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jueves, 10 de febrero de 2011

SUEÑOS DE CAUTIVAS


1980, Universidad de la Habana. Un sol próximo a naufragar en el Caribe asoma su roja agonía por todas las ventanas del teatro. Hay un lleno total. La asistencia es obligatoria. Los dirigentes ocupan sus puestos sobre el escenario, se pasan papeles y cuchichean entre sí, aumentando hasta el infinito la ansiedad que todos tratamos de disimular. Está por comenzar la asamblea anual. Una asamblea cruel que pretende profundizar la conciencia. Los estudiantes tratamos de preparamos mentalmente. En breve seremos sometidos a un despiadado microscopio donde nos examinarán, uno por uno, a fin de escudriñarnos hasta las mismísimas entrañas en busca de una culpa que, aunque no nos habite, tendremos que exorcizar… Abundarán los pecados, los actos de contrición, los castigos y por supuesto, la hipocresía, hija bastarda del miedo. Los resultados siempre serán devastadores. Para algunos significará el fin, de algún modo liberador. Para otros, la condena a una terrible perpetuidad...

Una mariposa entra volando por una de las ventanas y, confundida, trata en vano de escapar. Choca una y otra vez contra los cristales de una puerta lateral hasta que cae desfallecida. Ni ella puede huir. Suenan los primeros acordes del himno nacional… Al combate corred bayameses… Cierro los ojos. Me imagino a los mambises en una intrépida carga al machete. Deseo con toda mi alma ser uno de ellos. Me veo cabalgando en un caballo negro, de crin larga y lustrosa. Voy ascendiendo a gran velocidad hacia ese lugar donde las montañas se vuelven nubes. El viento está impregnado de todos los olores del monte. Más de la mitad del mundo va quedando bajo mis pies y se me llenan los sentidos de una vasta libertad. La mano fría y sudorosa de mi amigo Juan Carlos se posa leve sobre mi brazo y me saca de golpe de mi evasión mambisa. Vuelvo a mi realidad sin insurrectos. Juan Carlos y yo cruzamos una mirada cargada de presentimiento. Concluye el himno.

Observo a Juan Carlos que está sentado a mi lado. Su entrañable perfil se delinea contra el último rayo de sol de la tarde. Es un estudiante brillante y un amigo cabal. Estudia periodismo pero está tan lleno de poesía que los reportajes se le inundan de imágenes fosforescentes. Hasta los trabajos de materialismo dialéctico le brotan en rima. Ha ganado varios concursos literarios pero su fama se la debe a su talento como trovador. Compone canciones y las canta con voz clara y modesta, acompañado siempre por su vieja guitarra. En ellas cuenta historias sobre carencias cotidianas y futuros encadenados. Habla de gentes que viajan siempre en sentido contrario sin llegar a ningún sitio. Sus canciones se parecen a nosotros… Las reviste de un humor tan ocurrente y pegajoso que corren de boca en boca por todos los recintos universitarios. Su popularidad ha alcanzado límites insospechados. Todos lo buscan para alquilarle una sonrisa a sus canciones y escuchar lo que ellos mismos no se atreven a pensar.

Comienza la asamblea. Llaman por su nombre al primer estudiante. Con una cara que pretende ocultar el pánico que lo domina, el joven se pone de pie. Está presto a soportar la disección pública de todas sus vísceras. Se me antoja clavado en una cruz. Las manos le tiemblan imperceptiblemente y el sudor le perla la frente. Intuyo su terror. Teme que lo delate alguna asimetría que no haya sido capaz de camuflar.

Otra vez trato de huir, esta vez refugiándome en Juan Carlos. Viajo por todas sus canciones y cuando vuelvo a la realidad ya han evaluado meticulosamente a más de la mitad de los estudiantes. El ambiente se ha ido cargando de serpientes y escorpiones que espantarían a Pandora. La noche bosteza agotada y le da paso a la madrugada. Me presiono los dedos índices contra las sienes en un leve movimiento circular. La cabeza me duele a punto de estallar. A pesar de lo fatigoso de la jornada, la tensión no me permite darme cuenta del cansancio. Poco antes de finalizar le toca el turno a Juan Carlos. Le piden que se ponga de pie. Karina, una de nuestras flamantes dirigentes, sopla dos veces el micrófono para cerciorarse de que todavía funciona y dice de corrido:

“Según el informe, el compañero Juan Carlos es un buen estudiante, su rendimiento académico es excelente pero tiene un problema grave... Se le ha visto reunido con elementos homosexuales con los que intercambia publicaciones pornográficas… Ha venido sucediendo desde hace ya un buen tiempo. Se le ha señalado pero Juan Carlos persiste en este error. Esto es totalmente incompatible con la conducta moral de un joven revolucionario y esta facultad no lo tolera. Queremos escuchar las opiniones del colectivo así como lo que tenga que decir Juan Carlos al respecto. Le damos la palabra el compañero Juan Carlos”

El silencio nos amordazó a todos. Nos quedamos inmóviles, casi sin respirar. El golpe era muy bajo. Por varios segundos el auditorio pareció congelarse en el tiempo. Sin embargo, mi mente era un hervidero. No me cuestionaba la verdad de la acusación sino la gravedad de ser acusado. La organización era, por decreto, un ente casi divino. Estaba envestida con el don de la infalibilidad y sus sentencias eran lapidarias e inapelables. Una acusación de la organización era como un epitafio, como un enorme dragón alado vomitando fuego que te perseguiría por siempre. La verdad no tenía caso ante tanta omnipotencia. Tampoco me cuestionaba el derecho que tenía Juan Carlos a decidir soberanamente sobre su vida sexual. No estaba entrenada para pensar en la individualidad y mucho menos en los derechos. Lo que me preocupaba eran las implicaciones. Ser homosexual era peor que ser un asesino en serie. El “proceso” era cosa de hombres, hecho por hombres y dirigido a punta de testosterona. La homosexualidad era una desviación burguesa, una depravación, un “cundangueo” intolerable. En la universidad sólo había cabida para el hombre nuevo, léase un heterosexual entregado y sin tacha, dispuesto a morir por el bienestar del mundo futuro y a lavar con sangre su honra de macho. Una especie de cruza entre Jesucristo y Avakuá.

“Juan Carlos, ¿No tienes nada que decir…? Compañeros, estamos esperando por sus planteamientos, ¿Algo que aportar?”

Karina nos miró a todos con sus enigmáticos ojos de alondra. Su voz quedó flotando sobre nuestro profundo desconcierto mientras ella se acomodaba su larga cabellera color miel.

Juan Carlos estaba tan pálido que parecía una estatua. Su cuerpo, delgado y musculoso le había envejecido de pronto. Los hombros le colgaban desconsolados y las rodillas le temblaban por debajo de los pantalones. Las mandíbulas las tenía tan apretadas que parecía que le iban a saltar en pedazos y una vena azulosa que le cruzaba la frente le palpitaba descompasadamente. Sus ojos estaban fijos en un punto indefinido, distante. Era como si tratara de escapar de aquel lugar, y hasta de su propio cuerpo, a través de su intensa mirada azul. No dijo nada. El sabía que había sido condenado. Y también sabía por qué. Tenía que pagar por sus cancioncitas atrevidas. Su popularidad y su carisma lo hacían demasiado peligroso. La organización no podía darse el lujo de dejarlo suelto por ahí despabilando pensamientos. Era preciso matarlo de una muerte contagiosa para que nadie se atreviera ni tan siquiera a acercarse a su féretro…

El fusilazo nos tomó por sorpresa. Le siguió de inmediato el trueno que retumbó en los mismos entresijos de la tierra. Una ráfaga con olor a lluvia en ciernes irrumpió por una de las ventanas del teatro y sacudió la bandera hasta hacerla caer. La tormenta era inminente.

“Si nadie tiene nada que decir, por favor, los que estén de acuerdo con la expulsión de Juan Carlos de la facultad que lo expresen levantando su mano derecha”

Aquello era una monstruosidad. Juan Carlos era muy reservado, no se le conocía ninguna novia, eso era cierto, pero de eso a afirmar que tenía tendencias homosexuales había un largo trecho. Además, yo sabía que Juan Carlos se intercambiaba revistas extranjeras y libros de poetas prohibidos con unos amigos que tenía en la Habana Vieja, pero ¿pornografía…? ¡Eso había que probarlo! ¡Teníamos que parar esa ignominia! Miré a mi alrededor buscando apoyo. Sólo encontré una multitud de caretas congeladas de miedo.

La sangre me hervía en las venas pero estaba tan sola. No podía titubear. Mi permanencia en la universidad estaba en juego. Poco a poco todo el auditorio comenzó a levantar la mano derecha. Yo hice lo mismo, aunque al hacerlo, sentí que le vendía mi alma al diablo. Juan Carlos tomó sus libros y salió del teatro con la cabeza erguida y el paso lento y marcial. Se perdió en el aguacero dejando tras de sí su inconfundible olor a guayabas maduras. Nunca más volví a verlo en persona, sólo en sueños.

Siempre era el mismo sueño. Estábamos en el borde de un acantilado. Un golpe de viento lo empujaba hacia el vacío. En un intento desesperado por no caer, él se agarraba de mi mano. Se aferraba con vehemencia pero me resultaba demasiado pesado. Lo soltaba. Lo veía caer lentamente en un hueco negro e infinito y su grito me despertaba. Sudorosa y extenuada, con la vergüenza de mí misma escurriéndoseme por los ojos, pasaba el resto de la noche sintiendo que la que se hundía sin remedio en el fondo de aquel hoyo negro era yo misma.


1995. Una clínica en Hialeah. Un mediodía de sol implacable. El vaho ardiente que se desprende del asfalto desdibuja la sombra de los árboles. Abro la puerta y ayudo a entrar a mi madre. Una bocanada de aire acondicionado me sopla en la cara y me refresca el corazón. El concurrido vestíbulo del consultorio de geriatría me produce la misma sensación claustrofóbica de siempre. Es como entrar a una burbuja donde los minutos se desorientan y rebotan monótonos entre tantos achaques trasegados, sonrisas disociadas y respiraciones arenosas. Trato de resignarme ante ese adelanto de mi futuro. Aprieto decidida el timbre. Espero unos instantes hasta que una sombra verde se acerca por detrás del nebuloso cristal y descorre la ventanilla. Mis ojos se llenan de golpe con el bello rostro de Karina, la dirigente de la organización.

La sorpresa nos toma a ambas por asalto y nuestras miradas se quedan atrapadas en la misma incredulidad. Los recuerdos que había tratado de olvidar para siempre me brotan de algún lugar secreto del cerebro y empiezan a sucederse a gran velocidad. Primero Juan Carlos, llenando las tardes de magia con su guitarra generosa, luego su figura solitaria perfumando la madrugada con su último olor a guayabas maduras y finalmente su grito desgarrador, hundiéndose en el pozo de mis pesadillas. Se me atragantó todo el resentimiento acumulado contra mí misma y contra el mundo. Me sobrepuse y logré articular un par de preguntas.

“¿Tú aquí?... ¡No puedo creerlo!… ¿Cuándo llegaste?...”

“Llegué hace un año… ¿Y tú, desde cuándo estás aquí?... No supe más de ti desde que nos graduamos de la universidad… Oye, estás igualita…”

No podía aceptarlo. Allí estaba frente a mí, con sus ojos de alondra triste y su sonrisa perfecta irradiando alegría. Precisamente ella, que nos había aterrorizado con sus críticas constructivas y su ilimitado poder destructivo. Ella, que con brutal frialdad había cercenado más alas que un gavilán. La pregunta salió de mis labios sin permiso.

“¿Qué diablos haces aquí?”

Karina respiró profundamente y sin dejar de mirarme a los ojos, me dijo:

“Lo mismo que tú… Ayudé a Juan Carlos a construir una balsa. La hicimos en el patio de su casa con varias cámaras de camión y todas las tablas que pudimos juntar. La soga y la loneta se las cambié a un militar por los aretes de esmeralda que me regaló mi abuela antes de morir. Nos tiramos por Cojímar una tarde de mar buena. La travesía fue tranquila. Aquí nos casamos por la iglesia. Ahora estoy esperando un hijo de él…” - en ese momento bajó la vista y se acarició la pancita incipiente, luego siguió hablando casi en un susurro – “Nos queremos mucho ¿sabes? Siempre nos quisimos…Nadie lo supo nunca pero nos amamos desde que éramos niños. Nos hicimos novios en la secundaria. ¿Te acuerdas del poema con el que Juan Carlos ganó aquel premio? ¿El que se llama Seis letras? Estaba dedicado a mí”

Me quedé sin palabras. Todo aquello era tan incoherente, tan inverosímil, tan distinto. Karina, sin embargo, parecía más ligera después de su revelación y se animó a seguir hablando.

“Yo sé lo que tú estás pensando. No sabes cuanto trabajo me costó ser dirigente de la organización. Pero yo no lo escogí, me escogieron ustedes, me dieron la “tarea”. ¿Y quién podía negarse? Todavía tengo pesadillas… Ustedes me dieron un papel: o lo desempeñaba o simplemente me olvidaba de la universidad. ¡Y yo ansiaba tanto graduarme de historia del arte! No sabes cuanto lloraba por las noches. Me sentía vigilada. No sabía lo que pensaba nadie ni quien era el que seguía mis pasos. Me sentía tan sola y tan acosada. Los jefes me vigilaban y me exigían hijaputadas y ustedes… Ustedes las consumaban con sus votaciones unánimes y sus aplausos amaestrados. ¡Cómo ansiaba que se rebelaran, que denunciaran nuestras componendas! Pero nada, lo acataban todo como corderitos. Al final, todos somos culpables”

Karina hizo silencio y yo me quedé en trance. Sentía tanta tristeza que la boca se me llenó de salitre. Karina, desesperada por sacarse de encima todas sus cargas, continuó:

“¿Te acuerdas de Alberto, el secretario general? El también se tiró en una balsa. Me contaron que salió unos meses después que nosotros con Yamira, la ideológica y con Pedrito el loco, ¿Te acuerdas de él? El mulatico que era muy cómico, chica, el que botamos de la universidad por ir a una misa de gallo. La profesora de marxismo lo vio salir de la iglesia y... En fin, ellos no llegaron. Sólo encontraron el cuerpo de Pedrito flotando frente a Isla Morada, los demás nunca aparecieron…”

Karina se calló de pronto. Se le nublaron los ojos y la respiración se le hizo gruesa. Quizás porque los recuerdos la abrumaban demasiado o quizás porque interpretaba mi terco silencio como una recriminación que no podía soportar. Yo seguía con el cerebro girándome a mil revoluciones por minuto. Una ancianita que esperaba por mí para entregar el resultado de sus análisis me preguntó si ya había terminado. Automáticamente tomé la tablilla y anoté el nombre de mi madre en la lista de pacientes de esa tarde. Karina, un poco más compuesta, me pidió de la forma más profesional posible que tomara asiento y esperara a ser llamada. La viejecita entregó sus papeles y la ventanilla se volvió a cerrar. Me senté. Las palabras de Karina me desordenaron todos los recuerdos. El pasado comenzó a desfilar ante mis ojos con colores diferentes, como si todo estuviese ocurriendo por primera vez.

No sé cuánto tiempo estuve sentada en aquel vestíbulo. Quería serenarme pero me era imposible. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cuándo llamaron a mi madre ni lo que ella y el médico hablaron en mi presencia. Entró un enfermero con el equipo de electrocardiogramas y ya no pude más, salí corriendo del cubículo y dejé a mi madre envuelta en un enjambre de cablecitos de colores. Avancé por un largo pasillo, le di la vuelta al mostrador de la recepción y casi sin aliento me abalancé sobre Karina.

Fue un abrazo de náufragos. Varias enfermeras y dos pacientes que esperaban por su próxima cita nos miraban atónitos mientras nosotras nos aferrábamos a nuestros cuerpos casi con saña. Más que un abrazo era un intento por recuperar el tiempo que habíamos dejado de ser nosotras mismas, ese tiempo oscuro que nos había dejado el alma desorientada, ese tiempo en que aceptamos vivir vidas impuestas a cambio de que nos dejaran en paz, sin darnos cuenta que en el proceso nos enajenamos de nuestra propia esencia y nos perdimos en un laberinto de soledad, de odio y de máscaras. Ese tiempo enorme en el que no pudimos ser amigas. No fue un abrazo…Fue una redención.

Esa noche no pude dormir. Ni tan siquiera pude tener pesadillas. Cansada de dar vueltas en la cama me fui a la terraza y me senté de frente a una luna enorme y solitaria. Allí lloré mucho. Lloré desconsoladamente porque comprendí que los cautivos pueden huir pero nunca pueden escapar… Lloré por todos los que habían muerto y por todos los muertos que aún estábamos vivos. Lloré mi culpa y mi cobardía. Lloré hasta que el sol amaneció en mis lágrimas.

Hoy. En un lugar entre dos mundos. Karina y Juan Carlos tienen dos hijos preciosos que juegan en inglés y lloran en español. Ella sigue trabajando en la recepción de la consulta de geriatría pero no se pierde una exhibición de arte. Ha comenzado a pintar. Sus cuadros son ocres o grises, llenos de transparencias pero ausentes de luz.

“Quizás estoy apagada por dentro…” - bromea.

Juan Carlos instala equipos de aire acondicionado. Todavía conserva su cara de niño aunque su mirada azul está nublada por una tristeza que me conmueve.

“La vida no me dio tiempo para la poesía… Esa es la tristeza que tengo atorada en los ojos” – me responde cada vez que le pregunto.

Nos reunimos a menudo en mi terraza. El trae su guitarra nueva y canta las canciones viejas de nuestra juventud. Sus notas llenan las veladas de una extraña nostalgia. Karina y yo jugamos a soñar. No con lo que fuimos sino con lo que pudimos haber sido… Son sueños tristes. Son sueños de cautivas…


martes, 8 de febrero de 2011

VELORIO EN LA HABANA VIEJA


Simón Prieto murió a los 100 años. Después de una larga noche de eructos, su alma se elevó ingrávida en medio de la sofoquina de un agosto habanero. Sus descendientes -7 hijos, 15 nietos y 22 biznietos – entre sollozos y suspiros, se aprestaron a darle el último adiós a los restos mortales del entrañable patriarca. Pero hay sitios en este mundo donde eso puede ser complicado, incomprensible y misterioso...


El primer tropiezo fue la funeraria. Por esas cosas de la vida - o más bien de la muerte – y de la planificación socialista, la funeraria que le “tocaba” a Simón estaba llena hasta los topes. Tenía que esperar dos días en una gaveta refrigerada. La familia decidió entonces velarlo en el apartamento de su hija Gertrudis. En primer lugar por cuestiones logísticas - Gertrudis era la única que tenía “barbacoa” y, por lo tanto, contaba con más espacio para los parientes y amigos que vinieran a rendirle tributo – y en segundo, por cuestiones simplemente humanitarias. ¡Coño, le zumbaba que el viejo tuviera que seguir haciendo cola hasta después de muerto!


Los vecinos del edificio prestaron todas sus sillas y banquetas. La tía Amelita fue a ver a Colorao Castillo, su amante bodeguero, para comprar café en la bolsa negra. Pancha y Eulalia, las hijas jimaguas del finado, consiguieron una camioneta del plan porcino para ir a buscar a los familiares que vivían en Guanajay. Yusimí y Yinaidita, las dos biznietas mayores de Simón, salieron a jinetear flores a como diera lugar. Casi todo estaba previsto. Solo faltaba traer al muerto.

La tarea de amortajar y trasladar el cadáver se la dieron a Yasinfrenis, la nieta menor. La joven partió para el hospital con una jaba de nailon donde llevaba una guayabera, un pantalón, un par de medias y la dentadura de Simón. En cuanto llegó a la habitación procedió a vestirlo con diligencia. Enseguida comprobó que la guayabera era de cuando su bisabuelo pesaba 180 libras más. Cerrada hasta el último botón se le salía todo el pecho y la mitad de la barriga. Los pantalones otro tanto, para que le asomaran los pies tenía que subírselos hasta los sobacos. Incluso las medias le quedaban grandes y la dentadura ni se diga. ¡Qué manera de achicarse el viejo! Yasinfrenis, sin muchas opciones a mano, tomó una decisión: con unos dolaritos que tenía escondidos en el ajustador, fue hasta la Diplotienda más cercana y logró que el Attaché de la embajada del Congo le comprara una mudita al viejo. Era lo menos que podía hacer por el pobre Simón.


Su escaso presupuesto solo alcanzó para un mono deportivo amarillo, rojo, azul y verde. Así, bien abrigadito y multicolor, y con la dentadura a duras penas dentro de la boca, arrastraron a Simón por los pasillos del hospital en una camilla sin ruedas. El ruido era infernal. Iba chirriando, sacando chispas del suelo y “erizándole” los dientes hasta al mismísimo diablo.


Finalmente, lo subieron a una ambulancia. El chofer, un joven de apenas 21 años, le pidió a Yasinfrenis que se montara atrás con el occiso porque el asiento del copiloto se lo habían robado desde hacía varios meses. Salió a toda velocidad en cuanto Yasinfrenis cerró la puerta trasera. En la primera curva, Simón Prieto voló de la camilla y se abalanzó sobre su sorprendida nieta. El resto del camino fue un cuerpo a cuerpo agotador. Cuando por último, la ambulancia estacionó frente a la funeraria y abrieron la puerta de atrás, se encontraron a Yasinfrenis despelucada y a punto de un ataque de histeria. Simón estaba en el piso, sin dentadura y con una de las medias metida en la boca.


El trámite de colocarlo en un sarcófago y subirlo a un carro funerario fue rápido. El viaje hasta la Habana Vieja fue más lento, lleno de sobresaltos y explosiones: el motor del carro fúnebre tenía un fallo de bujía. Nada, que al pobre Simón lo estaban despidiendo de este mundo a “bombo y platillo”.

La subida al quinto piso, donde estaba el apartamento de Gertrudis, fue relativamente sencilla. La estrechez de la escalera no permitía maniobrar con la caja. No podían ascender con ella ni tan siquiera en posición vertical. Pero todo se resolvió con la soga y la rondana de cargar las latas de agua: lo subieron por el balcón.


Yusimí y Yinaidita rindieron una fructífera jornada. Con unos turistas italianos consiguieron flores de varios tipos con las que hicieron dos arreglos decorosos. Como ñapa, trajeron dos cajas de cigarros y un desodorante. Amelita, además de comprar café, se agenció cuatro velones. Eso, más el crucifijo de plata que había traído Simón de su natal Canarias, remataron la ambientación y le dieron un toque de solemnidad a la salita. !Qué no “inventa” un cubano por su familia o por un amigo...!


Los dolientes fueron llegando en oleadas. Se iban acomodando donde podían. Al principio se persignaban – entre compungidos y asombrados – ante el deportivo aspecto de Simón – y hablaban en murmullo. Después de la segunda taza de café, la gente iba subiendo el tono. Al filo de las 7 de la noche el griterío y las risotadas estremecían el piso y sacaban los clavos de la pared. A las ocho se hicieron las sombras. Era el apagón programado. El calor se elevó casi a punto de ebullición. Una vez afinadas las pupilas al cambio de iluminación, la rumbantela siguió con más ánimo a la luz de las cuatro velas. Sin embargo, aquel jolgorio enmudeció de golpe justo a las nueve. Fue a causa del grito de Gertrudis.

-¡Papaíto está vivo! ¡Mírenlo, está sudando!


Todos se quedaron petrificados. Nadie se atrevía ni a mover los ojos. ¿Sería un caso de catalepsia? ¿Un efecto secundario de la pasta cárnica y el picadillo de soya? ¿O sería aquel puñetero mono de jersey en medio de tanta canícula lo que había hecho regresar a Simón del más allá? Por si acaso, y para no desperdiciarlo, Amelita dejó de hacer café. Gertrudis perdió el tino. Cargó a su padre en brazos, lo sacó del féretro y empezó a zarandearlo con todas sus fuerzas para que abriera los ojos. El momento era de máxima tensión. En ese instante llegó al velorio Peligroso Noboa, el hijo de Chocha Rosario, una de las brujeras más célebres del barrio de Jesús del Monte.


Según decían, Peligroso había heredado los poderes de su madre. Se acercó a Gertrudis y le dijo algo al oído que la tranquilizó. Luego agarró al difunto, lo colocó de nuevo dentro de la caja y lo santiguó tres veces. Por último, le espetó un largo y espeso humazo de tabaco de pies a cabeza. Una vez terminado el ceremonial, se dirigió a los presentes con su voz grave y aguardentosa:


-No se preocupen. El viejo no está vivo ná. Sudó un poco porque se embojotó con la oscuridad y la bulla, pero ya la materia de Simón está lista pal viaje. ¡Siá, cará!


La gente fue reponiéndose poco a poco del susto. A la media hora, el escándalo se había restablecido totalmente y se mantuvo animadísimo a lo largo de toda la madrugada hasta el amanecer.


El entierro estaba pautado para las diez de la mañana. A las diez menos cuarto se crisparon los ánimos. Hijos, nietos y biznietos se prendieron del ataúd con los consabidos gritos de: “¡No se lo lleven!” “¡Qué no se lo lleven!” Todo buen cubano sabe que esos son los gritos de rigor para tal ocasión.


A las diez y media, los familiares, entre grito y grito, intercalaban furtivas miradas hacia la puerta por donde debía entrar el chofer del carro fúnebre que llevaría a Simón para el cementerio. A las once, Gertrudis llamó a Servicios Comunales. Le dijeron que había una pequeña demora: la gasolina de la carroza fúnebre no había llegado al punto. A las doce del día la tía Amelita les comunicó oficialmente a los presentes que se había acabado el café. A la una menos cuarto Anselmo, el hijo mayor de Simón, se desmayó. Pancha y Eulalia le trajeron un vaso de agua con azúcar y lograron revivirlo. A las tres de la tarde, Gertrudis se hincó de rodillas en medio de la sala y volvió a dar un grito de espanto.


-¡Cuándo se lo van a llevar, coñoooo! ¡Ya no podemos más! ¡Nos va a matar a todos!

A las cuatro llegó el carro fúnebre. Los pocos parientes y amigos que quedaban yacían desmadejados por las esquinas. Se pusieron de pie a duras penas, bajaron a Simón con la rondana por el balcón y se les heló la sangre con lo que vieron frente al edificio: por la puerta trasera del carro, abierta de par en par, se veían cuatro ataúdes estibados de dos en dos dentro del carro. ¡No había espacio ni para un alfiler! Anselmo, con un hilo de voz, articuló la pregunta que todos se hicieron en silencio:

-¿Dónde va a ir el viejo?


-Tranquilo, puro. Sin mareo. Mira, aquí tengo una soga. Voy a amarrarlo en el techo.


Anselmo se rajó en llanto. Gertrudis cayó hacia atrás y empezó a convulsionar. Pancha y Eulalia trataron de sujetarla y destrabarle la lengua para que no se ahogara. Amelita brincó sobre el chofer y le dio con el termo de café en la cabeza. Yasinfrenis empezó a pasar un muerto. Vecinos y curiosos gesticulaban y hablaban todos a la vez. De nuevo, Peligroso Noboa se hizo cargo de la situación.


-¡Silencio, carajo! Simón Prieto tiene que partir. Si los Orishas quieren que sea en el techo del carro de muertos, ellos sabrán por qué quieren ventearlo. ¡Siá, cará!


Todos se aplacaron. Subieron el ataúd sobre el carro y lo aseguraron bien con la soga. Peligroso dio un golpe con los nudillos sobre el techo para indicarle al chofer que la “carga” estaba lista. Detrás de los autos de los otros muertos, se sumó el Chevrolet del 57 pintado de amarillo mostaza donde iban apurruñados los familiares de más edad de Simón. El cortejo lo cerraban los más jóvenes en sus respectivas bicicletas chinas.


El entierro fue expedito. Eran las 6 la tarde y el Cementerio de Colón empezaba a sumirse en las sombras. No pudieron darle sepultura en el panteón familiar. Desde el último ciclón, en el sitio se había hecho un agujero enorme y no había materiales para repararlo. Lo enterraron en el Mausoleo de los Hijos de Galicia, gracias a la gentileza de Paco Santamaría, un descendiente de gallego muy allegado a la familia. Ese fue el final de Simón Prieto, un hombre que nació en Canarias y se fue a Cuba a buscar mejor fortuna. Vivió cien años de trabajo y de gran dedicación familiar. Vio caerse gobiernos y levantarse edificios. Sobrevivió epidemias, huelgas, amantes fogosas y caballos desbocados. Y murió sin chistar, en medio de un tiempo oscuro y muy misterioso que llamaron “Período Especial”.