Todo estaba listo. El arma, la soledad y el desconcierto. El motivo ya no importaba. Lo más importante era el impacto. Por un instante, quizás un parpadeo, tendrían que pensar en mí. En lo absurdo de mi vida. En lo grotesco de mi muerte. En el alivio de saber que ya nunca más aparecería por ninguna esquina amasando ilusiones ni obligando a prudentes silencios.
En ese momento era imposible no recordar al viejo maestro y su fábula del sapo y la luciérnaga. ¡Qué buen maestro! Me llegué a creer su cuento. Hasta soñé. Lo cierto es que me dio ánimos para parecer feliz, una circunstancia mágica con la que logré aligerar el mundo. Pero el maestro había muerto hacía muchos años y su conjuro se me había gastado de tanto usarlo.
Ya no me quedaba nada. Solo el arma y la soledad. La terrible soledad de miles de rostros mirándome en silencio. Tomé el arma en mis manos. Estaba fría y rígida como un avance de mi futuro. Apunté. Dos gotas de sudor me corrieron por la espalda. La volví a colocar sobre la mesa. Antes de usarla, debía concluir algo.
Debía agradecerle a los que trataron de conocerme a pesar de que nunca los dejé. Debía agradecerle a los que siempre quisieron cambiarme dando fe de que por lo menos la envoltura servía para algo. Debía agradecerle a los que se sacrificaron por hacerme creer que me amaban aunque apenas si llegaron a encariñarse conmigo como lo hace cualquiera con una buena navaja. Debía agradecerle a los que me quisieron por fatalismo biológico y nada más. Lo hice, atropelladamente, tratando de superar mi tendencia a las palabras.
Luego volví a tomar el arma. La empuñe con fuerza y la descargué con todo mi egoísmo. La dejé correr a sus anchas, sin puntos ni comas, sin pausas ni para respirar. Me escapé de todas las pautas, las reglas, las normas, la moralidad, la vergüenza, la ley, la compasión y la censura. Poco a poco fui siendo yo. Al filo del amanecer terminé el primer capítulo. Para ese entonces ya me había suicidado.
En ese momento era imposible no recordar al viejo maestro y su fábula del sapo y la luciérnaga. ¡Qué buen maestro! Me llegué a creer su cuento. Hasta soñé. Lo cierto es que me dio ánimos para parecer feliz, una circunstancia mágica con la que logré aligerar el mundo. Pero el maestro había muerto hacía muchos años y su conjuro se me había gastado de tanto usarlo.
Ya no me quedaba nada. Solo el arma y la soledad. La terrible soledad de miles de rostros mirándome en silencio. Tomé el arma en mis manos. Estaba fría y rígida como un avance de mi futuro. Apunté. Dos gotas de sudor me corrieron por la espalda. La volví a colocar sobre la mesa. Antes de usarla, debía concluir algo.
Debía agradecerle a los que trataron de conocerme a pesar de que nunca los dejé. Debía agradecerle a los que siempre quisieron cambiarme dando fe de que por lo menos la envoltura servía para algo. Debía agradecerle a los que se sacrificaron por hacerme creer que me amaban aunque apenas si llegaron a encariñarse conmigo como lo hace cualquiera con una buena navaja. Debía agradecerle a los que me quisieron por fatalismo biológico y nada más. Lo hice, atropelladamente, tratando de superar mi tendencia a las palabras.
Luego volví a tomar el arma. La empuñe con fuerza y la descargué con todo mi egoísmo. La dejé correr a sus anchas, sin puntos ni comas, sin pausas ni para respirar. Me escapé de todas las pautas, las reglas, las normas, la moralidad, la vergüenza, la ley, la compasión y la censura. Poco a poco fui siendo yo. Al filo del amanecer terminé el primer capítulo. Para ese entonces ya me había suicidado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario