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viernes, 5 de agosto de 2011

UN EXTRAÑO SUCESO



Eso le pasa a cualquiera. Al menos eso te dicen. O te dices tú mismo para calmarte y restarle importancia. Lo cierto es que a mí me sucedió. Eran cerca de las doce de la noche. Todos en la casa estaban durmiendo y yo me levanté a tomar agua, a caminar por la sala, a hojear una revista, a leerme un libro, en fin, a tratar de pasar un insomnio más de la mejor forma posible. Alguna de esas cosas estaba haciendo, o tejiendo, ya no recuerdo bien, cuando sentí una suave y tibia presión en el hombro derecho. Tan distraída andaba que espanté aquel toque apremiante con un leve movimiento de espalda. Entonces regresó, esta vez más firme y tal vez un poco más frío. El contacto me erizó el espinazo. Me miré el hombro y… me espanté.

Lo primero que hice fue soltar lo que tenía en las manos y ponerme de pie. Fue algo instintivo, esa reacción ancestral de tensar los músculos para luchar o huir a toda velocidad. En ese momento me di cuenta que la mente ya no me pertenecía. Me había comenzado a girar a una velocidad desconocida que no podía controlar; quizás por eso todo lo que ocurrió después lo recuerdo como una memoria ajena, como un cuento que alguien me hubiera contado alguna vez. Fui caminando despacio hacia la puerta del patio. La abrí lentamente, como a través de varias cortinas de bruma. Salí y di unos cuantos pasos sobre la hierba en dirección a la cerca del fondo. Me detuve. La noche era oscura pero yo podía verlo todo con nitidez meridiana. Entonces me agaché y comencé a hacer un hueco en la tierra con las manos. Así estuve, hasta que tropecé con algo duro y redondo. Era un cofrecito. Lo soplé para limpiarlo un poco, le descorrí el pasador y lo abrí. Las estrellas dejaron de parpadear. Todo el universo contuvo la respiración. Yo tuve que tragar en seco.

Allí dentro estaba yo muchas veces, como reflejada en mil espejos. Era una sirvienta aramea, una prostituta griega, una esquimal mascadora de pieles de oso, una beduina experta en la danza del vientre, una gitana cartomántica, una plañidera del nuevo mundo, una caníbal del Caribe, una negrita algodonera de la Luisiana, una domadora de leones de un circo ruso, una comadrona Mapuche, una Sati carbonizada de Maharastra, una aprendiz de Geisha, una cazadora de canguros de Adelaide, una tejedora de alfombras de Asia Central, una princesa Yoruba y no sé cuántas cosas más. Siempre era yo. Solo cambiaba el lugar o el tiempo. Lo podía distinguir porque todas esas mujeres tenían mi misma mirada, mi mismo miedo… y esa terrible vocación por las causas perdidas que llevo enroscada en las entrañas.

¿Hasta cuándo voy a repetirme? El mundo tiene que estar harto de lidiar conmigo. ¿O será que no soy un ser vivo sino parte de la escenografía de la obra de la vida?

En esas divagaciones existenciales estaba cuando todas mis yo se escaparon del cofre hacia la noche formando un torbellino de chispas de colores. Allí me quedé, con el cofre vacío entre las manos y con una de mis más atroces sensaciones de soledad. Estaba temblando. El reto era enorme. Me tocaba empezar a llenar de nuevo el cofre. De mí dependía seguir manteniendo a todas mis yo inalterables o cambiarlas. A partir de ese momento todas ellas estarían hechas a mi imagen y semejanza… Entonces la bruma se hizo tan espesa que lo perdí todo de vista.

Cuando volví a abrir los ojos estaba en mi cuarto. Era pleno día. Me arreglaba frente al espejo. Me sentía contenta; canturreaba por lo bajo. Tenía la mirada limpia, un tanto atrevida. Me gusté muchísimo. Terminé de peinarme y salí al mundo. Fue un día excelente, como si de pronto hubiera dejado de ser invisible. Cuando regresé , me amaron mucho, como si también hubiera dejado de ser simplemente útil. El mundo era el mismo. Yo no.

Esa noche no tuve insomnio. Tampoco soñé. Sencillamente puse manos a la obra. Tenía ante mí muchas páginas en blanco. Empecé a llenarlas, poco a poco, con palabras sinceras, esas que nunca había tenido el coraje de escribir. Eso hago desde entonces. Construyo una mujer que lleva en la mirada todo el horizonte. Cuando termino una página nueva, la guardo en el cofre que ahora reposa debajo de mi cama. Invariablemente, cuando corro el pasador, empieza a amanecer… No sé si eso le pasa a cualquiera. A mí me pasó.

martes, 2 de agosto de 2011

MAMITA


¿Hasta dónde puede llevarte la vida…? Nunca se sabe. Uno cree que con los años y la experiencia ya nada puede sorprenderte pero eso no es cierto. Si no, pregúntenle a Mamita.

Su nombre completo era Epifania Carrazana pero todos le decían Mamita, un poco por cariño y otro por comodidad. Nació pobre, como nacen las almas viejas que ya han cumplido muchos ciclos. Se crió en la calle a fuerza de trucos y mañas para sobrevivir. Como era la mayor de 7 hermanos solo pudo llegar al tercer grado. A partir de ese momento debió quedarse en casa para cuidar de los más chicos. Para ese entonces su madre había muerto de un parto complicado y ninguno de los diferentes padres de las criaturas, incluido el de ella, asumió la responsabilidad que le tocaba.

Mamita hizo de todo. Pidió limosna, lavó ropa de cama, vendió botellas vacías y hasta robó. Eso sí, sus hermanos menores nunca se acostaron sin comer. Cuando cumplió doce años tenía cuerpo de mujer, ojos de gata y mirada de sabio. Empezó a recibir ofertas indecorosas pero las rechazaba todas. Estaba dispuesta a cualquier cosa menos a ser como su madre: una coneja culicaliente.

A medida que sus hermanos crecían, empezaban a ayudarla en el duro oficio de no morirse o simplemente se iban a vivir su propio destino. El mayor consiguió trabajo en un circo ambulante como cuidador de elefantes. La despedida fue breve y sin cursilerías. Para Mamita hasta las lágrimas eran un lujo. Las dos hermanitas siguientes, cuando cumplieron 9 y 8 años respectivamente, se fueron a vivir con una doctora viuda que no podía tener hijos y se moría de soledad. Mamita se las cedió a cambio de que se encargara de desparasitar y curarles la moquera a los tres hermanitos restantes.

A los pocos meses Daniel, el único que tenía los ojos azules, murió electrocutado en el parque. Se escapó a jugar bajo el aguacero y brincó sobre un charco donde había caído un cable eléctrico. La muerte fue noticia y los hizo saltar a la fama como titular de la crónica roja. No obstante, fue suficiente para que un político en campaña se apareciera en su cuartucho y se retratara con ellos mientras les entregaba una donación de ropa y comida. Mamita hizo verdaderos milagros para que el arroz y los frijoles le rindieran hasta más allá de lo posible. Lo mismo pasó con la ropa y los zapatos: los remendó hasta el punto de rehacerlos de nuevo. Al cabo de un año, estaba sumida en el más absoluto desamparo. Fue entonces que sobrevino la segunda tragedia.

Cesarito cayó redondo y totalmente morado en medio de la calle, ante montones de transeúntes sorprendidos. A Mamita la avisó una vecina. Ella atravesó el bochorno del mediodía a toda carrera hasta llegar al lugar, alzó al niño por los pies y le dio un golpe seco en el cocote. La semilla de mamoncillo se le desatoró y le salió disparada por la boca. Cesarito recobró el conocimiento y comenzó a respirar de nuevo pero ciertas funciones no pudo recuperarlas. No volvió a hablar y su cuerpo se hizo de trapo. Entre ella y Asunción, la más pequeña, se hicieron cargo de Cesarito.

Pasaron varios años y una mañana se apareció Esteban, el padre de Asunción, en el bajareque donde vivían. Le juró a Mamita que había dejado la bebida, que se había convertido a la religión bautista y que venía a hacerse cargo de su hija. Al principio Mamita no le creyó pero él insistió, juró por el señor y hasta derramó varias lágrimas. Asunción no quería irse con aquel hombre que decía ser su padre pero que para ella era un perfecto desconocido. Mamita le insistió pensando que eso sería lo mejor para ella. La vio partir al día siguiente. Sintió un nudo en la garganta y se apretó contra el cuerpo transparente de Cesarito.

La noticia no tardó. Esteban, en una borrachera, violó a Asunción y esta, como venganza, esperó que se quedara dormido y le reventó el cráneo de un botellazo. Ahora estaba en un internado de menores para niños delincuentes. Mamita fue a verla, tenía la cabeza rapada y la mirada perdida. Definitivamente ya no era Asunción.

Un año más tarde murió Cesarito. Se le complicaron unas fiebres y se le trancaron los riñones. Lo enterró triste y a la vez aliviada. Cuando se quedó sola no sabía qué hacer. No concebía la vida sin nadie a quien atender. Fue entonces que aprendió a hacer flores de tela y de papel. Recogía retazos que la gente botaba en la basura o a la salida de alguna fábrica y se pasaba las noches recortándolos, tiñéndolos y engarzándolos en alambres. Generalmente hacía margaritas de siete pétalos. La gente empezó a comprar sus flores y algunos hasta le hacían encargos. Una mañana, mientras se dirigía a entregar un ramo de 12 margaritas que le había encargado Ermenegilda, se detuvo en el quiosco de la esquina, se tomó un café y se compró un billete de lotería. Se sacó el premio gordo.

No se lo dijo a nadie. ¿A quién? Fue a cobrarlo sola y trajo el dinero para la casa en dos maletines. Lo primero que hizo fue comprarse una botella de ron, bebérsela de un tirón y agarrar una soberana borrachera en la que pudo recobrar sus lágrimas perdidas. Lo segundo fue contratar un abogado para defender a Asunción pero el caso se había puesto difícil. Ya había matado a dos niñas en el internado y había dejado tuerta a una guardiana. Su suerte estaba echada y nada podía hacer por ella. Entonces Mamita se subió a un ómnibus y viajó hasta la playa.

Buscó hasta que encontró una casita en venta y se la compró al contado. La amobló con muebles nuevos y la adornó con margaritas. Todas las mañanas nadaba una hora bordeando la orilla y luego regresaba con algún caracol nuevo. No tenía amigos. No sabía. Por las tardes leía libros que le intercambiaba a un librero viejo, única persona con la que conversaba durante horas. Por las noches veía televisión hasta que se quedaba dormida con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.

Nadie se dio cuenta el día que no fue a nadar. Solo el librero, al cabo de varios días, fue a pedirle un libro que le había prestado. Se la encontró tirada en el suelo. La sentó en el sillón de cuero, le trajo agua pero ella no pudo beberla. Tampoco verlo ni responderle ninguna pregunta. Era como un cuerpo sin alma. Le había dado un derrame. Murió al año, sola en una sala de hospital.

Algunos juran que han visto su fantasma nadando temprano cerca de la orilla. Otros, que sale a cuidar niños callejeros para que nada malo les pase. No falta el que asegura que en su tumba sin nombre todas las noches aparece una margarita de siete pétalos. Lo cierto es que Mamita se fue de este mundo y hoy habita en otro. A lo mejor no es tan duro y difícil como este que le tocó vivir pero a ella nada la toma por sorpresa. Ella sabe que la vida puede llevarte muy lejos. Por eso viene de vez en cuando a ayudarnos.