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miércoles, 3 de noviembre de 2010

EL SECRETO DEL SASTRE (Final)


Con los vapores del verano, entre hipos y vahídos, desembarcó Lola en San Cristóbal de la Habana, justo en el momento en que el día se disolvía lentamente en una noche llena de estrellas. Ella fue la primera en divisarlo desde cubierta. Avistó su sonrisa detrás de un ramo de flores y volvió a sentirse dueña del mundo. Se lanzó corriendo hacia él y se abrazaron, al pie de la escalerilla, con la impetuosa urgencia de un par de novios que lleva tres años sin verse. Lola besó a Luís intensamente, como escudriñándolo, y navegó por sus venas hasta llegarle al corazón. Allí encontró intacto su amor por ella y también un aleteo de tojosas totalmente nuevo que le erizó la nuca y le encendió las mejillas.

En el trayecto hacia la casa Luís le contó, con voz atropellada, los últimos pormenores de sus vivencias. Ella lo escuchó en silencio mientras la tibia brisa de la noche habanera le acariciaba el rostro. Cuando por fin llegaron a la pensión, Luís le mostró orgulloso el cartel de la sastrería. Allí estaban José Manuel, su esposa Francisca, Doña María la chuetona y el resto de los pensionistas. Toda la casa estaba adornada con flores y guirnaldas. Le dieron la bienvenida a la recién llegada con una espléndida cena y celebraron el matrimonio con varios brindis y hasta unos versos que improvisó José Manuel. Después del último licor, todos se marcharon discretos.

Lola entró al cuarto con la bata de seda que había bordado con tanto esmero para su noche de bodas y se encontró con la mirada de Luís. Una mirada desconocida, habitada por una alegre tristeza. Lola le acarició los cabellos.

“¿Pero qué te pasa man jelén?

“Es el cansancio… Después de mi enfermedad me canso mucho”

“No digas bobadas Luís, la que debiera estar deshecha de puro cansancio soy yo. Acabo de atravesar el océano…”

Lola poseía un don especial para leer los pensamientos ajenos y ver a través del tiempo y el espacio, sin embargo, lo que vio en los ojos de Luís no lo pudo entender. Era una visión confusa. Luís se sumergía gozoso en un río color esmeralda hasta desaparecer mientras ella se quedaba en la orilla, esperando. De pronto, del río brotaban unas lenguas de fuego que alcanzaban su cuerpo y la arrastraban hasta el fondo. Lola trató de disimular el terror que le produjo aquella visión. Prefirió enfocarse en la delgadez de su marido.

“Que no es nada Luís.... Estás más delgado, es cierto, pero ha de ser por las panzadas de hambre… Seguro que no has comido bien desde que llegaste… Ya verás como me ocupo de alimentarte, mi amor…”

El le besó las manos y el cuello. Lola se despojó de su bata de seda y su cuerpo de conjuros y estrellas llenó todo el espacio de magia. Luego se desató el moño y una cascada de pelo negrísimo y ensortijado le envolvió los hombros y le cayó hasta la cintura. Su imagen era tan bella que parecía irreal. Luís quedó extasiado por sus senos perfectos, su vientre plano, su pubis frondoso y el olor a lirios que emanaba de su sexo. La estrechó contra su cuerpo y fue entrando dentro de ella, despacio, disfrutando de aquel templo tibio y húmedo que se abría como un capullo, hasta que el tintineo de las pulseras y los aros de Lola fueron desatando un frenesí y los movimientos se hicieron sensualmente rítmicos. Lola lo amó con su amor sincero y gigante y Luís sintió que la ternura le rebosaba el corazón. Todos los suntses de Lola se hicieron presentes. Venían cantando coplas y romanceros llenos de pasión y ensueño y tapizando las paredes del cuarto de nardos y azucenas. Con el último acorde de una guitarra gitana, Lola se puso rígida y sintió que al alma se le licuaba y se le escapaba como un torrente del cuerpo y Luís no pudo resistir tanto sentimiento y, en un espasmo, se le entregó profuso y cálido. Ambos suspiraron a dúo. Fue un suspiro con olor a flores que invadió toda la pensión, haciendo gemir de gusto a los desprevenidos inquilinos en medio de la noche. Luego, aquel perfumado torbellino escapó por las ventanas y subió hasta la luna, haciéndola sonreír. Lola y Luís se quedaron abrazados, embriagados de tanto amor. Con cada respiración, Luís rozaba los pezones tibios y sudorosos de Lola y con cada roce, se iban encendiendo luceros hasta que el cielo quedó totalmente iluminado y las gaviotas, confundidas, creyeron que ya había amanecido y echaron a volar. Cuando al fin Lola cerró los ojos, Luís trató de descansar pero un par de chispas verdes se instalaron en una esquina de la pieza y desde allí despabilaron a los amantes por el resto de la noche…

Al día siguiente, cuando apenas clareaba, llegó Zobeida. Venía, con su turbante blanco y su excitante olor a canela, a hacer la limpieza. Luís la atajó en la acera y le pidió que no volviera nunca. Ella lo miró misteriosa y sonriente y por su sonrisa terminó de salir el sol. Se fue caminando despacio, moviendo sus caderas seductoras y dejando tras de sí una estela con olor a miel trasegada. Luís la siguió con la vista y sintió que perdía un pedazo de sí mismo.

A partir de ese momento Lola se encargó de la limpieza. El cuarto y la sastrería no eran muy grandes y lograba dejarlo todo reluciente antes de media mañana. Como le sobraba tiempo, Lola tomó posesión de la cocina de la pensión. A fuerza de sopas mallorquinas, frito de matanzas, arroz brutt, escaldums de pavo, tumbets, berenjenas rellenas, dentón al horno, paletillas de cordero, crespells, cocas de patata, espinagadas, sospiros, trampós y ensaimadas, Lola intentó borrarle a Luís aquellos nubarrones de tristeza que le cruzaban la mirada sin explicación alguna. A pesar de su esfuerzo, lo único que consiguió fue hacerlo aumentar varios kilos.

Al mediodía, cuando Lola terminaba en la cocina, se trasladaba a la sastrería. Sus manos parecían dos mariposas revoloteando por todo el lugar. Hacía dobladillos, pegaba botones, remataba ojales y ajustaba pinzas, todo eso mientras cantaba con voz nítida una copla gitana o un pasaje de la Mazurca de la Sombrilla, de Luisa Fernanda o de Los gavilanes, siempre secundada por los agudos de barítono de Luís. Los transeúntes se detenían en la acera a escucharlos y más de uno decidió hacerse un pantalón en la SASTRERIA VALLDEMOSA con tal de disfrutar de una de sus alegres cantatas vespertinas.

Para Lola todo era casi perfecto. Las visiones y los acechos que la acosaban desde Mallorca habían disminuido notablemente y su vida parecía la mismísima felicidad. Sin embargo, para Luís era diferente. Sus largas noches, perseguido por los fogosos recuerdos de Zobeida, eran una sudorosa tortura. No había vuelto a verla desde la mañana que la despidiera. La necesitaba, la deseaba con un apremio que le apretaba la boca y le punzaba las ingles. Amaba a Lola con toda su alma pero de un modo diferente. Era un sentimiento hecho de luna y estrellas que le encadenaba el corazón. Nada comparable a la pasión incendiaria de aquella negra con cuerpo de diva y ojos de gata en celo que le desbocaba las fantasías y le flagelaba la carne.

Una tarde, Luís salió con el pretexto de entregar dos trajes de petronio en la mansión del Conde de Lagunillas. La buscó por toda la ciudad. La encontró al anochecer saliendo de una bodega. La arrastró en vilo hasta un rincón apartado del callejón del Chorrito y allí mismo se amaron con fiereza hasta que Zobeida se bebió toda la luna que a Luís le navegaba en las venas y él le hizo gastar toda la manteca de majá que ella cargaba encima. Ambos quedaron exhaustos y plenos.

Luís llegó tarde a la casa esa noche. Traía la culpa en la mirada y se salvó de ser descubierto por cosas de la muerte. Fue Doña María. Nunca se supo si fue la comilona de cayos a la madrileña o el golpe que se dio en la cabeza al resbalar en la tina del baño. El Doctor Montes de Oca se limitó a certificar que había muerto de muerte natural.

Doña María le heredó a Luís la pensión y todo el dinero que logró acumular con su ayuda. Por esa misma época le ofrecieron a Luís un jugoso contrato para confeccionar los uniformes de los oficiales de la marina. José Manuel brincaba de alegría.

“Que nos ha llegao la buena suerte, tío…”

Lola replicaba, con su genio de gitana sabia:

“Qué suerte ni qué año de las nieves, José Manuel. Esto no es más que la cosecha de una buena siembra… que bien duro que trabajó mi Luís para llegar hasta aquí…”

La SASTRERIA VALLDEMOSA pasó a ocupar toda la pensión. Algunas ventanas quedaron convertidas en vitrinas donde colocaron unos pálidos maniquíes ataviados con trajes de casimir, frescolana y astracán. Para esa época Luís ya era reconocido como uno de los mejores sastres de toda la isla. Los operarios aumentaron a doce.

El matrimonio se mudó a una casa nueva de dos plantas, con un gran patio interior repleto de gardenias y una fuente con tres leones de piedra que refrescaban los mediodías con el susurro de sus gorgoteos. La casa estaba en la calle de Egido. De un día para otro se convirtieron en Don Luís y Doña Lola y aunque seguían trabajando sin descanso, comenzaron a darse ciertos gustos propios de los más adinerados. Los domingos almorzaban en El Castillo de Farnés o en la Zaragozana y luego iban a pie hasta Dragones y Zulueta, donde estaba el Teatro Martí, para no perderse un espectáculo de la compañía de Suárez y Moreno. Por ese entonces, el Teatro Martí era conocido como El Templo de la Zarzuela. A Lola y a Luís les bastaba ver la obra una sola vez para aprenderse todas las canciones y cantarlas de memoria al día siguiente en la sastrería, para el disfrute de los marchantes y los sorprendidos transeúntes.

Los días eran alegres y luminosos. Las noches, sin embargo, eran más tristes. Don Luís se deshacía en suspiros de hombre dividido. Sentado en la enorme saleta de la casa, pasaba horas rumiando su íntima tragedia. Lola no lograba animarlo ni con mimos, ni con castañas asadas. Tampoco sus promesas y velones a Santa Sara daban resultado. Nada podía evitar que su Luís se convirtiera en una sombra que se deslizaba por las madrugadas con el alma partida en dos mitades. Ella fingía no darse cuenta pero lloraba a hurtadillas sabiendo que se trataba de aquella fuerza misteriosa que se lo disputaba desde antes de su casamiento y que ciertos días flotaba con insolencia entre los dos cuando hacían el amor.

Algunos mediodías Luís salía a estirar las piernas y regresaba tarde y con el espíritu ligero. Lola lo recibía bajo sus sábanas tibias y aunque no decía nada, sentía el mismo miedo que le provocaran las cartas que le leyera allá en Mallorca la niña de los bucles. Sabía que luchaba contra un fantasma muy poderoso con olor a canela que le descolocaba los sueños. Especialmente uno, recurrente, donde Luís era totalmente devorado por las llamas de un fuego enigmático que reía con risa de mujer…

“¡Tengo que hacer algo o este secreto me va a volver loca!”

Una mañana se vistió temprano, agarró la estatua de Ishtarí que había traído de Mallorca y se fue con ella a buscar la bendición del mar. Estuvo con los pies metidos en el agua hasta el atardecer, escuchando lo que le decían las olas. Esa misma noche le dijo tajante a Luís:

“Vamos a tener una hija. Será bajita y zamba como tu madre y geniosa como la mía; tendrá mis mismos ojos y será tan terca como tú… Pero necesitaremos la sangre de tres gallos para el rito gitano de Ihtimaya… Esta niña será la primera de nuestros tres hijos”

A Don Luís no le cupo la menor duda. Lola lo adivinaba todo, o casi todo… El vaticinio se cumplió al pie de la letra. La casa se llenó de la alegría y las diabluras de tres niños preciosos, dos hembras y un varón, que nacieron en escalera. A Lola ya no le quedaba tanto tiempo para ayudar a Luís en la sastrería. Apenas hablaban durante el día y aunque por las noches seguían fundando luceros con el roce de sus cuerpos, sus rutinas dejaron de estar tan unidas como antes.

Don Luís ahora viajaba por todo el país cerrando contratos o haciéndole un traje a la medida a algún hacendado rico capaz de pagar sus exclusivos honorarios. Se ausentaba de la casa durante días y siempre regresaba con juguetes para los niños y un lujoso regalo para su esposa. A veces unos aretes de diamantes, otras un dije de coral, casi siempre una pulsera de oro. Luís se los entregaba con la misma risa con la que le había robado el corazón la noche que lo conoció. Ella los recibía feliz.

“Me camelas con tu sonrisa más que con el oro, man jelén…”

Sin embargo, Lola no podía dejar de advertir, en el fondo de la mirada de su amado, las chispas intrusas que le aguijoneaban el alma desde hacía tanto tiempo. Un día la dominó la furia. Lanzó los aretes al suelo y pidió con todas sus fuerzas de gitana que la maldición de los clavos de Cristo cayera sobre aquella presencia intangible que jugaba a las escondidas con su vida.

Esa misma noche se arrepintió. Recordó a Pharvano, el faraón malvado por cuya arrogancia su pueblo gitano se había quedado sin tierra y había sido condenado a vagar sin rumbo. Pidió perdón. Las shuvanis como ella sabían muy bien que la magia se vuelve contra uno mismo cuando se invoca con soberbia. A medianoche se dio un baño con agua de flores rojas y salió al patio desnuda para que la purificara la luz de la luna. Después subió a la alcoba. Luís dormía plácidamente. Sí, era un marido perfecto, un padre amoroso pero el hombre… el hombre no era suyo. Se acostó a su lado y lloró en silencio hasta que se dejó vencer por aquel misterioso y tibio olor a canela que la enloquecía y lo amó hasta sentir que se amaba a sí misma…

Una tarde en la sastrería, José Manuel ayudaba a Luís a doblar unas chaquetas de gabardina. Sin pensarlo dos veces, le dijo a boca de jarro:

“Que no puedes seguir así Luís…”

“¿Así cómo?”

“Estás acabando con tu vida, tío… Tienes que decidirte por una de las dos”

“¿Por cuál te decidirías tú, mi buen José Manuel…? ¿Te imaginas un día interminable, un día que no acabe nunca, con el sol abrasándote la piel de puro gozo…? Esa es Zobeida. ¿Y una noche infinita? ¿Una noche donde se multipliquen las estrellas y la luna se haga cada vez más grande hasta hacerte estallar el corazón…? Esa es Lola. Amo a dos mujeres perfectas… Esa es mi bendición y mi castigo…”

Terminaron de doblar y empaquetar las chaquetas en silencio. José Manuel cerró la sastrería y se marchó. Camino a su casa no pudo evitar las lágrimas. Sentía un cariño especial por Luís y no podía entender las cosas de la vida. Luís lo tenía todo. Y a veces todo es demasiado para un sólo hombre…

Los días siguieron pasando, uno tras otro, rigurosamente iguales e inevitables, salvo aquellos que se distinguían por los deliciosos excesos de los eclipses de luna y las sofoquinas exuberantes de los solsticios de verano, con los que aquel amor exuberante y tríptico se sintonizaba cada vez más con el universo.

A Don Luís se le platearon los cabellos y a Doña Lola se le cascó un poco la voz. En unas navidades, Don Luís se desmayó a mitad de la cena. Tras varios exámenes, el médico corroboró que se trataba de una dolencia seria. Don Luís perdía el aliento y se ahogaba ante el más mínimo esfuerzo. Su corazón ya no podía seguirle el paso a su ánimo insaciable. Muy a su pesar tuvo que someterse a un nuevo ritmo de vida y por primera vez, desde que había llegado a aquella tierra maravillosa, sus tijeras de sastre enmudecieron en un rincón.

José Manuel lo visitaba todos los mediodías y pasaba horas junto a él rememorando sus buenos tiempos y celebrando la gran amistad que los unía desde el lejano día de su desmayo frente a la bodega de Don Paco. Lola le preparaba caldos de sustancia y cocas de cuatro y lo mimaba como si fuese un niño. Sus hijos y nietos venían a verlo todas las tardes y lo halagaban al extremo pero nada era capaz de aliviarle a Don Luís aquella desolación que se le escapaba sin remedio por los ojos. Ya no podía salir a estirar las piernas…

Una noche, mientras Lola le acomodaba los almohadones y le arrebujaba los pies en el edredón, Luís le atrapó las manos y mirándole a los ojos le dijo:

“No te merezco, Lola…”

“Otra vez con eso, Luís… Tú eres el hombre más bueno que he conocido en mi vida. Descansa que mañana te sentirás mejor. Lo que tú tienes es morriña por tus tijeras”

Luís cerró los ojos y Lola dejó escapar dos gruesas lágrimas. Sí, él era el mejor hombre de la tierra pero ella nunca había podido traspasar sus murallas… Ni el ángel de su nacimiento, Nelkhael, el buscador insaciable de la evidencia, había podido ayudarla a desentrañar aquel misterio que la sublevaba y al final, terminaban por rendirla… Había vivido toda la vida en un siete de Bastos… pero ya habían pasado muchos años, demasiados… Su matrimonio se había convertido en el Peñón de Gibraltar. Era más fuerte que su orgullo, sus miedos y sus certezas… A fin de cuentas, ella no sabía el secreto pero siempre había sabido la verdad…

Esa madrugada la despertó el ronquido irregular de Luís. Con los ojos cuajados de lágrimas Lola se levantó y llenó una jofaina de agua con sal. Siguiendo la tradición gitana, le lavó el cuerpo mientras le rezaba a Develski, la madre tierra, para que acogiera sus restos, y a Undebé, el Dios de los calés, para que guiara su alma hasta Rhayo, la otra tierra gitana que existe por encima de las estrellas. Unos minutos antes del amanecer, susurró una oración: “Undebé, tu que pué más qu’er Mengue, ustiba a man jelén” “Dios mío, tú que puedes más que el diablo, recibe a mi amor…”

Luís no volvió a despertar. El velorio fue muy concurrido. Lola, vestida de riguroso luto, estaba sentada muy cerca del féretro. Había hecho colocar dentro del ataúd las joyas de su marido junto a varias monedas de oro. Ella personalmente había rociado el cuerpo de su amado con su bebida predilecta y había encargado la zarza que debía sembrarse sobre su tumba. Sus hijos la colmaban de atenciones y cuidados pero ella estaba demasiado atenta a los ritos que debía seguir, al pie de la letra, para que Luís tuviera un entierro gitano. Así podría volver a verlo en el cielo de los calés…

A las doce de la noche se silenció por completo el murmullo del velorio. La luna entró de golpe por una de las ventanas de la capilla y bañó a Lola de pies a cabeza. Una ráfaga de viento frío recorrió el salón y apagó las velas. Lola sintió la mano de su abuela Samara posada en su hombro. En ese momento, por la puerta principal, hizo su entrada una mujer soberbia.

Era una negra que, a pesar de los años, parecía una escultura de ébano. Venía vestida con una saya azul de siete vuelos, un turbante en la cabeza y sus collares multicolores serpenteándole sobre el pecho. Traía en sus manos un ramo de girasoles. Su mirada verde llenó de chispas el ambiente y su olor a canela inquietó a los presentes.

Se acercó con paso largo y firme hasta el féretro. Una vez junto a este dijo, con voz profunda y ancestral: “Okú” “Que tu espíritu sea luminoso” Luego, en un tono más bajo, como cantando: “Aiye Oja, Orún, Ile Wa” “La tierra es un mercado, el cielo es nuestra casa…” Dicho esto, depositó el ramo de girasoles con suma suavidad sobre el regazo de Luís y comenzó a rociar todo su cuerpo con Omiero. Cuando terminó, lo miró largamente, en absoluto silencio, mientras las lágrimas le corrían profusas por sus negras mejillas. Junto a ella estaban sus cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, que miraban recelosos en todas direcciones. Finalmente, Zobeida se secó las lágrimas y levantó la vista.

Primero miró a José Manuel, que la observaba incrédulo. Le asintió a modo de saludo. Luego miró a Lola. Fue una mirada intensa. Lola pensó que tenía frente a sí a Sara la Kalí, la virgen negra de los gitanos, con su saya milagrosa capaz de flotar sobre el mar. La miró más detenidamente. No. No era Sara la Kalí. Era la Iyalode Ochún, la diosa coqueta de los Yorubas. Entonces vio con claridad que el río de esmeralda de todos sus desvelos manaba de aquellos ojos encantados. Luego se fijó en su boca y comprendió que el remolino de fuego que reía con risa de mujer en sus pesadillas nacía de esos mismos labios. Por último vio a Luís flotando a la deriva sobre su piel canela y se descubrió a sí misma gimiendo de placer. El impacto la dejó sin palabras.

Zobeida se secó las lágrimas y se acercó a Lola con pretendida altivez.

“Siento mucho la muerte de su esposo… ”

Hizo un gesto de despedida. Parecía que ya iba a marcharse cuando se detuvo y se le acercó aún más. Lola llamó con urgencia a sus suntses, invocó al mulla de su abuela shuvani y puso en alerta todas sus armas de gitana. Sus antepasados la rodearon, prestos a defenderla con sus puñales de lavar la honra y las navajas de pelear el Sitra Acha. Lola reconocía que tenía ante sí a un ser majestuoso, protegido por recios Orishas, armados con hachas y flechas y comandados por el mismísimo Tiemblatierra.

Se miraron en silencio por varios minutos. Más que dos mujeres eran dos reinas que enfrentaban sus imperios por primera vez. La tensión era tan fuerte que el aire se llenó de electricidad y por donde quiera saltaban chispazos. Finalmente Zobeida replegó a sus guerreros, suavizó el rostro y le dijo a Lola, con la humildad de quien se sabe alteza:

“Yo fui el deseo, señora. Usted el amor… Los tres, el cielo”

Zobeida dio media vuelta y se alejó hacia la puerta, con el paso inconfundible de una pantera herida. Sus hijos iban detrás, en silencio. Lola los siguió a todos con la vista hasta que se perdieron en la noche. En ese momento el aire se llenó de presagio y hasta la luna dejó de respirar y se apartó de la ventana.

Lola se puso de pie. José Manuel comenzó a aproximársele presintiendo un estallido de celos. Ella lo detuvo en seco con su mirada y lo hizo retroceder. Con dificultad, Lola dio varios pasos hasta llegar al ataúd. Se inclinó sobre el cuerpo de Luís y lo miró pensativa. Allí yacía el hombre por el que había estado dispuesta a enfrentar todas las maldiciones gitanas; el hombre junto al que fundó luceros y cometas… El que le enseñó la risa y por el que aprendió las lágrimas… Un hombre perseguido de cerca por un fuego despiadado… un fuego que la había hecho luchar con uñas y dientes contra ella misma, contra aquellas llamas que en las madrugadas trataban de robarle todo lo que tenía y a la vez la embriagaban de gozo…

Sintió un extraño alivio. Se inclinó aún más sobre el ataúd. Le acomodó los girasoles junto al corazón con extrema ternura, le dio un beso redentor en la mejilla y le dijo muy quedo, con tono de sultana victoriosa:

“Ya lo sé todo, Luís, ya no hay secretos. Espéranos…”

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