le cruzaban la mirada sin explicación alguna. A pesar de su esfuerzo, lo único que consiguió fue hacerlo aumentar varios kilos.

Al mediodía, cuando Lola terminaba en la cocina, se trasladaba a la sastrería. Sus manos parecían dos mariposas revoloteando por todo el lugar. Hacía dobladillos, pegaba botones, remataba ojales y ajustaba pinzas, todo eso mientras cantaba con voz nítida una copla gitana o un pasaje de la Mazurca de la Sombrilla, de Luisa Fernanda o de Los gavilanes, siempre secundada por los agudos de barítono de Luís. Los transeúntes se detenían en la acera a escucharlos y más de uno decidió hacerse un pantalón en la SASTRERIA VALLDEMOSA con tal de disfrutar de una de sus alegres cantatas vespertinas.

Para Lola todo era casi perfecto. Las visiones y los acechos que la acosaban desde Mallorca habían disminuido notablemente y su vida parecía la mismísima felicidad. Sin embargo, para Luís era diferente. Sus largas noches, perseguido por los fogosos recuerdos de Zobeida, eran una sudorosa tortura. No había vuelto a verla desde la mañana que la despidiera. La necesitaba, la deseaba con un apremio que le apretaba la boca y le punzaba las ingles. Amaba a Lola con toda su alma pero de un modo diferente. Era un sentimiento hecho de luna y estrellas que le encadenaba el corazón. Nada comparable a la pasión incendiaria de aquella negra con cuerpo de diva y ojos de gata en celo que le desbocaba las fantasías y le flagelaba la carne.

Una tarde, Luís salió con el pretexto de entregar dos trajes de petronio en la mansión del Conde de Lagunillas. La buscó por toda la ciudad. La encontró al anochecer saliendo de una bodega. La arrastró en vilo hasta un rincón apartado del callejón del Chorrito y allí mismo se amaron con fiereza hasta que Zobeida se bebió toda la luna que a Luís le navegaba en las venas y él le hizo gastar toda la manteca de majá que ella cargaba encima. Ambos quedaron exhaustos y plenos.

Luís llegó tarde a la casa esa noche. Traía la culpa en la mirada y se salvó de ser descubierto por cosas de la muerte. Fue Doña María. Nunca se supo si fue la comilona de cayos a la madrileña o el golpe que se dio en la cabeza al resbalar en la tina del baño. El Doctor Montes de Oca se limitó a certificar que había muerto de muerte natural.

Doña María le heredó a Luís la pensión y todo el dinero que logró acumular con su ayuda. Por esa misma época le ofrecieron a Luís un jugoso contrato para confeccionar los uniformes de los oficiales de la marina. José Manuel brincaba de alegría.

“Que nos ha llegao la buena suerte, tío…”

Lola replicaba, con su genio de gitana sabia:

“Qué suerte ni qué año de las nieves, José Manuel. Esto no es más que la cosecha de una buena siembra… que bien duro que trabajó mi Luís para llegar hasta aquí…”

La SASTRERIA VALLDEMOSA pasó a ocupar toda la pensión. Algunas ventanas quedaron convertidas en vitrinas donde colocaron unos pálidos maniquíes ataviados con trajes de casimir, frescolana y astracán. Para esa época Luís ya era reconocido como uno de los mejores sastres de toda la isla. Los operarios aumentaron a doce.

El matrimonio se mudó a una casa nueva de dos plantas, con un gran patio interior repleto de gardenias y una fuente con tres leones de piedra que refrescaban los mediodías con el susurro de sus gorgoteos. La casa estaba en la calle de Egido. De un día para otro se convirtieron en Don Luís y Doña Lola y aunque seguían trabajando sin descanso, comenzaron a darse ciertos gustos propios de los más adinerados. Los domingos almorzaban en El Castillo de Farnés o en la Zaragozana y luego iban a pie hasta Dragones y Zulueta, donde estaba el Teatro Martí, para no perderse un espectáculo de la compañía de Suárez y Moreno. Por ese entonces, el Teatro Martí era conocido como El Templo de la Zarzuela. A Lola y a Luís les bastaba ver la obra una sola vez para aprenderse todas las canciones y cantarlas de memoria al día siguiente en la sastrería, para el disfrute de los marchantes y los sorprendidos transeúntes.

Los días eran alegres y luminosos. Las noches, sin embargo, eran más tristes. Don Luís se deshacía en suspiros de hombre dividido. Sentado en la enorme saleta de la casa, pasaba horas rumiando su íntima tragedia. Lola no lograba animarlo ni con mimos, ni con castañas asadas. Tampoco sus promesas y velones a Santa Sara daban resultado. Nada podía evitar que su Luís se convirtiera en una sombra que se deslizaba por las madrugadas con el alma partida en dos mitades. Ella fingía no darse cuenta pero lloraba a hurtadillas sabiendo que se trataba de aquella fuerza misteriosa que se lo disputaba desde antes de su casamiento y que ciertos días flotaba con insolencia entre los dos cuando hacían el amor.

Algunos mediodías Luís salía a estirar las piernas y regresaba tarde y con el espíritu ligero. Lola lo recibía bajo sus sábanas tibias y aunque no decía nada, sentía el mismo miedo que le provocaran las cartas que le leyera allá en Mallorca la niña de los bucles. Sabía que luchaba contra un fantasma muy poderoso con olor a canela que le descolocaba los sueños. Especialmente uno, recurrente, donde Luís era totalmente devorado por las llamas de un fuego enigmático que reía con risa de mujer…

“¡Tengo que hacer algo o este secreto me va a volver loca!”

Una mañana se vistió temprano, agarró la estatua de Ishtarí que había traído de Mallorca y se fue con ella a buscar la bendición del mar. Estuvo con los pies metidos en el agua hasta el atardecer, escuchando lo que le decían las olas. Esa misma noche le dijo tajante a Luís:

“Vamos a tener una hija. Será bajita y zamba como tu madre y geniosa como la mía; tendrá mis mismos ojos y será tan terca como tú… Pero necesitaremos la sangre de tres gallos para el rito gitano de Ihtimaya… Esta niña será la primera de nuestros tres hijos”

A Don Luís no le cupo la menor duda. Lola lo adivinaba todo, o casi todo… El vaticinio se cumplió al pie de la letra. La casa se llenó de la alegría y las diabluras de tres niños preciosos, dos hembras y un varón, que nacieron en escalera. A Lola ya no le quedaba tanto tiempo para ayudar a Luís en la sastrería. Apenas hablaban durante el día y aunque por las noches seguían fundando luceros con el roce de sus cuerpos, sus rutinas dejaron de estar tan unidas como antes.

Don Luís ahora viajaba por todo el país cerrando contratos o haciéndole un traje a la medida a algún hacendado rico capaz de pagar sus exclusivos honorarios. Se ausentaba de la casa durante días y siempre regresaba con juguetes para los niños y un lujoso regalo para su esposa. A veces unos aretes de diamantes, otras un dije de coral, casi siempre una pulsera de oro. Luís se los entregaba con la misma risa con la que le había robado el corazón la noche que lo conoció. Ella los recibía feliz.

“Me camelas con tu sonrisa más que con el oro, man jelén…”

Sin embargo, Lola no podía dejar de advertir, en el fondo de la mirada de su amado, las chispas intrusas que le aguijoneaban el alma desde hacía tanto tiempo. Un día la dominó la furia. Lanzó los aretes al suelo y pidió con todas sus fuerzas de gitana que la maldición de los clavos de Cristo cayera sobre aquella presencia intangible que jugaba a las escondidas con su vida.

Esa misma noche se arrepintió. Recordó a Pharvano, el faraón malvado por cuya arrogancia su pueblo gitano se había quedado sin tierra y había sido condenado a vagar sin rumbo. Pidió perdón. Las shuvanis como ella sabían muy bien que la magia se vuelve contra uno mismo cuando se invoca con soberbia. A medianoche se dio un baño con agua de flores rojas y salió al patio desnuda para que la purificara la luz de la luna. Después subió a la alcoba. Luís dormía plácidamente. Sí, era un marido perfecto, un padre amoroso pero el hombre… el hombre no era suyo. Se acostó a su lado y lloró en silencio hasta que se dejó vencer por aquel misterioso y tibio olor a canela que la enloquecía y lo amó hasta sentir que se amaba a sí misma…

Una tarde en la sastrería, José Manuel ayudaba a Luís a doblar unas chaquetas de gabardina. Sin pensarlo dos veces, le dijo a boca de jarro:

“Que no puedes seguir así Luís…”

“¿Así cómo?”

“Estás acabando con tu vida, tío… Tienes que decidirte por una de las dos”

“¿Por cuál te decidirías tú, mi buen José Manuel…? ¿Te imaginas un día interminable, un día que no acabe nunca, con el sol abrasándote la piel de puro gozo…? Esa es Zobeida. ¿Y una noche infinita? ¿Una noche donde se multipliquen las estrellas y la luna se haga cada vez más grande hasta hacerte estallar el corazón…? Esa es Lola. Amo a dos mujeres perfectas… Esa es mi bendición y mi castigo…”

Terminaron de doblar y empaquetar las chaquetas en silencio. José Manuel cerró la sastrería y se marchó. Camino a su casa no pudo evitar las lágrimas. Sentía un cariño especial por Luís y no podía entender las cosas de la vida. Luís lo tenía todo. Y a veces todo es demasiado para un sólo hombre…

Los días siguieron pasando, uno tras otro, rigurosamente iguales e inevitables, salvo aquellos que se distinguían por los deliciosos excesos de los eclipses de luna y las sofoquinas exuberantes de los solsticios de verano, con los que aquel amor exuberante y tríptico se sintonizaba cada vez más con el universo.

A Don Luís se le platearon los cabellos y a Doña Lola se le cascó un poco la voz. En unas navidades, Don Luís se desmayó a mitad de la cena. Tras varios exámenes, el médico corroboró que se trataba de una dolencia seria. Don Luís perdía el aliento y se ahogaba ante el más mínimo esfuerzo. Su corazón ya no podía seguirle el paso a su ánimo insaciable. Muy a su pesar tuvo que someterse a un nuevo ritmo de vida y por primera vez, desde que había llegado a aquella tierra maravillosa, sus tijeras de sastre enmudecieron en un rincón.

José Manuel lo visitaba todos los mediodías y pasaba horas junto a él rememorando sus buenos tiempos y celebrando la gran amistad que los unía desde el lejano día de su desmayo frente a la bodega de Don Paco. Lola le preparaba caldos de sustancia y cocas de cuatro y lo mimaba como si fuese un niño. Sus hijos y nietos venían a verlo todas las tardes y lo halagaban al extremo pero nada era capaz de aliviarle a Don Luís aquella desolación que se le escapaba sin remedio por los ojos. Ya no podía salir a estirar las piernas…

Una noche, mientras Lola le acomodaba los almohadones y le arrebujaba los pies en el edredón, Luís le atrapó las manos y mirándole a los ojos le dijo:

“No te merezco, Lola…”

“Otra vez con eso, Luís… Tú eres el hombre más bueno que he conocido en mi vida. Descansa que mañana te sentirás mejor. Lo que tú tienes es morriña por tus tijeras”

Luís cerró los ojos y Lola dejó escapar dos gruesas lágrimas. Sí, él era el mejor hombre de la tierra pero ella nunca había podido traspasar sus murallas… Ni el ángel de su nacimiento, Nelkhael, el buscador insaciable de la evidencia, había podido ayudarla a desentrañar aquel misterio que la sublevaba y al final, terminaban por rendirla… Había vivido toda la vida en un siete de Bastos… pero ya habían pasado muchos años, demasiados… Su matrimonio se había convertido en el Peñón de Gibraltar. Era más fuerte que su orgullo, sus miedos y sus certezas… A fin de cuentas, ella no sabía el secreto pero siempre había sabido la verdad…

Esa madrugada la despertó el ronquido irregular de Luís. Con los ojos cuajados de lágrimas Lola se levantó y llenó una jofaina de agua con sal. Siguiendo la tradición gitana, le lavó el cuerpo mientras le rezaba a Develski, la madre tierra, para que acogiera sus restos, y a Undebé, el Dios de los calés, para que guiara su alma hasta Rhayo, la otra tierra gitana que existe por encima de las estrellas. Unos minutos antes del amanecer, susurró una oración: “Undebé, tu que pué más qu’er Mengue, ustiba a man jelén” “Dios mío, tú que puedes más que el diablo, recibe a mi amor…”

Luís no volvió a despertar. El velorio fue muy concurrido. Lola, vestida de riguroso luto, estaba sentada muy cerca del féretro. Había hecho colocar dentro del ataúd las joyas de su marido junto a varias monedas de oro. Ella personalmente había rociado el cuerpo de su amado con su bebida predilecta y había encargado la zarza que debía sembrarse sobre su tumba. Sus hijos la colmaban de atenciones y cuidados pero ella estaba demasiado atenta a los ritos que debía seguir, al pie de la letra, para que Luís tuviera un entierro gitano. Así podría volver a verlo en el cielo de los calés…

A las doce de la noche se silenció por completo el murmullo del velorio. La luna entró de golpe por una de las ventanas de la capilla y bañó a Lola de pies a cabeza. Una ráfaga de viento frío recorrió el salón y apagó las velas. Lola sintió la mano de su abuela Samara posada en su hombro. En ese momento, por la puerta principal, hizo su entrada una mujer soberbia.

Era una negra que, a pesar de los años, parecía una escultura de ébano. Venía vestida con una saya azul de siete vuelos, un turbante en la cabeza y sus collares multicolores serpenteándole sobre el pecho. Traía en sus manos un ramo de girasoles. Su mirada verde llenó de chispas el ambiente y su olor a canela inquietó a los presentes.

Se acercó con paso largo y firme hasta el féretro. Una vez junto a este dijo, con voz profunda y ancestral: “Okú” “Que tu espíritu sea luminoso” Luego, en un tono más bajo, como cantando: “Aiye Oja, Orún, Ile Wa” “La tierra es un mercado, el cielo es nuestra casa…” Dicho esto, depositó el ramo de girasoles con suma suavidad sobre el regazo de Luís y comenzó a rociar todo su cuerpo con Omiero. Cuando terminó, lo miró largamente, en absoluto silencio, mientras las lágrimas le corrían profusas por sus negras mejillas. Junto a ella estaban sus cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, que miraban recelosos en todas direcciones. Finalmente, Zobeida se secó las lágrimas y levantó la vista.

Primero miró a José Manuel, que la observaba incrédulo. Le asintió a modo de saludo. Luego miró a Lola. Fue una mirada intensa. Lola pensó que tenía frente a sí a Sara la Kalí, la virgen negra de los gitanos, con su saya milagrosa capaz de flotar sobre el mar. La miró más detenidamente. No. No era Sara la Kalí. Era la Iyalode Ochún, la diosa coqueta de los Yorubas. Entonces vio con claridad que el río de esmeralda de todos sus desvelos manaba de aquellos ojos encantados. Luego se fijó en su boca y comprendió que el remolino de fuego que reía con risa de mujer en sus pesadillas nacía de esos mismos labios. Por último vio a Luís flotando a la deriva sobre su piel canela y se descubrió a sí misma gimiendo de placer. El impacto la dejó sin palabras.

Zobeida se secó las lágrimas y se acercó a Lola con pretendida altivez.

“Siento mucho la muerte de su esposo… ”

Hizo un gesto de despedida. Parecía que ya iba a marcharse cuando se detuvo y se le acercó aún más. Lola llamó con urgencia a sus suntses, invocó al mulla de su abuela shuvani y puso en alerta todas sus armas de gitana. Sus antepasados la rodearon, prestos a defenderla con sus puñales de lavar la honra y las navajas de pelear el Sitra Acha. Lola reconocía que tenía ante sí a un ser majestuoso, protegido por recios Orishas, armados con hachas y flechas y comandados por el mismísimo Tiemblatierra.

Se miraron en silencio por varios minutos. Más que dos mujeres eran dos reinas que enfrentaban sus imperios por primera vez. La tensión era tan fuerte que el aire se llenó de electricidad y por donde quiera saltaban chispazos. Finalmente Zobeida replegó a sus guerreros, suavizó el rostro y le dijo a Lola, con la humildad de quien se sabe alteza:

“Yo fui el deseo, señora. Usted el amor… Los tres, el cielo”

Zobeida dio media vuelta y se alejó hacia la puerta, con el paso inconfundible de una pantera herida. Sus hijos iban detrás, en silencio. Lola los siguió a todos con la vista hasta que se perdieron en la noche. En ese momento el aire se llenó de presagio y hasta la luna dejó de respirar y se apartó de la ventana.

Lola se puso de pie. José Manuel comenzó a aproximársele presintiendo un estallido de celos. Ella lo detuvo en seco con su mirada y lo hizo retroceder. Con dificultad, Lola dio varios pasos hasta llegar al ataúd. Se inclinó sobre el cuerpo de Luís y lo miró pensativa. Allí yacía el hombre por el que había estado dispuesta a enfrentar todas las maldiciones gitanas; el hombre junto al que fundó luceros y cometas… El que le enseñó la risa y por el que aprendió las lágrimas… Un hombre perseguido de cerca por un fuego despiadado… un fuego que la había hecho luchar con uñas y dientes contra ella misma, contra aquellas llamas que en las madrugadas trataban de robarle todo lo que tenía y a la vez la embriagaban de gozo…

Sintió un extraño alivio. Se inclinó aún más sobre el ataúd. Le acomodó los girasoles junto al corazón con extrema ternura, le dio un beso redentor en la mejilla y le dijo muy quedo, con tono de sultana victoriosa:

“Ya lo sé todo, Luís, ya no hay secretos. Espéranos…”