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jueves, 29 de diciembre de 2011

SE ACERCA EL FIN...


Sentir ese susto morboseándonos las tripas es algo extrañamente placentero. Quizá por eso, desde el principio de los tiempos, en medio de la más absoluta incertidumbre, el hombre solo se atrevió a asegurar una cosa: el mundo se va a acabar. Y a partir de ese momento empezó a bailar alrededor de la hoguera y a tomar chicha para ahuyentar el miedo. Sin saber de dónde venía y mucho menos a qué venía, lo primero que vaticinó apenas se paró en dos patas fue el final. La noticia, además de echar a andar el sobresalto, supuestamente debió activar ciertas funciones regeneradoras para mejorar la raza humana. Pero a la larga, el concepto de lo finito terminó desencadenando todo lo contrario: un trallazo de hedonismo, una predisposición a la gozadera con el sano objetivo de que, pase lo que pase, nadie te quite lo “bailao”.

A mí particularmente lo que molesta no es la lluvia sino el fanguito… Es decir, si se va acabar, que se acabe. Pero eso de que cada cierto tiempo aparezca alguien ajustando una nueva fecha para el sonado suceso ya me tiene harta del verbo ya está bueno. Y no importa quien lo diga, la reacción casi siempre es la misma: nada de introspección, nada de arrepentimiento, nada de abrir nuestros corazones al amor… Los más cautos compran laterío y velas ¿me pregunto para qué? Otros le dan aguardiente a la garganta y fuego a la lata. Algunos salen del closet y no falta el despistado que en medio de la borrachera se reconcilia con su suegra y se espanta al comprobar al día siguiente que el mundo no se acabó ná.
Yo pertenezco al grupo que nos gusta hacer cierto balance para saber qué ha hecho y, sobre todo, qué le falta por hacer. Y como ya no confío en tanto apocalipsis de pacotilla, hago mi ensayo todos los 31 de diciembre porque, en honor a la verdad, los años son los únicos que hasta ahora se acaban puntualmente en la fecha prevista.
Mi lista de lo hecho es mínima, sin embargo, mi lista de pendientes no deja de crecer. Por ejemplo, a mi meta de ver una aurora boreal, escribir un “best-seller”, dormir en un iglú, ser una abuela cómplice y ganarme la lotería, le he agregado este año otras cosillas:
1- Entender y usar todo lo que hace mi teléfono celular
2- En ciertas situaciones, sustituir los suspiros por lo que realmente pienso
3- Perderle el miedo a los espejos, sobre todo al de aumento que está en el baño
4- Caminar diariamente hasta consumir las calorías y los malos pensamientos del día
5- Decir que no, gloriosa y soberanamente
6- Soñar intensamente a pesar del insomnio y de los pesimistas
7- Aprenderme todas las funciones del remoto del televisor
8- Encontrar la palabra perfecta para consolar a un amigo y el silencio oportuno para no herirlo
9- Mejorar mi sistema inmunológico para no agarrar todos los catarros de mi nieta
10- No morirme hasta intentar todo lo que quiero y terminar al fin aquel viejo poema
Este 31 de diciembre, a las 12 de la noche, comenzará un nuevo año, el 2012, el año del Dragón de agua, el año en que según los Mayas, los planetas de nuestro sistema solar se alinearán como solo lo hacen cada un paquetón de años para dar inicio a un nuevo ciclo. Traspasaremos un nuevo umbral y seguiremos consumiendo días. Ojalá lo hagamos con más tino, sin desperdiciar ni un minuto ni un te quiero. Sin dejar que la vida nos impida vivirla. Felicidades.




jueves, 1 de diciembre de 2011

RIVERALDA MALACARNE


De espaldas, era una mulata de nalgas gloriosas y calcañales amarillos que despertaba afiebradas fantasías. De frente era otra cosa...

Por el día no se notaba. Apenas si le saltaban algunas chispas. Pero en la noche, su increíble energía se le escapaba a chorros por los ojos. Cuando lograba encentrar sus indómitas pupilas rotatorias en un solo punto, botaba un haz de luz capaz de curar espolones, desintegrar verrugas, transmigrar animales, desprender empachos y encender tabacos mojados por ambas puntas.

Su niñez transcurrió feliz hasta una tarde aciaga que se le escapó a su abuela. Llegó corriendo hasta el río que cruzaba detrás de su casa. Allí se puso a lanzarle piedras al güije que le hacía muecas desde el fondo del agua y no se percató de los nubarrones que se le vinieron encima. Fue un rayo seco. Le cayó directo en la cabeza. Le achicharró el pelo y la dejó inconsciente y rígida. La encontraron al cabo de una hora, todavía echando humo. Sus padres pensaron que moriría sin remedio. Para asombro de todos, a los cuatro días volvió en sí y lo primero que hizo fue pedir que le trajeran caldo de gallina. Excepto por las contracciones involuntarias, vertiginosas y constantes de sus glúteos - como el aleteo de un colibrí - todo lo demás en su vida volvió a la normalidad.

El segundo rayo le cayó en la espalda un mediodía, exactamente tres meses después. En esa ocasión la descarga le botó el ombligo y les desquició para siempre los huevos de los ojos. A partir de entonces empezó a tejerse la leyenda.

-¡Está imantada!- aseguraba su padre.

-¡Tiene un poder divino!- porfiaba su madre.

Cualquiera que fuera la causa, durante los dos años siguientes la leyenda adquirió visos de saga. Su casa fue atizada por 15 rayos de los cuales 10 la alcanzaron directamente. No importaba la hora ni el lugar. Uno le quemó las cejas mientras colgaba ropa en la tendedera del patio. Otro le durmió las dos piernas mientras se bañaba en la tina. El tercero entró por la ventana y le saltó los empastes de las muelas. El que le pegó mientras hablaba por teléfono, le perforó el tímpano derecho. El que la sorprendió mientras hacía café en la cocina, le derritió los botones de la blusa y le arrancó una uña del pie. A pesar de las quemaduras, las cicatrices, los tics nerviosos y el sobrenombre de “puya encendía”, Riveralda le daba gracias a Dios por aguantar ilesa tantos chuchazos. Si todo hubiera quedado en familia, su sufrimiento no habría llegado a tanto…

Es cierto que terminó viviendo en una caseta en el patio. Fue lo único que se le ocurrió a su padre para preservar la casa de los fogonazos. También es verdad que fue una niña solitaria. Sus compañeritos de escuela se asustaban al verla con sus cabellos siempre erizados, apuntando al cielo. Los animales se espantaban al percibir las cargas iónicas que le restallaban a Riveralda en las entrañas. Y los maestros preferían enviarle a la casa las lecciones escritas para que no tuviera que ir al colegio. Pero sus padres nunca dejaron de amarla. Le servían la comida a través de una abertura de la caseta, utilizando una larga pala de madera con mango de caucho. Eso sí, siempre le preparaban sus platillos favoritos. Cuando cumplía años, si el cielo estaba despejado, hasta se atrevían a abrazarla brevemente, no sin antes calarse un par de botas de goma. A pesar de los inconvenientes, sus padres aceptaban conformes que su hija estuviese destinada a absorber toda la electricidad ociosa del mundo.

Ese mismo amor desencadenó la tragedia. Transigieron a sus súplicas y la llevaron una noche al circo para celebrar su cumpleaños número trece. Lo peor no fue que la estática de Riveralda desviara los puñales del lanzador de cuchillos en todas direcciones, obligando a algunos espectadores a huir despavoridos. Tampoco que su campo magnético descorriera el cerrojo de la jaula del león y que la fiera saliera disparada por la calle principal del pueblo aullando como un cachorrito. Lo más terrible fue la chispa de alegría que saltó de sus ojos cuando vio a los payasos. La muy condenada trepó inadvertida por una esquina de la carpa a gran velocidad. El incendio arrasó con todo.

Riveralda logró escapar a tiempo. Sus padres murieron aplastados en la confusión junto a otra gran cantidad de espectadores. A los tres días llegó su desprevenida tía de la capital. Fueron juntas al entierro colectivo. Cuando el padre José María Torrebaja hacía el responso en medio del camposanto, Riveralda empezó a llorar. Su cuerpo se cubrió de una luz azul e intensa que zumbaba en el aire. Los rayos comenzaron a caer uno tras otro; estallaban como bombas; saltaban ataúdes, partían en dos las palmas y abrían huecos en la tierra dejándola calcinada. La gente corrió en estampida. La primera en huir fue su tía. Riveralda se quedó sola en el cementerio. La luz azul se hizo blanca, casi fosforescente, sobre su piel. Las descargas confluían sobre ella y rebotaban de nuevo hacia el universo en un espectáculo alucinante y aterrador. Cuando Riveralda terminó de llorar se aplacaron los truenos. Entonces llegó la policía, la metió en un saco y la sacó del pueblo.

Así comenzó su vida de trashumante. Vagó por ciudades, pueblos y calles. Trataba de pasar inadvertida. Limpiaba pisos, lavaba platos, alimentaba animales, recogía tomates, repartía volantes políticos y curaba empachos y otros males del cuerpo con su visión lumínica. Hacía cualquier cosa para ganarse unos centavos. Pero apenas le caía otro rayo encima y la luz le saltaba en los ojos, los patronos la echaban rociándole agua bendita y amenazándola con un crucifijo.

Ella se iba caminando, con sus nalgas espásticas y brincadoras - sin atreverse ni tan siquiera a llorar - en busca de otro sitio donde no la conocieran para ganarse la vida. Fue quizás ese ejercicio, ese tic nervioso de sus glúteos - que la acompañaba desde el primer rayo - lo que dio al traste con aquel culo enhiesto y descomunal que terminó persiguiéndola al final de su espalda – como una giba gigantesca - y que iba dejando un rastro de miradas incrédulas y lujuriosas a su paso. No tardó en comprender que por ese trasero glorioso pasaba su destino.

Aprendió a observar las nubes y a presagiar las tormentas. De ese modo, solo atendía clientes cuando el tiempo lo permitía. Juntó dinero y llegó a alquilarse un cuarto. Por primera vez, después de varios años, empezó a tener una vida decente… hasta que la procuró un viejo cachondo y sexagenario que llevaba puesto un marcapasos. Se lo derritió al contacto. Se llevaron al señor en una ambulancia. Iba azuloso y convulsionando. Aunque lograron salvarlo, aquel incidente empañó su imagen comercial y le descontó marchantes. Otra vez tuvo que mudarse. Fue entonces que, dando tumbos, llegó al burdel Ningún lado.

Fue una mañana al rayar el día. A Brígida Benedicta Benigna le bastó mirarla con sus ojos de monja para comprender que Riveralda Malacarne, a pesar de estar llena de electricidad, era la mujer más sola de la tierra. Le dio abrigo y comida sin hacerle ni una sola pregunta. A Paloma - mucho más empresarial - le bastó ojearle el culo de perfil para ver en ella un enorme potencial para el negocio. Le propuso trabajo. Para Riveralda, el único modo de agradecer aquellos gestos fue la sinceridad:

-Tengo que confesarles algo. Estoy imantada.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Que atraigo los rayos sobre mi cuerpo. Soy un pararrayos humano.

Paloma enarcó una de sus cejas perfectamente depiladas y pasándose la mano por el mentón erizado por una barba incipiente, verbalizó su preocupación:

-¿Crees que sería adecuado tenerla aquí, tres B?

-Reconozco que es peligroso. Una vez leí que cada día caen sobre la tierra ocho millones de rayos, unos cien por segundo… Pero podemos tomar precauciones y hacer la prueba. Se trata de un ser humano… al que Dios le ha dado un extraño talento. Hay que ayudarla.

Así lo hicieron. Mandaron construir un sistema de pararrayos, terminales aéreas, estructuras metálicas, blindajes y tomas de tierra para proteger todo el edificio. A su cuarto le instalaron un detector de marcapasos y otros adminículos sensibles a los campos magnéticos, a fin de evitar penosos incidentes. Todo fue costoso pero valió la pena. Las inquietas nalgas de Riveralda lo pagaron con creces. Y su espectacular número en el show de Ningún lado - “Intimate illumination, an incredible journey” - alcanzó fama internacional. Pero los mejores días de Riveralda estaban aún por llegar...















viernes, 21 de octubre de 2011

GRACIAS, AMIGA


Nunca hablé con ella. Nunca la vi en persona. No sé si era más bajita o más alta que yo porque nunca estuve a su lado. Su voz siempre me llegó a través de grabaciones o por la radio, en una llamada telefónica. Su mirada nunca me miró. Sin embargo, siento que he perdido una de mis mejores amigas. Una de esas amigas que no te juzgan, que no te alaban, que ni tan siquiera pretenden entenderte. Simplemente te quieren. Y no te quieren con palabras ornamentales, te quieren apostando su corazón para que tú puedas ser tú en ese extraño paraíso que se llama respeto. Y por esa razón sagrada, hasta mueren.  Sí, hoy estamos más solos. Todo es más oscuro sin la claridad de sus ojos. Sin su valentía. Sin su perseverancia. Sin su lealtad a prueba de turbas inducidas. Pero nos queda la blancura de un propósito. Nos queda el eco níveo de un reclamo legítimo. Nos queda la promesa y el compromiso de todos sus pasos bajo el sol. Y la luz. Esa luz que amanece inevitable, gracias a ella y a pesar de nosotros mismos.
Gracias, amiga.

jueves, 29 de septiembre de 2011

RITA LA GRITONA


Rita la gritona no lloró al nacer. Fue un 4 de diciembre. La comadrona le dio una zurra para que estrenara los pulmones pero Rita no emitió ni un solo sonido. Es más, no articuló una sola palabra hasta la edad de 5 años. Su padre pensaba que era muda. Su madre, mucho más dada a las cuestiones esotéricas, estaba convencida de que se trataba de una wemba africana o, cuando menos, de la venganza del universo, algo que esperaba desde el mismo día que mató accidentalmente una lechuza mientras tumbaba mangos con una vara en el patio.

Sospechas y certidumbres quedaron despejadas la noche que a Rita la despertó el impacto de un meteorito candente en el techo de su cuarto. El zambombazo le soltó la lengua. Salió gritando por toda la casa: ¡se acaba el mundo, Mañengo!

A partir del incidente cósmico, Rita se convirtió en una tenaz conversadora. Cuando no tenía con quien hablar, hablaba sola o simplemente silbaba, con tanta potencia, que estremecía copas, floreros y hasta la tapa de hierro fundido de la cisterna. Por lo demás, era una niña encantadora y estudiosa que muy pronto se convirtió en una bella joven con una gran vocación: ser enfermera. Se graduó con tan buenas notas que de inmediato le dieron un puesto en el hospital provincial. Rita parecía un ángel caminando por los pasillos de la instalación, con su uniforme blanco, su larga cabellera rubia y su sonrisa de estrellas. Era imposible no notarla. Y esa fue su desgracia.

El doctor Ponte Alegre la escogió para participar en un experimento científico: elaborar el primer mapa cerebral del placer femenino. Ella - junto a otras diez esforzadas voluntarias, sanas y diestras - brindó su cuerpo para beneficio de la ciencia. Las colocaron en cubículos separados y les instalaron auriculares para recibir las instrucciones. Tenían que autoestimularse ciertos puntos erógenos de la coneja - a mano limpia o con un vibrador de 15 milímetros - por intervalos de 5 minutos. Mientras, les escaneaban meticulosamente el cerebro a fin de “mapear” el placer femenino. El estudio arrojó que a las mujeres se les activan más de 30 áreas de la masa encefálica si se las manipula en los sitios correctos y que todo sucede de forma secuencial, como un eco que se propaga y multiplica hasta convertirse en una incontenible catarata. Por fin comenzaba a brillar una luz al final del túnel. El placer femenino tenía una ruta específica y los exploradores no tendrían que remontar su conquista a ciegas. Todo habría sido perfecto si el doctor Ponte Alegre no se hubiera quedado dormido aquella tarde.

No se sabe si fueron los garbanzos, el boniatillo o la música instrumental que le instalaron en el consultorio. El asunto es que se hundió en una siesta profunda y dejó a Rita totalmente abandonada a sus tocamientos ininterrumpidos por espacio de dos horas. Al galeno lo despertó el chasquido del escáner que voló en pedazos atormentado por los fogonazos orgásmicos de Rita. Cuando Ponte Alegre entró al cubículo se la encontró aullando como un lobo, echando espuma por la boca y con el vibrador a medio derretir dentro de la vagina. Lograron sacarla del trance con baños de asiento de agua helada pero Rita nunca volvió a ser la misma. El síndrome de excitación sexual persistente, o SESP, se lo diagnosticaron pasados seis meses. Para ese entonces, ya había hecho el amor con todos los médicos, enfermeros y custodios del hospital. La noche que la encontraron cabalgando a un paciente geriátrico y pitando como un tren la botaron del centro. Fue una decisión dolorosa. El doctor Ponte Alegre trató de impedirlo pero lo más que pudo conseguir fue que recompensaran su abnegada entrega a la experimentación científica con una buena suma de dinero.

Los padres de Rita no se creían el cuento de la enfermedad. Para ellos, su hija era sencillamente una inmoral culicaliente. Por eso cuando Nilza, la vecina de enfrente, sorprendió a su marido haciendo el amor con Rita en la meseta de la cocina y la arrastró por los pelos hasta la casa de a sus padres, estos decidieron que Rita se fuera del pueblo. No podían soportar tanto escarnio.

Rita se fue ese mismo día. Deambuló por varios pueblos. Cuando no podía conseguir a un hombre para aplacarse la entrepierna, se sumergía en el río, en el mar, en la laguna o en alguna piscina ajena durante varias horas. Saliendo de una de estas piscinas conoció a Segundo Toro. Era un hombre bellísimo y de muy pocas luces. Estaba casado con Zoila Guerra, una millonaria mucho mayor que él. Lo de Rita y Segundo Toro no tuvo nombre. Copulaban sin tregua en cualquier rincón de la residencia y de las más diversas maneras. Al principio pudieron evitar que Zoila los sorprendiera porque Rita siempre tenía la precaución de amordazarse antes de chichar para acallar sus gritos. Sin embargo, la noche que Segundo Toro la sorprendió en la ducha con su hombría enhiesta, no le dio tiempo a taparse la boca. Los chillidos despertaron a Zoila y a todo el barrio. Zoila no solo la botó a patadas de su casa sino que contrató un asesino a sueldo para que la matara.

Por eso Zoila Guerra se quedó de una pieza cuando, varios meses después, entró a la feria de un pueblo cercano y se encontró a Rita besándose con el asesino que ella había contratado para que acabara con su vida. El asesino sucumbió al fuego inextinguible de Rita. Fingió su muerte. Le envió a Zoila una foto donde Rita aparecía cubierta de salsa de tomate, con la camiseta rasgada y un machete “encajado” entre el sobaco y la teta izquierda. A cambio recibió su paga y se dedicó a fornicar a toda hora con aquella locota que la vida le había puesto en el camino. Zoila Guerra, presa de cólera al descubrir el engaño, lo denunció a la policía sin darse cuenta que ella misma también se hundía. A los tres los metieron presos: a Zoila por ordenar un asesinato; al “asesino” por extorsión y a Rita por encubrimiento.

A la semana de estar recluida, Rita logró huir. Le hizo el amor al jefe de turno colgada de un ventilador de techo. Lo dejó tan exhausto que el hombre estuvo durmiendo cuatro horas seguidas, tiempo suficiente para que ella escapara sin problemas de la cárcel de mujeres. Viajó sin detenerse hasta llegar a la ciudad. Entonces escuchó hablar de Ningún lado y fue hasta allí a pedir trabajo.

A Linda, una mujer capaz de ver a las personas por dentro, le bastó mirarle a los ojos para comprender que Rita estaba totalmente sola en el mundo, que tenía un corazón de oro y que, además, poseía unas aptitudes excepcionales para su negocio. Le dio techo, una forma de ganarse la vida y una solución para desfogar su irrefrenable calentura. La bautizó con el nombre de guerra de Rita la gritona y le proporcionó una caja de protectores bucales de boxeo para amortiguar el escándalo. Pronto comprobó que Rita se comía un protector por noche y que el gasto era insostenible. Linda decidió entonces que lo mejor sería comprar tapones de caucho para los clientes de oídos sensibles. Después de la muerte de Linda, cuando ya Tres B era la dueña de Ningún lado, se produjo la denuncia por escándalo público. Los vecinos, desvelados por los aullidos, decidieron actuar. Fue entonces que le construyeron a Rita una habitación a prueba de ruido.

Todas las chicas de Ningún lado pensaban que Rita era la criatura más peculiar e insólita del burdel. Pero esa opinión cambió cuando conocieron a Riveralda Malacarne…

(Continuará)

lunes, 26 de septiembre de 2011

DEMOCRACIA Y OTOMÍAS EN NINGÚN LADO


Brígida Benedicta Benigna aceptó su destino. Por cuestiones logísticas colgó el hábito de monja y se rebautizó como Tres B. Así le resultaba mucho más cómodo y sencillo administrar Ningún lado, el flamante burdel que acababa de heredar de su madre.
Paloma se convirtió en su mano derecha. La mayoría de las chicas lo adoraban. Las que no, lo respetaban profundamente. Durante la noche, Paloma era una rubia despampanante de edad indescifrable y pies de basquetbolista, siempre pendiente de los clientes. Por  el día, era un calvo diligente y polifacético, capaz de encargarse de las finanzas y el decorado con la misma eficiencia y buen gusto. A toda hora, era un ser humano increíble con un corazón de oro puro. Paloma le había prometido a Linda -  en nombre de su gran amistad desde los tiempos en el circo - que cuidaría de su hija Brígida, le enseñaría todos los secretos de la profesión y la defendería de cualquier peligro. Y Paloma nunca faltaba a una promesa.
Ya habían transcurrido seis meses desde que Tres B asumiera la dirección de Ningún lado y se le había vuelto una costumbre que todos los días, a media mañana, Paloma irrumpiera en su oficina con una gran sonrisa y un cafecito recién colado. Por eso aquella mañana, cuando Tres 3 B lo vio entrar a su despacho con la cara demudada y más atolondrado que nunca, supo de inmediato que algo muy grave estaba sucediendo.  
-¡Qué desgracia, Tres B! Me falta el aire. ¡Ay!, creo que me desmayo…
- Cálmate, Paloma ¿Qué pasó?
-Algo horrible… ¡Secuestraron a Chupón de Fresa!
- ¿La enanita que perdió los dientes cuando le explotó el cigarrillo trucado?
-¡Esa misma! Mira. Acabo de recibir una nota pidiendo el rescate. Parece que estafó a un cliente… le cobró el triple de la tarifa. La esposa se enteró y quiso vengarse. La mandó a secuestrar anoche y ahora está pidiendo que le devuelvan el dinero o no la volveremos a ver…
Tres B se persignó.
-Dios misericordioso… ¿Qué se hace en estos casos, Paloma?
-Esto nunca había sucedido, Tres B. No sé qué hacer… ¡Es espantoso!
-Creo que mejor pagamos. Es preferible no involucrar a la policía. ¿Cuánto pide?
-Dos mil.
-Y vaya que sí se le pasó la mano a la chupacirios esta vez con el precio…
-Como decía tu madre, Tres B: el vivo vive del bobo. El tonto fue él que le pagó.
-Sí, pero hay veces que el vivo, queriendo ser tan vivo, termina muerto. En fin, aquí tienes el cheque. Encárgate de hacérselo llegar a esa mujer tan celosa del dinero de su marido. ¡Eso sí! Hay que descontárselo a Chupón de Fresa de su salario. Quiero que sirva de lección. En Ningún lado no se estafa a nadie. Mentir es un pecado.
-Está bien, Tres B. Como tú digas.
Paloma salió corriendo con el cheque en la mano y Tres B quedó pensativa. Definitivamente tenía que trabajar mucho con aquellas mujeres. En su burdel, el único pecado permitido era el de la carne y por una estricta cuestión de negocios. Todas las demás flaquezas de espíritu debían ser desterradas para siempre… sus putas se ganarían el cielo o ella dejaba de llamarse Tras B.
A las dos horas regresó Paloma con Chupón de Fresa. La enana estaba sucia y despeinada. Sonreía con su legendaria boca desdentada pero todavía podía apreciarse el susto en su risa de molleja. Le agradeció a Tres B su generoso gesto y estuvo de acuerdo con reponerle el dinero empleado en su rescate. En sus ojitos de jabalí se apreciaba el arrepentimiento. Tres B la mandó a bañarse y alistarse. En una hora comenzaría la plenaria mensual.
A las dos en punto, todas estaban reunidas en el salón. Era la primera vez que algo así sucedía pero Tres B había decidido que, a partir de ese momento, todas las decisiones se tomarían de conjunto. La democracia exigía que celebraran una asamblea todos los meses. Paloma dio inicio a la sesión en su calidad de secretaria. El primer punto consistía en revisar el plan de actividades para las tres noches siguientes. Se trataba de tres días feriados por las fiestas patronales y era importante atraer al público masculino con números originales y de calidad.
-Bien, chicas, el número propuesto para abrir el espectáculo es el “Baile de la serpiente pitón”. ¿Qué les parece?
La bailarina era Erculinda, una de las chicas, que bailaba desnuda - simulando a Eva en el paraíso - con una pitón enroscada en su cuerpo. Paloma sabía por experiencia que esa clase de número tenía buena acogida de público y que las propinas llovían. La serpiente era un símbolo fálico que les disparaba la libido a los hombres. No obstante, Tres B exigió que se le hiciera firmar un contrato a la artista.
-Recuerden que en la última ocasión el baile de la serpiente terminó mal. Cuando Don Pompeyo Conejo subió al escenario totalmente enardecido, a Erculinda no se le ocurrió nada mejor que azotarlo con la pitón en la cabeza.
-Fue puro instinto, Tres B. Me sentí en peligro. Tenía que defenderme – ripostó Erculinda.
-Sí, pero el hombre cayó al suelo sin sentido. Por suerte el alcalde estaba tan ebrio que cuando despertó no recordaba nada.  Insisto en que conste por escrito que está prohibido pegarle a nadie con la serpiente.
-Está bien, Tres B. Se hará como tú digas – dijo Paloma - Ahora pasemos a Catarina siete dedos. Tengo lista su promoción: “La emperatriz manopla, te la soba y te la sopla. Un servicio exclusivo de Ningún lado". ¿Alguna sugerencia?
Todas estuvieron de acuerdo y Catarina, una joven recién llegada de Lituania que tenía 7 dedos en cada mano, sonrió y aplaudió con sus florecidas manos su lanzamiento artístico.
A continuación, se le dio el visto bueno al número de Rosa la hueledora. Se vendaría los ojos y – por una módica suma - reconociera a los clientes por su olor testicular.  Después de un breve intercambio de ideas se acordó que el número se llamaría “Por el saquito te identifico”.
El famoso striptease de Ubre Salvaje motivó gran discusión. Tres B lo consideraba muy peligroso y recordó que tenían pendiente un litigio legal por su causa. Paloma también tenía muchos reparos.
-No podemos olvidar que es un número letal. La última vez Ubre Salvaje le dislocó una vértebra cervical a un cliente.
-Y le partió dos dientes… El ingeniero me lo contó. Dice que sintió como si le pegaran con dos bloques de cemento en plena cara y hasta se le nubló la vista – apuntó Soraya, la de la flor tatuada.
-No lo vi venir. Se me acercó demasiado en el momento que daba el giro… - se defendió Ubre Salvaje.
Entonces Tres B tuvo una idea salomónica.
-Que Ubre Salvaje haga su striptease dentro de una jaula, así no podrá descerebrar a nadie con sus tetas blindadas.
De inicio a Ubre Salvaje no le gustó mucho la idea pero Paloma logró disuadirla prometiéndole que el número sería espectacular; la jaula bajaría del techo con ella dentro vestida de pantera, habría muchos efectos especiales – humo incluido – y además, la jaula tendría dos orificios lo suficientemente grandes como para que ella pudiera mostrar sus feroces pechugas en toda su bravura. Finalmente, Ubre Salvaje aceptó.
Sin embargo, Tres B descartó enfática el número de Ondina la Vampira. Ondina había resultado ser una mujerona de Ohio muy sugestionable y algo despistada.  Una noche, poseída por su personaje de vampira, saltó hacia el público y le pegó un mordisco en el escroto a un cliente provocando un gran escándalo y poniendo en evidencia su total desconocimiento de por donde corre realmente la yugular. Ondina aceptó y se conformó con hacer solo su exhibición de latigazos y técnicas sado-masoquistas con la promesa de entregarle todos los instrumentos de tortura a Paloma una vez concluida la presentación. Paloma debía guardarlos bajo llave de inmediato para evitar cualquier incidente.
Tres B tampoco aprobó que Tita la fea se volviera a ofrecer de “punching bag” para aliviar el estrés masculino. Aunque muchos hombres pagaban bien por aporrearla, el espectáculo era denigrante. Tita aceptó a regañadientes. Pujó porque al menos la dejaran fungir de tiro al blanco por diez minutos - a pesar de que todavía tenía un ojo morado y una herida en la oreja - pero Tres B tampoco lo autorizó.
-Bien, niñas – dijo Paloma - aprobado el programa artístico para las tres noches, ahora vamos a evaluar los adelantos tecnológicos que hemos venido probando durante estos últimos tres meses.
El bidet eléctrico automático con agua tibia y secador de aire caliente de tres velocidades quedó desaprobado por unanimidad. Tuvo un solo fallo pero fue fatal: la chispa de un corto circuito le achicharró la tota a Bertolda y llenó de humo y peste a pelo quemado todo el burdel. Bertolda, apodada desde entonces la calva, agradeció la solidaridad.
El pene de aire comprimido tampoco pasó la prueba. La idea había sido de Paloma, siempre solidario y servicial con el prójimo. Fue a raíz del incidente de Garmendía. Su mujer lo sorprendió con otra y por despecho, le pegó el pene al estómago con cola fría. Garmendía, desesperado, se echó encima una botella de disolvente de poliuretano. Logró desengrudarse el miembro de la panza pero se lo redujo a la mitad y se lo marchitó para siempre. Entonces a Paloma se le ocurrió adquirir aquel dispositivo para brindar servicios especiales a clientes con dificultades. A Garmendía siempre le fue útil a pesar de los peligros del artefacto. Sin embargo, a Simón Aranguren - policía retirado que se había baleado accidentalmente el órgano viril al colocarse la pistola en la cintura – no le funcionó. Realmente, después del pistoletazo, Aranguren se había quedado muy alterado y con varios tics nerviosos. Quizás por eso la noche antes, mientras practicaba una suerte de sexo oral con Hiroko la japonesa, desconectó la válvula de seguridad del pene y el aire comprimido le voló los tímpanos a la pobre puta nipona. Tres B dictaminó que el adminículo no se volvería a usar jamás.
Aunque Hiroko no oía nada, intuyó que hablaban de su caso porque todas la miraban compadecida y cuando vio a Tres B echar al basurero los restos deshilachados del pene de aire comprimido hizo una profunda reverencia asiática a modo de agradecimiento.
Sin embargo, el “putímetro” sí quedó aprobado por unanimidad. Se colocaría a la entrada de cada habitación y marcaría el tiempo de servicio prestado. Además de indicar horas, minutos y segundos con exactitud, contaba con lector de banda magnética para facilitar el uso de cualquier tarjeta de cheque o crédito al momento de pagar. Verdaderamente algo revolucionario.
-Por supuesto, las tarifas se mantienen y hay que respetarlas – dijo Tres B mirando con sus ojos bizcos a Chupón de Fresa, quien bajó la vista avergonzada.
Tres B puso a discusión los auriculares inalámbricos personales con varios canales de música. El objetivo de los mismos era aminorar la bulla en el salón. Cada pareja podría bailar al ritmo de su pieza favorita sin necesidad de utilizar equipos de audio. Paloma se opuso de plano.
-Es lo más horrible que he visto en mi vida.  El salón se vuelve una cuerda de dementes gritando, gesticulando y haciendo contorsiones incomprensibles. Es aterrador verlos hacer el ridículo sin una  banda sonora.
-Tienes razón Paloma, pero debemos intentarlo. Recuerden la denuncia por culpa de Rita la gritona. Ustedes saben que cada vez que hace el amor emite unos sonidos espantosos y sobrenaturales que le  hielan la sangre a cualquiera y en el instante del orgasmo espanta un aullido de 130 decibelios que saca los clavos de la pared. Menos mal que pudimos construirle un cubículo a prueba de sonido. Pero desde la denuncia nos inspeccionan mensualmente. Debemos reducir el ruido al mínimo. Propongo probar los auriculares por unos días más.
-Está bien, Tres B, pero que conste que no me gustan y que no es justo que todas paguemos por los alaridos de Rita… ¿Por cierto, dónde está Rita?
-No me había dado cuenta que no estaba en la reunión. ¿Alguien sabe de ella?
En ese momento golpearon tres veces en el portón del burdel. Era la policía. Traían escoltada a Rita. Tres B se adelantó y preguntó qué había sucedido.
-No se preocupe, no hay ningún problema. Hoy una de sus chichas evitó una desgracia… Se la traemos escoltada porque anda desnuda 
-¿Qué pasó?
-Los vecinos nos llamaron asustadísimos por un ulular espantoso que les taladraba los oídos. Pensaban que era el aviso de un ataque aéreo. Nosotros acudimos a la casa de Marcial el libidinoso, de donde provenían los alaridos. Allí nos encontramos a Rita, desnuda y esposada de pies y manos a los pilares de una cama, mientras el libidinoso, en pelotas, yacía sin sentido en el suelo con una herida sangrante en la frente. Luego supimos que tras esposarla, el libidinoso se subió a un escaparate con la intención de dar un salto y encajarse de golpe en los placeres del meneo pero le falló un pie y aterrizó de cabeza en las losas de cemento. Si no llegamos a tiempo, el tipo no hace el cuento. Se salvó por los gritos.
Rita estaba muerta de vergüenza.
-Perdóneme Tres B. Le juro que yo trato de controlarme pero no puedo. Es que… padezco de SESP…
-¿SEPS? ¿Qué cosa es eso que te hizo faltar a la reunión, si se puede saber? – le preguntó Paloma a punto de saltarle encima.
-Síndrome de excitación sexual persistente… una de las otomías de mi vida- le respondió Rita.
Tres B comprobó que la explicación confundió aún más a las muchachitas y decidió ayudarlas.
-Es como un trajín repentino y constante en la entrepierna… un avispero… un toro desbocado que no hay quien lo ataje… ¿entienden?
Todas asintieron, dando muestras de que sabían muy bien de qué se trataba. Tres B dio por terminada la reunión. Paloma recordó que faltaba por evaluar al robot Roxxxy, último grito en la exposición de entretenimiento adulto de Las Vegas; una criatura de aluminio recubierta de espuma, de 1.73 metros de altura y copa C de sujetador, que era capaz de prestar hasta cien servicios sexuales en una noche.
Tres B miró a Paloma de arriba abajo con sus ojos estrábicos y sentenció:
-No creo en putas de artificio ni en tomates hidropónicos.  Mientras yo esté aquí todo será natural y orgánico. Y ahora déjenme sola con Rita. Tengo que hablar con ella.
Las chicas se marcharon en silencio. Tres B se acercó a Rita y le dijo, más monja que nunca:
-Rita, mi niña, hazte la idea que soy tu madre y ábreme tu corazón. Cuéntame las otomías de tu vida.
(Continuará)

martes, 13 de septiembre de 2011

EL PECADO ORIGINAL


A medida que avanzaba por la carretera en dirección a la playa, se acercaba la hora de enfrentarme a ella. ¿Cómo sería? Desde la noche anterior la había imaginado mil veces. Con el pelo corto, con el pelo largo… sonriente, seria… delgada, gorda… alta, bajita… de palabra fácil o de ceño fruncido... sutil o demoledora…  Ahora que al fin iba a conocerla, se me juntaban todas las imágenes y el resultado era un monstruo con las fauces abiertas a punto de devorarme. Abrí la ventanilla y suspiré hondo para que el aire del mar se llevara un poco de mi miedo. No se lo llevó.
Estacionamos al lado del cine. El sol estaba en el tope del cielo y el calor era asfixiante. Sin embargo yo tiritaba de frío. ¡Qué puñeteros pueden ser los nervios! Caminamos las dos cuadras que nos separaban de la casa 405. Al llegar al portón del jardín un pensamiento me detuvo en seco: no solo tú la juzgarás a ella, ella también te juzgará a ti…
Estuve a punto de echarme a correr pero huir ya era imposible. No había marcha atrás. Traté de animarme con un pensamiento positivo que a veces no es otra cosa que esconderte detrás de una auto-mentira piadosa: “Basta de susto. Sea como sea es una mujer que ha vivido más que tú. Tiene que ser inteligente y buena… ya verás...” Empiné los pechos y avancé.
Me bastaron tres pasos para cruzar la veredita y estar frente a ella. Ni tan siquiera se levantó del sillón donde se balanceaba en el portal. Tampoco me devolvió mi saludo entrecortado. Solo me miró, de arriba abajo, me inspeccionó con la precisión milimétrica de una tomografía axial computarizada mientras yo me derretía de terror. Luego intercambió una mirada suspicaz con la amiga que tenía sentada al lado y me pidió que me volteara. Lo hice, sumisa como un corderito. Sentí sus ojos tenaces traspasándome desde la nuca hasta los calcañales, barriéndome cada resquicio como un ultrasonido en tercera dimensión. “Solo falta que me suba a una camilla y me coloque un espéculo vaginal”, pensé.
-Ya puedes volverte… - dijo en un susurro.
No podía. Temblaba como una hoja. Finalmente, no sé cómo, logré girar sobre mis talones y volví a estar de frente a ella. Solo entonces me preguntó mi nombre y mi edad. Le respondí, eso creo. Otra vez se quedó en silencio, mirándome. “Seguro que ahora me pedirá que abra la boca para revisarme la dentadura, como les hacen a los caballos antes de comprarlos…”, me dije. No fue así. Simplemente sonrió. Una sonrisa distante y enigmática que reflejaba su convicción de estar frente a una más de las fugaces, breves, necesarias y transitorias forjadoras de la machi-hombría de su hijo... Luego desvió la vista y continuó hablando con su amiga. A partir de ese instante, y durante el resto del tiempo que duró la visita, yo simplemente desaparecí, me hice transparente, dejé de existir.
Sin embargo, por esas cosas de la vida y del Orinoco - que tú no entiendes ni yo tampoco - me convertí en algo inevitable y corpóreo imposible de obviar.
Han pasado muchos años desde aquel día. Hemos navegado juntas por muchos mares, hemos capeado temporales y hemos recalado en cálidas playitas donde a veces ha amanecido el amor. Sin embargo, siempre quedó una puerta cerrada, un sitio prohibido al que nunca tuve acceso. Quizás un puente que no supe tender o un miedo que ella no pudo superar. De toda esta jornada algo sí ha quedado claro: el pecado original no lo cometió Eva cuando se comió la manzana... fue cuando tuvo que “evaluar” a su primera nuera…

miércoles, 7 de septiembre de 2011

NINGÚN LADO...





Hay quienes se empeñan en obviar lo impepinable. Con Brígida Benedicta Benigna se volvió a demostrar que de eso no se escapa nadie…
El bultito amaneció un día en el pórtico de la entrada del convento de Santa María de Buenafuente del Sistal, antiguo monasterio cisterciense de la Común Observancia. Las monjitas, acostumbradas a lidiar con los subproductos del pecado, la bañaron, la vistieron, la bautizaron con las tres B y le alimentaron la panza y el espíritu.
Al cabo de años, retiros, meditaciones y oraciones, Brígida se convirtió en una de las Anas caritativas del convento. Salía todas las mañanas al terminar las Maitines. Limpiaba heridas, aseaba ancianos mugrientos e hidrofóbicos y despiojaba niños moquillentos. Aunque no lo sabía, Brígida cumplía un mandato inscrito en su mapa genético: expurgaba el mundo tratando de lavar los pecados de sus ancestros. Las monjas eran su única familia y su misión higienista era toda su vida. Por eso aquella noche, cuando Sor Escolástica Eduviges tocó a su brevísima recámara y le avisó que alguien la procuraba, sonrió convencida de que se trataba de una equivocación.
-No tengo parientes, hermana. Soy sola en el mundo.
-La señorita dice que trae noticias importantes de tu familia. Recíbela. Así salimos de dudas.
Brígida Benedicta Benigna lo aceptó como un designio divino, se vistió de prisa y fue hasta el portón. Allí la esperaba una joven de largo cabello color rojo tomate, tetas voluptuosas y empinadas sobre el escote, piernas largas - apenas cubiertas por una minifalda de cuero - y una boca sensual y a todas luces pecadora, pintada de bermellón. “Esto tiene que ser una confusión”, pensó Brígida. No obstante, con una mezcla de paciencia, condescendencia y curiosidad, la saludó.
-Buenas noches, señorita…
-Candela Alegrías, para servirle. Vengo de muy lejos, del otro lado de las montañas. Traigo el encargo de su madre de llevarla a cierto sitio.
-Tiene que ser una equivocación señorita Candela, yo soy huérfana de nacimiento.
-¿Usted no se llama Brígida Benedicta Benigna?
-Sí, ese es mi nombre pero
-¿No tiene usted un lunar de pelos en la nalga derecha?
-Sí ¿cómo sabe?
-¿Y no tiene usted seis dedos en cada pie?
-Sí, pero
-Pues usted misma es la que busco; así me la describió su madre antes de morir. También me dijo que tendría los ojos bizcos y las orejas caídas. No se haga de rogar y acompáñeme, tengo que cumplir la última voluntad de su madre o nunca más se me acercará un varón y, por si no lo sabe, las maldiciones de su madre se cumplen al pie de la letra.
Brígida Benedicta Benigna se quedó sin aire. Todo le daba vueltas. Evidentemente, la vida que había vivido durante 35 años empezaba a desmoronarse y una verdad, llena de sorpresas y peligros, se cernía sobre ella. Sor Escolástica Eduviges solo asintió una vez, con los ojos a punto de reventar por el azoro. Esa fue la aprobación tácita para que Brígida saliera del convento y se subiera al auto con aquella joven que había venido a desordenarle el mundo.
El viaje fue largo. Para ser exactos, duró cuatro días. Hicieron varias paradas para comer e ir al baño. Cuando a Candela le apretaba el sueño, simplemente se detenía a orillas de la carretera, echaba el asiento hacia atrás y dormía varias horas roncando como un estibador. Brígida, en cambio, no había podido pegar un ojo. Todo le daba miedo, sobre todo la sensación de estar irremediablemente perdida en compañía de una loca que para colmos, traía un incendio en la cabeza.
El último día de camino la cosa empeoró. A medida que se acercaban a su destino, Candela empezó a acicalarse como si se prepara para exponerse en una feria. Se depiló las cejas, se limó las uñas, se maquilló y se cambió varias veces de peinado. Hasta se sacó el sostenedor de ovalitos que llevaba puesto y lo sustituyó por uno de encaje negro con bordado de lentejuelas en los pezones. Todo eso sin dejar de manejar. Brígida estaba más blanca que un cirio del altar. Se dedicó a hacer un maratón de rosarios para no ver los postes del alumbrado público que a cada golpe de timón se le venían encima. Sin embargo, aún faltaba lo peor. Ante la mirada atónita de Brígida, Candela buscó en la cajuela una maquinilla de afeitar y procedió a rasurarse sus partes íntimas a la brasileña mientras cruzaban una céntrica avenida.
El primer encontronazo fue contra un hidrante. El segundo contra un estanquillo de periódicos. Cuando finalmente se detuvo el auto, Candela trataba de disimular su pubis a medio trasquilar y cruzado de arañazos mientras Brígida se sacaba de la boca el rosario que, por un tilín, estuvo a punto de tragar. Antes de que la policía se llevara detenida a Candela, esta alcanzó a darle a Brígida un sobre donde había unas instrucciones que debía seguir fielmente.
A Brígida le bastaron dos horas más de camino en autobús para llegar a su destino. Llegó en plena noche a la ciudad. Caminó hasta la calle de Los suspiros. La única claridad venía de varios anuncios lumínicos que parpadeaban nombres que no eran de fiar: “Rumichaca”, “Las terneras”, “Y eso creo”, “Las jaibas”. El corazón de Brígida latía desenfrenado. Al final de la calle vio un edificio de tres pisos, muy iluminado y con mucho lujo. En la portada tenía un letrero que decía: “Ningún lado”.  Al leer este último letrero Brígida recordó algo; abrió de nuevo el sobre y leyó las instrucciones. Al fin había llegado a su destino.
Entró y de momento el humo, la música y el murmullo de la gente la aturdieron y sintió como si toda ella se hiciera transparente. Sin embargo, fue todo lo contrario. Su presencia disonante se agigantó hasta lograr un completo silencio. Toda la actividad del sitio se detuvo y un grito rasgó de lado a lado el salón: ¡Una monja!
En el momento en que Brígida se desvanecía bajo el peso de todas las miradas, una mujerona la agarró en vilo y se la llevó hacia uno de los lujosos compartimentos.
Cuando Brígida volvió en sí, la mujerona – que se había quitado la peluca rubia y había dejado al descubierto su cabeza rapada- la abanicaba con un gran abanico de plumas.
-¿Te sientes mejor?
-¿Dónde estoy?
-¿Tú eres Brígida, verdad?
-¿No me digas que tú también sabes que tengo un lunar de pelos en la nalga? Dios mío, esto es una pesadilla.
-No, es la realidad. Bienvenida. Mi nombre es Paloma. Bebe este vaso de agua y escucha. Tengo que hacerte una historia.
Brígida Benedicta Benigna sintió un escalofrío. La verdad era inminente. Se bebió el agua de un tirón y miró a Paloma, excesivamente maquillada, estrictamente pelona, con una nuez de adán del tamaño de una naranja china, un vestido negro al ras de las ingles y unas sandalias que parecían un par de lanchas con tacón. Suspiró. Según las instrucciones, tenía ante sí al guardián de su secreto. Paloma se secó el sudor de la frente con un pañuelito, lo dobló con sus manazas de uñas largas y rojas y comenzó a hablar.
-Conocí a Linda cuando ella tenía 10 años y yo 8. Fue en el circo ambulante. Ya a esa edad Linda trabajaba. Se vendaba los ojos, se subía a un redondel de madera con los brazos y las piernas abiertas y dejaba que el bizco le lanzara cuchillos alrededor de todo el cuerpo. ¡Cómo aplaudían ese número! Yo tenía que conformarme con limpiar las jaulas de los monos y los elefantes… Pero Linda siempre me consolaba y me regalaba dulces y caramelos que compraba con las moneditas que le pagaban. Sin embargo, todo cambió cuando Linda cumplió 13 años. Por primera vez el bizco falló. Le clavó un cuchillo en el antebrazo izquierdo. Fue un susto tremendo. Esa noche el bizco, lleno de remordimientos, se bebió una botella de ron entera, agarró una pea descomunal y terminó violando a Linda. A los nueve meses naciste tú. Yo mismo te corté la tripa del ombligo con uno de sus cuchillos. Linda juró que tú tendrías mejor vida, te escondió en una de las cajas del mago y unos días más tarde te dejó en un convento. Luego escapamos los dos del circo. Deambulamos por el mundo hasta que vinimos a parar a esta calle. A partir de ese momento tu madre trabajó sin descanso. Limpió pisos, sirvió cervezas y consoló hombres hasta convertirse en la jefa de este boyante negocio. Nunca quiso buscarte, prefería que la heredaras después de muerta. Sentía vergüenza…
-¿De su… trabajo?
-No, de la bizquera. Y veo que no estaba equivocada. Eres igual que tu padre. Pero, en fin, lo importante es que ahora eres una mujer muy rica y poderosa. Eres la dueña de toda su fortuna. Aquí tienes su testamento y una nota escrita de su puño y letra.
El primer instinto de Brígida fue salir corriendo. Se imaginaba los ojos incesantes de Sor Escolástica Eduviges mirándola, sentada en aquel sitio. Se sobrepuso. Agarró el testamento y la nota. Desdobló esta última y la leyó:
“Solo te pido que no lo vendas. Si no lo quieres, déjaselo a la pobre Paloma a quien la vida ha maltratado hasta con un cuerpo equivocado. No me juzgues mal. No te abandoné en un convento, te casé con Dios. Con tamaño marido ningún desgraciado podía joderte. Si quieres seguir ayudando al prójimo quédate al lado de las putas, no hay seres que necesiten más ayuda espiritual que ellas. Además, nadie tiene que saber lo que haces. Si te preguntan dónde estás, le respondes que en Ningún lado… Tu madre”
Brígida Benedicta Benigna sonrió por primera vez desde que había salido del convento, miró a Paloma que la observaba expectante y le dijo:
-Del impepinable nadie escapa… muéstrame mi oficina.
Paloma aplaudió de alegría y la condujo por un pasillo largo hacia una gran puerta de cristal velado. Por el camino le preguntó pícara, guiñándole un ojo:
-¿El impepinable ese, es cosa de monjas…?
Sí. A Brígida no le quedaron dudas. Su vida había dado un vuelco de 180 grados pero su misión era inescapable...



viernes, 5 de agosto de 2011

UN EXTRAÑO SUCESO



Eso le pasa a cualquiera. Al menos eso te dicen. O te dices tú mismo para calmarte y restarle importancia. Lo cierto es que a mí me sucedió. Eran cerca de las doce de la noche. Todos en la casa estaban durmiendo y yo me levanté a tomar agua, a caminar por la sala, a hojear una revista, a leerme un libro, en fin, a tratar de pasar un insomnio más de la mejor forma posible. Alguna de esas cosas estaba haciendo, o tejiendo, ya no recuerdo bien, cuando sentí una suave y tibia presión en el hombro derecho. Tan distraída andaba que espanté aquel toque apremiante con un leve movimiento de espalda. Entonces regresó, esta vez más firme y tal vez un poco más frío. El contacto me erizó el espinazo. Me miré el hombro y… me espanté.

Lo primero que hice fue soltar lo que tenía en las manos y ponerme de pie. Fue algo instintivo, esa reacción ancestral de tensar los músculos para luchar o huir a toda velocidad. En ese momento me di cuenta que la mente ya no me pertenecía. Me había comenzado a girar a una velocidad desconocida que no podía controlar; quizás por eso todo lo que ocurrió después lo recuerdo como una memoria ajena, como un cuento que alguien me hubiera contado alguna vez. Fui caminando despacio hacia la puerta del patio. La abrí lentamente, como a través de varias cortinas de bruma. Salí y di unos cuantos pasos sobre la hierba en dirección a la cerca del fondo. Me detuve. La noche era oscura pero yo podía verlo todo con nitidez meridiana. Entonces me agaché y comencé a hacer un hueco en la tierra con las manos. Así estuve, hasta que tropecé con algo duro y redondo. Era un cofrecito. Lo soplé para limpiarlo un poco, le descorrí el pasador y lo abrí. Las estrellas dejaron de parpadear. Todo el universo contuvo la respiración. Yo tuve que tragar en seco.

Allí dentro estaba yo muchas veces, como reflejada en mil espejos. Era una sirvienta aramea, una prostituta griega, una esquimal mascadora de pieles de oso, una beduina experta en la danza del vientre, una gitana cartomántica, una plañidera del nuevo mundo, una caníbal del Caribe, una negrita algodonera de la Luisiana, una domadora de leones de un circo ruso, una comadrona Mapuche, una Sati carbonizada de Maharastra, una aprendiz de Geisha, una cazadora de canguros de Adelaide, una tejedora de alfombras de Asia Central, una princesa Yoruba y no sé cuántas cosas más. Siempre era yo. Solo cambiaba el lugar o el tiempo. Lo podía distinguir porque todas esas mujeres tenían mi misma mirada, mi mismo miedo… y esa terrible vocación por las causas perdidas que llevo enroscada en las entrañas.

¿Hasta cuándo voy a repetirme? El mundo tiene que estar harto de lidiar conmigo. ¿O será que no soy un ser vivo sino parte de la escenografía de la obra de la vida?

En esas divagaciones existenciales estaba cuando todas mis yo se escaparon del cofre hacia la noche formando un torbellino de chispas de colores. Allí me quedé, con el cofre vacío entre las manos y con una de mis más atroces sensaciones de soledad. Estaba temblando. El reto era enorme. Me tocaba empezar a llenar de nuevo el cofre. De mí dependía seguir manteniendo a todas mis yo inalterables o cambiarlas. A partir de ese momento todas ellas estarían hechas a mi imagen y semejanza… Entonces la bruma se hizo tan espesa que lo perdí todo de vista.

Cuando volví a abrir los ojos estaba en mi cuarto. Era pleno día. Me arreglaba frente al espejo. Me sentía contenta; canturreaba por lo bajo. Tenía la mirada limpia, un tanto atrevida. Me gusté muchísimo. Terminé de peinarme y salí al mundo. Fue un día excelente, como si de pronto hubiera dejado de ser invisible. Cuando regresé , me amaron mucho, como si también hubiera dejado de ser simplemente útil. El mundo era el mismo. Yo no.

Esa noche no tuve insomnio. Tampoco soñé. Sencillamente puse manos a la obra. Tenía ante mí muchas páginas en blanco. Empecé a llenarlas, poco a poco, con palabras sinceras, esas que nunca había tenido el coraje de escribir. Eso hago desde entonces. Construyo una mujer que lleva en la mirada todo el horizonte. Cuando termino una página nueva, la guardo en el cofre que ahora reposa debajo de mi cama. Invariablemente, cuando corro el pasador, empieza a amanecer… No sé si eso le pasa a cualquiera. A mí me pasó.

martes, 2 de agosto de 2011

MAMITA


¿Hasta dónde puede llevarte la vida…? Nunca se sabe. Uno cree que con los años y la experiencia ya nada puede sorprenderte pero eso no es cierto. Si no, pregúntenle a Mamita.

Su nombre completo era Epifania Carrazana pero todos le decían Mamita, un poco por cariño y otro por comodidad. Nació pobre, como nacen las almas viejas que ya han cumplido muchos ciclos. Se crió en la calle a fuerza de trucos y mañas para sobrevivir. Como era la mayor de 7 hermanos solo pudo llegar al tercer grado. A partir de ese momento debió quedarse en casa para cuidar de los más chicos. Para ese entonces su madre había muerto de un parto complicado y ninguno de los diferentes padres de las criaturas, incluido el de ella, asumió la responsabilidad que le tocaba.

Mamita hizo de todo. Pidió limosna, lavó ropa de cama, vendió botellas vacías y hasta robó. Eso sí, sus hermanos menores nunca se acostaron sin comer. Cuando cumplió doce años tenía cuerpo de mujer, ojos de gata y mirada de sabio. Empezó a recibir ofertas indecorosas pero las rechazaba todas. Estaba dispuesta a cualquier cosa menos a ser como su madre: una coneja culicaliente.

A medida que sus hermanos crecían, empezaban a ayudarla en el duro oficio de no morirse o simplemente se iban a vivir su propio destino. El mayor consiguió trabajo en un circo ambulante como cuidador de elefantes. La despedida fue breve y sin cursilerías. Para Mamita hasta las lágrimas eran un lujo. Las dos hermanitas siguientes, cuando cumplieron 9 y 8 años respectivamente, se fueron a vivir con una doctora viuda que no podía tener hijos y se moría de soledad. Mamita se las cedió a cambio de que se encargara de desparasitar y curarles la moquera a los tres hermanitos restantes.

A los pocos meses Daniel, el único que tenía los ojos azules, murió electrocutado en el parque. Se escapó a jugar bajo el aguacero y brincó sobre un charco donde había caído un cable eléctrico. La muerte fue noticia y los hizo saltar a la fama como titular de la crónica roja. No obstante, fue suficiente para que un político en campaña se apareciera en su cuartucho y se retratara con ellos mientras les entregaba una donación de ropa y comida. Mamita hizo verdaderos milagros para que el arroz y los frijoles le rindieran hasta más allá de lo posible. Lo mismo pasó con la ropa y los zapatos: los remendó hasta el punto de rehacerlos de nuevo. Al cabo de un año, estaba sumida en el más absoluto desamparo. Fue entonces que sobrevino la segunda tragedia.

Cesarito cayó redondo y totalmente morado en medio de la calle, ante montones de transeúntes sorprendidos. A Mamita la avisó una vecina. Ella atravesó el bochorno del mediodía a toda carrera hasta llegar al lugar, alzó al niño por los pies y le dio un golpe seco en el cocote. La semilla de mamoncillo se le desatoró y le salió disparada por la boca. Cesarito recobró el conocimiento y comenzó a respirar de nuevo pero ciertas funciones no pudo recuperarlas. No volvió a hablar y su cuerpo se hizo de trapo. Entre ella y Asunción, la más pequeña, se hicieron cargo de Cesarito.

Pasaron varios años y una mañana se apareció Esteban, el padre de Asunción, en el bajareque donde vivían. Le juró a Mamita que había dejado la bebida, que se había convertido a la religión bautista y que venía a hacerse cargo de su hija. Al principio Mamita no le creyó pero él insistió, juró por el señor y hasta derramó varias lágrimas. Asunción no quería irse con aquel hombre que decía ser su padre pero que para ella era un perfecto desconocido. Mamita le insistió pensando que eso sería lo mejor para ella. La vio partir al día siguiente. Sintió un nudo en la garganta y se apretó contra el cuerpo transparente de Cesarito.

La noticia no tardó. Esteban, en una borrachera, violó a Asunción y esta, como venganza, esperó que se quedara dormido y le reventó el cráneo de un botellazo. Ahora estaba en un internado de menores para niños delincuentes. Mamita fue a verla, tenía la cabeza rapada y la mirada perdida. Definitivamente ya no era Asunción.

Un año más tarde murió Cesarito. Se le complicaron unas fiebres y se le trancaron los riñones. Lo enterró triste y a la vez aliviada. Cuando se quedó sola no sabía qué hacer. No concebía la vida sin nadie a quien atender. Fue entonces que aprendió a hacer flores de tela y de papel. Recogía retazos que la gente botaba en la basura o a la salida de alguna fábrica y se pasaba las noches recortándolos, tiñéndolos y engarzándolos en alambres. Generalmente hacía margaritas de siete pétalos. La gente empezó a comprar sus flores y algunos hasta le hacían encargos. Una mañana, mientras se dirigía a entregar un ramo de 12 margaritas que le había encargado Ermenegilda, se detuvo en el quiosco de la esquina, se tomó un café y se compró un billete de lotería. Se sacó el premio gordo.

No se lo dijo a nadie. ¿A quién? Fue a cobrarlo sola y trajo el dinero para la casa en dos maletines. Lo primero que hizo fue comprarse una botella de ron, bebérsela de un tirón y agarrar una soberana borrachera en la que pudo recobrar sus lágrimas perdidas. Lo segundo fue contratar un abogado para defender a Asunción pero el caso se había puesto difícil. Ya había matado a dos niñas en el internado y había dejado tuerta a una guardiana. Su suerte estaba echada y nada podía hacer por ella. Entonces Mamita se subió a un ómnibus y viajó hasta la playa.

Buscó hasta que encontró una casita en venta y se la compró al contado. La amobló con muebles nuevos y la adornó con margaritas. Todas las mañanas nadaba una hora bordeando la orilla y luego regresaba con algún caracol nuevo. No tenía amigos. No sabía. Por las tardes leía libros que le intercambiaba a un librero viejo, única persona con la que conversaba durante horas. Por las noches veía televisión hasta que se quedaba dormida con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.

Nadie se dio cuenta el día que no fue a nadar. Solo el librero, al cabo de varios días, fue a pedirle un libro que le había prestado. Se la encontró tirada en el suelo. La sentó en el sillón de cuero, le trajo agua pero ella no pudo beberla. Tampoco verlo ni responderle ninguna pregunta. Era como un cuerpo sin alma. Le había dado un derrame. Murió al año, sola en una sala de hospital.

Algunos juran que han visto su fantasma nadando temprano cerca de la orilla. Otros, que sale a cuidar niños callejeros para que nada malo les pase. No falta el que asegura que en su tumba sin nombre todas las noches aparece una margarita de siete pétalos. Lo cierto es que Mamita se fue de este mundo y hoy habita en otro. A lo mejor no es tan duro y difícil como este que le tocó vivir pero a ella nada la toma por sorpresa. Ella sabe que la vida puede llevarte muy lejos. Por eso viene de vez en cuando a ayudarnos.

miércoles, 20 de julio de 2011

UN SECUESTRO EN MIAMI


Uno cree que eso no le va a pasar nunca, que son cosas distantes, inmateriales o ajenas que solo suceden en los noticieros, los seriales policíacos o las películas… pero el día menos pensado la cosa se materializa y te viene encima. Eso me ocurrió a mí… ¡y de qué manera!

Trabajaba, en este mi trabajo de hilvanar palabras desechando las huecas y escogiendo las más precisas, cuando el teléfono empezó a vibrar descompasadamente y se deslizó por todo el escritorio con estertores de mal augurio. Yo no me percaté de inmediato de los rebullones que revoleteaban sobre aquella llamada y respondí al sesgo, sin dejar de mirar la pantalla de mi computadora. La voz descascarada de mi suegra me llegó un tono más alto de lo habitual:

-¡Secuestraron a Pepe… y lo van a ma… a matar!

La primera reacción fue un típico frunce de ceño, ese que siempre hago ante las entrañables chocheces, cada vez más originales y delirantes, de mi octogenaria suegra.

-Vieja, ¿se tomó la pastilla de por la mañana?

-Sí, mijita, pero préstame atención, me llamó un hombre y me dijo que Pepe tuvo un accidente y se lo llevaron unos hombres y lo van a matar… ¡ay, me estoy muriendo del susto! Yo le di tu número al hombre para que te llame… creo que me… que me… que me voy a desmayar…

La angustia era auténtica. O era cierto o ya la vieja había traspasado el umbral de la cordura y navegaba a 80 millas por el mundo de las alucinaciones. Traté de calmarla.

-No se asuste vieja. Eso seguro fue un equivocado. ¿Dijo cómo se llamaba?

-No. Solo que secuestraron a Pepe y lo van a matar. ¡Ay, Dios mío, yo me quiero morir!

-Tranquila. Voy a colgar para llamar a Pepe. Yo te llamo en cuanto hable con él.

Le colgué pero ya la posibilidad de que se tratara de algo real se me había instalado en las rodillas y me las había vuelto de trapo. Marqué el número de Pepe. Timbre. Timbre. No había respuesta. Sentí que me empezaba a faltar el aire. Traté de volver a marcar pero entró imperiosa otra llamada a mi teléfono.

-¿Sí?

-Oiga señora, la llamo para decirle que su esposo tuvo un accidente. Le pegó a una motora y vinieron unos morenos y le cayeron a golpes… después se lo llevaron para un “building” y lo tienen secuestrado… dicen que lo van a matar…

La voz del hombrecito desconocido, con un inconfundible acento puertorriqueño, me pegó como un latigazo en el estómago y me pulverizó los últimos remanentes de razonamiento lógico que me quedaban (que, por cierto, no son muchos). A partir de ese momento se me soltó ese macho cabrío que tengo por imaginación. Visualizaba a mi esposo favorito, amarrado a un taburete, con un pañuelo metido en la boca, todo golpeado y ensangrentado, muerto de miedo y con dos ‘prietos’ apuntándole a la cabeza con una pistola.

-¿Pero dónde está, por su madre? ¿Por qué no llama a la policía?

-No, no, no, a la policía no la llame que se lo matan. Mire, yo lo único que quiero es ayudar…

-¡Entonces ayúdeme! Dígame dónde está para ir a salvarlo

-Si viene lo matan, señora. Los morenos lo que quieren es dinero para arreglar la motora. Dicen que 1,500 chavos… o lo que usted pueda…

El cerebro, o más bien el anti-cerebro, me giraba a mil revoluciones por minuto.¿1,500 pesos? ¿O lo que yo pueda? Estos secuestradores no tienen mucha clase. Casi que están pasando el cepillo, pensé.

-Fíjese, señor, tengo que colgarle para llamar a mi hijo y buscar el dinero, yo lo vuelvo a llamar

-¡No me cuelgue!- me interrumpió casi histérico el “buen samaritano”- ¡Si me cuelga lo matan!

-Bueno, pues quédese ahí esperando en el teléfono y hágase el que está hablando conmigo que yo tengo que buscar el dinero

-No, no, no y no. No me deje aquí, no me corte la llamada o lo matan, ¡lo matan!

-¡Coño, tranquilícese, que aquí la que está a punto de quedarse viuda soy yo, carajo!

Lo impresioné. Se quedó callado. Tapé el teléfono celular y por el fijo volví a insistir al móvil de Pepe. Nada, no contestaba. Colgué. No tengo ese dinero, pensé. ¿Qué hago? Lo pido prestado. ¿Pero a quién? Ya sé, mejor les ruego que me hagan una rebajita. Iba a agarrar de nuevo mi celular para hablar con el hombrecito cuando sonó el timbre del fijo.

-¿Qué pasa, mamucha? Tengo como 100 llamadas tuyas ‘perdidas’

-¿Eres tú, Pepe? ¿Dónde estás, so desgraciado?

-No ofendas. Estoy saliendo del quiropráctico

-¿Saliendo del quiropráctico? ¿De verdad? ¡Júramelo! ¡Júramelo por lo virgen de las 5 llagas!

-Te lo juro pero… ¿Te sientes bien? Suenas un poco desquiciada

-¿Seguro que no estás secuestrado?

-¡Que no, mujer, que estoy saliendo del quiropráctico! Por eso no pude contestar ninguna llamada. Te exigen que apagues el celular porque… ¡¿secuestrado dices?! ¿De dónde has sacado tú eso?

-Espera un minuto, no me cortes, voy a terminar algo que dejé a medias y enseguida te cuento

Coloqué el auricular sobre la mesa y me pegué el celular a la oreja.

-Señor 'buena persona' ¿está usted ahí todavía?

-Sí, pero no me deje esperando más tiempo, mire que los morenos están a punto de matar a su esposo…

-Sí, mi 'pobre esposo', un joven alto él, esbelto, de pelo rubio y ojos azules, tipo Brad Pitt ¿no es cierto?

-Sí, sí… ¿ya tiene el dinero, señora? Los morenos dicen que se transan por 800… o por lo que usted pueda…

-Sí que están ‘pelaos’ esos morenos ¿eh?… Ahorita se conforman con un plato de arroz con frijoles… ¿Sabe qué? ¡Váyase al mismísimo carajo! Mi marido es viejo, canoso y barrigón y acaba de salir del quiropráctico, atracador de quinta, delincuente de mierda, hijo de p… aquí tengo su teléfono en mi celular y se lo voy a dar ahora mismo a la policía para que lo metan preso so cabrón, fullero, tarrú…

Seguí desbarrando por un rato hasta que me di cuenta que el tipo ya me había colgado. Yo todavía estaba temblando. Era una mezcla de ira y miedo. Más tarde, mi esposo favorito y yo hicimos el reporte a la policía y nos enteramos que el número telefónico pertenecía a un celular de Caguas, Puerto Rico. También supimos que esa misma estafa la habían utilizado para timar a otras personas con mayor o menor suerte y que la policía ya tenía conocimiento del asunto.

Cada vez que me acuerdo siento un trallazo de adrenalina del ombligo para adentro. Me revienta lo fácil que me embaucaron. No se me ocurrió preguntar cómo se llamaba el secuestrado, ni cómo era, ni de qué color era el auto que había chocado con la dichosa ‘motora’… ¡Nada! Me dejé llevar por la emoción y desconecté las pocas neuronas que aún me flotan dentro del cráneo… Solo atinaba a “ver” a Pepe amarrado, con los ojos desorbitados por el miedo, mientras los morenos - con los pantalones por las rodillas - le hacían ruedo con sus pistolas en la mano y se reían, mostrando sus dientes de oro… tipo Pedro Navaja...

Por eso se los cuento, para que estén prevenidos. Y para que prevengan a las personas mayores de su familia. Mi suegra todavía está gaga del susto.