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viernes, 25 de febrero de 2011

LOS TRUCOS DEL AMOR


Una mariposa violeta salió volando a toda velocidad en línea recta. Casi choca contra el rostro del hombre que caminaba por la vereda rumbo al portal de la casita. Con un gesto mecánico, el hombre la apartó de un tirón. Se arregló el cuello de la camisa y, ya frente a la puerta, murmuró para sí “Con esta completas, Abilio”. Miró alrededor. El barrio estaba desierto. Tocó el timbre.

Tras varios segundos, la puerta se abrió de par en par y apareció una ancianita. Su cuerpo era delgado y breve, su piel marchita por los años, su pelo blanco, casi fosforescente, sus ojos intensamente azules y su sonrisa dulce y hospitalaria. Abilio sintió una descarga de adrenalina. “Esta cae facilito”.

-Mucho gusto, ¿señora…?

-Emelina, mi nombre es Emelina

El hombre le tendió la mano.

-Mi nombre es Abilio y hoy es su día de suerte, señora Emelina…

A partir de ahí Abilio no dejó de hablar ni un instante. Abrió su maletín y empezó a mostrar varios utensilios de cocina mientras recitaba la misma monserga hipnótica de siempre sobre las bondades de sus productos. Emelina lo observaba con infinita paciencia y él la miraba calculando fríamente el próximo paso. Desde dentro de la casa se escuchó una voz.

-¿Quién es, Emelina?

-Un vendedor, Calixto.

-¿Y no lo has hecho pasar? Por Dios ¿dónde están tus modales?

Emelina suspiró. Una chispa brilló recóndita en su mirada. Con disimulada resignación hizo pasar a Abilio a la sala comedor. En un sillón de madera estaba Calixto. Tenía la mitad del cuerpo oculta tras el periódico y la nariz pegada al papel, en la típica postura del cegato que trata de leer. Con un gesto, Emelina indicó una silla del comedor. “Esto va a ser mucho mejor de lo que esperaba”, se dijo Abilio mientras se sentaba y colocaba sobre la mesa sus espátulas y sus sartenes. Emelina se acomodó frente a él y soportó estoicamente su verborrea impetuosa durante cinco minutos, al cabo de los cuales, y aún oculto tras su periódico, Calixto volvió a hablar.

-¿Todavía no le has brindado café a la visita? Cada día estás más mal educada, Emelina. ¡Me avergüenzas!

Abilio hizo silencio. Emelina sonrió con una sonrisa extraña. Se puso de pie.

-Enseguida le traigo un cafecito…

La anciana se fue caminando suave, casi sin apoyar los pies en el piso, como hacen las almas que no quieren hacerse notar, y su ausencia se llenó del murmullo del agua llenando la cafetera desde la cocina. Calixto siguió parapetado tras el diario. Abilio escudriñó entonces a sus anchas. Recorrió todos los detalles: la foto amarillenta de la boda, los adornitos baratos, las flores de plástico, la labor de tejido a medio hacer sobre el sofá y la gran puerta de caoba que debía dar a la habitación contigua. “Ahí debe estar lo de valor”.

A los pocos minutos regresó Emelina con una bandeja en las manos. Traía dos tazas de café humeantes. Abilio tomó una y miró de reojo a Calixto mientras este bajaba el periódico para tomar la otra. Calixto tenía un rostro severo, surcado por profundas arrugas y curtido por el sol. “A lo mejor fue marinero”, pensó Abilio, todavía soplando su taza. Calixto, sin embargo, se llevó la suya de inmediato a la boca. El grito no se hizo esperar.

-Me has vuelto a quemar, vieja estúpida.

Sin darle tiempo a reaccionar, Calixto le lanzó el resto del café por el rostro a Emelina que gimió de dolor mientras se cubría la cara con ambas manos. El líquido alcanzó a salpicarle el blanquísimo cabello y a teñirle de gotitas marrón su blusa rosa pálido. Abilio hizo amagos de ponerse en pie para ayudarla pero Emelina lo detuvo con un gesto y se fue de nuevo hacia la cocina entre sollozos.

-A estas viejas hay que mantenerlas a raya… ¡Tú no sabes de lo que son capaces! – dijo Calixto, con total parsimonia, y volvió a zambullirse tras su periódico.

A los pocos instantes regresó Emelina. Se había limpiado las manchas de la blusa. Traía el pelo húmedo y recién peinado y la cara enrojecida por la quemadura. A pesar de todo, le sonrió y se sentó de nuevo frente a él. Abilio permaneció callado unos instantes. El incidente lo había tomado por sorpresa. No obstante su vasta experiencia y sus dudosos escrúpulos de ratero, no pudo menos que sentir cierta compasión por la ancianita. “Mejor voy directo al grano y acabo de una vez”, pensó. Se inclinó y sacó la última caja de su maletín. En ese momento, Calixto volvió a interrumpir.

-¿Ya le dijiste al señor dónde te conocí, Emelina?

A Emelina se le crisparon las manos. Abilio trató de ignorarlos a los dos y empezó a abrir la caja.

-Fue en un burdel, señor. Emelina era puta.

-¡Basta, Calixto!

Calixto bajó el periódico y miró fijamente a Emelina con sus ojitos de cegato.

-P-U-T-A. Eso eras y eso eres. Lo llevas en la sangre. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo estás mirando al señor? Estás loca por llevártelo a la cama

-Es lo que te mereces. Nunca has servido para NADA…

El ambiente se tensaba por momentos. Abilio casi podía escuchar el zumbido de la electricidad atravesando el aire a su alrededor. Ya había dispuesto sobre la mesa el juego de cuchillos que sacara de la última caja. Por unos breves instantes pensó en recogerlo todo y marcharse. Probaría en otra casa. Pero enseguida desechó la idea. “Un par de viejos decrépitos no me van a echar a perder el trabajo justo en la recta final… ”, se dijo. Abilio retomó la palabra como si nada hubiera pasado. Apenas pudo hilvanar dos oraciones. Calixto volvió a la carga:

-Bastante que me buscabas cuando yo llegaba al burdel, Emelinita. Y hasta te peleabas con Sister Pepa cuando ella me mandaba a otra de sus muchachitas en tu lugar.

-Claro. Te procuraba porque sabía que eras un pendejo impotente y podría hacer de ti lo que me diera la gana. ¡Y lo hice!

Calixto se puso de pie y avanzó con dificultad. Toda la casa se llenó de olor a tragedia. Abilio trató de recoger sus chunches pero ya era demasiado tarde. Emelina seguía sentada. Su rostro se había ido transfigurando. En lugar de una ancianita dulce ahora era una pantera casi al acecho. Calixto se detuvo detrás de ella y la tomó por los cabellos.

-¡Vieja desagradecida! Todo lo que he hecho por ti.

-¿Qué hiciste, a ver? ¿Cuál fue tu hazaña? Encerrarme en esta casa y torturarme día a día con tus abusos y tus perversiones… Ni hijos me has dado ¿Qué tengo que agradecer? ¿Haber desperdiciado mi vida al lado de un paranoico sin miaja?

La bofetada le viró la cara a la anciana. Emelina logró desprenderse de la otra mano con la que Calixto todavía la asía por los cabellos. Con increíble agilidad saltó a la otra esquina de la mesa, tomó uno de los cuchillos de cocina y lo levantó amenazante. Su mirada era ahora de un azul implacable.

Abilio estaba desconcertado. Las gotas de sudor le corrían por la frente. No sabía qué hacer. En ese momento, Calixto se lanzó sobre Emelina gritando:

-¡Te mato! ¡Hoy si te mato, perra!

Emelina saltó sobre Calixto blandiendo el cuchillo. Abilio se interpuso entre ambos sin darse cuenta. Fue un acto reflejo. Un gesto involuntario. Al principio no se dio cuenta de nada. Poco a poco, un dolor agudo en el centro del pecho se le combinó con un gusto a sangre que le subió hasta la boca. Cayó lentamente, hasta quedar acostado en el piso. Las dos manos apretadas contra el pecho. La respiración cada vez más agónica. Lo último que vio fue una mariposa violeta que lo miraba triste desde el cristal de la ventana.

Calixto abrió la gran puerta de caoba con una llave que traía en el bolsillo. Entre
los dos halaron el cadáver por una rampa hasta el fondo del sótano, corrieron una compuerta en el suelo y lo lanzaron sobre otros cuerpos que se apilaban, en diferentes estados de descomposición, dentro de aquella especie de cripta. Volvieron a cerrar la compuerta.

Emelina subió y limpió los rastros de sangre del piso mientras Calixto, con gran diligencia, guardó todos los utensilios de cocina dentro del maletín, lo bajó al sótano y lo tiró junto a una caja de biblias, una aspiradora, un carrito de flores secas, varias cajas de jabones y perfumes, un juego de tijeras, tres cafeteras nuevas y varios cuadros de cisnes con marcos en dorado. Finalmente cerró la puerta, se guardó la llave y fue directo a donde estaba Emelina. La besó largamente en la boca y ella le correspondió con un espasmo de pasión.

Calixto se acomodó de nuevo en su sillón y volvió a desplegar su periódico y a pegárselo en la nariz. Ella se dio un baño, se vistió de limpio y se untó colonia de lavanda. Luego se sentó en el sofá y empezó a tejer.

Al atardecer, el barrio seguía desierto. De pronto, la mariposa violeta salió volando a toda velocidad en línea recta. Emelina y Calixto intercambiaron una mirada. A los pocos instantes se escuchó el timbre. Emelina se puso de pie. Con los ojos más azules que nunca y su afable sonrisa de ángel, abrió la puerta.







martes, 22 de febrero de 2011

ÑECA LA CAIMANA: UNA DULCE HISTORIA CUBANA


Lo probó por primera vez a los doce años. Fue un regalo de Juan, el hijo de la cocinera de la Embajada de Jamaica. Aquel oscuro trocito rectangular se le disolvió en la boca lentamente, inundándole los sentidos con su magia milenaria. Sintió un violento espasmo palatal. A partir de ese momento, el suculento sabor le encadenó las ansias.

La obsesión por volverlo a sentir desliéndose en su boca le cambió el curso a su vida. Trató de encontrar trabajo de limpieza en alguna firma extranjera o en un hotel. Todo fue infructuoso. No tenía ni la suficiente edad ni los suficientes “padrinos”. Tampoco tenía familiares en el extranjero a quién pedírselos. Sus padres eran simples obreros y no tenía parientes en el gobierno. Como si todo eso fuera poco, era negra. Se fue quedando sin opciones.

Una tarde cambió su inocencia por dos Toblerones. Fue con un marinero griego. Su existencia empezó entonces a girar a gran velocidad alrededor del chocolate. Hacía todo tipo de favores sexuales a cambio de una barra de Hershey, varias gotitas de Nestlé, un huevo de Dove, cinco lenguas de gato Blanxart y cualquier cantidad de bombones Doña Jimena, Cadbury o Ferrero Rocher. Por un sobrecito de M&M hacía el servicio completo y si la marca era desconocida, aumentaba la tarifa para cubrir el riesgo.

Dejó la escuela. Necesitaba todo el día para reponerse de su agitada nocturnidad. No le fue fácil. La competencia era extrema. Ya había muchas como ella disputándose los turistas a lo largo de todo el Malecón y defendiendo con uñas y dientes su territorio. Primero tuvo que hacer pactos y alianzas para poder tener acceso a los extranjeros. Luego tuvo que aprender los gajes del oficio. Pero ella siempre fue perfeccionista y ambiciosa. No le bastaba con ser una más; quería ser la mejor… Y lo logró.

Se hizo famosa. Su nombre de guerra era la Caimana. Podía estar horas enfrascada en las más descabelladas gimnasias sexuales siempre y cuando no le faltara el suministro de chocolate. Su fama traspasó las fronteras de la isla. De toda Europa llegaban viejos solterones, medios tiempos pervertidos y jóvenes inexpertos en busca de la Caimana, una negrita capaz de comer chocolate y copular con voracidad durante noches enteras.

A los trece años quedó embarazada. Al principio no se dio cuenta. Cuando lo confirmó fue a ver a Martina. El bebedizo era intragable pero ella aguantó la respiración y se tomó hasta la última gota. El aborto le sobrevino a los dos días y a la semana ya estaba de nuevo en la “batalla”. Fue tan bueno el remedio que se le secaron los ovarios y el vientre se le apagó para siempre.

Sus padres la reprendían por su egoísmo. En lugar de hacer como las demás jineteras que conseguían dólares o leche en polvo o desodorante para toda la familia, ella solo se preocupaba por agenciarse chocolate. Ñeca no les respondía. Estaba segura que ellos no podrían entenderla. Nadie la entendía. Ella necesitaba el chocolate tanto como el aire.

Cuando cumplió catorce parecía que tenía treinta. Estaba delgada, con los senos ajados y el andar triste. La enfermedad le iba creciendo en la sangre y le iba robando la vida. Ella lo intuía. Toda su fuerza se concentraba en sus ojos: dos disparos de azabache que se encendían de noche como los ojos de una bestia al acecho.

Un atardecer, más cansada que de costumbre, se subió al taxi con un español. Era un hombre de baja estatura, de unos 60 años, de vientre abultado, papada de pelícano y ojitos de ofidio.

-¿Qué busca el señor?

-Gozar… A ver qué tan buena eres o si lo tuyo es pura fama. Hoy se decide tu suerte, Caimana…

Ñeca le abrió la portañuela y le sobó la entrepierna. Sintió un escalofrío en la nuca. Aquel trozo de carne flácida y desinflada que palpó no tenía remedio. Trató de sonreír pero la mirada fija y fría del cliente la aterrorizó. Llegaron al hotel. El español sobornó a los porteros y en cuestión de minutos ya estaban en la habitación.

Ñeca nunca pedía beber. Esta vez lo consideró oportuno. Pensó que quizás emborrachando al español lograría hacerle creer que su virilidad había vuelto a la vida. Pero su cliente rechazó su solicitud. Quería disfrutar a plena conciencia. Entonces Ñeca tragó en seco.

-Tú sabes que yo cobro en chocolate ¿verdad?

-Sí. Aquí tenéis. Una caja de bombones para empezar. Si me dejáis satisfecho, tengo otra sorpresa…

Ñeca abrió la caja y se comió tres bombones seguidos. Luego se desnudó y desnudó al español. Empezó a desplegar todas sus mañas. Los ojitos del hombre se iban enrojeciendo de morbo pero su miembro yacía desmadejado y absolutamente ajeno. Ella siguió comiendo bombones e intentando todos sus trucos, uno tras otro.

Al cabo de media hora, Ñeca se había comido la caja de bombones completa sin lograr sacar de su terco sopor a aquella tripita inerte que el turista español tenía por pene.

-Probemos a mi manera, negra…- le dijo el hombre con voz ronca.

La lluvia de golpes no se hizo esperar. El primero fue directo al mentón y la hizo caer al piso. Luego los puños en el estómago la dejaron sin aire. Entonces la levantó y la tiró varias veces contra las paredes. De nuevo en el piso la pateó con saña. Volvió a levantarla y a tirarla contra los muebles. El cuerpo liviano de Ñeca casi volaba por los aires. La sangre le empezó a manar de los labios y de las cejas partidas. Un ojo se le inflamó a punto de explotar. El turista español seguía golpeándola sin cesar mientras jadeaba de placer. En uno de los violentos tirones Ñeca cayó al lado del ventanal que daba al Malecón. Miró hacia el mar. Estaba más oscuro que nunca y no logró divisar el horizonte. Se le antojó que el océano era de chocolate doble.

Finalmente, el español la lanzó sobre la cama. Se subió a horcajadas sobre ella y empezó a estrangularla con ambas manos mientras restregaba su yerta hombría contra el magullado pubis de Ñeca. De pronto, el español se contorsionó en un estertor que lo hizo gritar. Al fin había alcanzado el orgasmo. La soltó y se dejó caer a su lado, boca arriba, con la respiración agitada y una sonrisa en su rostro grasiento y repugnante. Cuando recobró algo del aliento empezó a hablar.

-No eres tan Caimana como te pintan… No me hicisteis gozar como esperaba, negrita… Pero aguantasteis bien los golpes… Algo os daré en recompensa…

Con dificultad, el español ventrudo se levantó de la cama, fue a su maleta y empezó a sacar de allí una cajita de bombones de licor. Todavía de espaldas a ella, le dijo:

-Alguien me contó que hoy cumples quince años. Pues aquí tenéis un regalo.

Se dio la vuelta. Allí, boca arriba sobre la cama, con el rostro ensangrentado y el cuerpo lleno de magulladuras, estaba Ñeca. Tan delgada y empequeñecida que parecía una niña de cinco años. Respiraba con mucha dificultad. Trató de incorporarse pero no pudo. Un ojo lo tenía totalmente cerrado por la hinchazón. El otro era apenas un rendijita. Por allí se asomó el brillo de su mirada de azabache. Al fin, con un hilo de voz, le pidió al español que le pusiera un bombón de licor en la boca.

El sabor del chocolate y el del amaretto se ligaron con el buche de sangre que le subió hasta la garganta. Así murió Ñeca. Tres meses justos antes de que el sida la acabara de matar. Dejó un pequeño diario debajo de la colchoneta de su camita. Allí estaba escrito el sueño de su vida: “Quiero aprender a hacer chocolates y trabajar un día en una chocolatería…”