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viernes, 27 de agosto de 2010

GUARAPO

Lo nuestro es algo especial. No andamos besándonos en un trasvase de bacterias de consecuencias impredecibles. Tampoco dormimos juntos. Lo intentamos una vez y amanecimos molidos; él se rasca mucho y yo ronco. Celarnos sí que nos celamos. No puede verme acariciar a otro. Se pone como una fiera. Por mi parte, yo no resisto que se le salgan los orines apenas una mujer le toca las orejas. Me parece una falta de respeto de muy mal gusto. Sin embargo, él es el único ser en el mundo que siempre se alegra de volver a verme. Nunca protesta por lo que le doy de comer. Se lo engulle todo en un segundo sin criticar la sazón y tiene la delicadeza de no eructar hasta el final. Lo del baño es una maravilla. Le enjabono todos sus resquicios y lo restriego con un cepillo y es incapaz de chistar Luego lo enjuago a presión y lo dejo secándose al sol en el patio. Nunca ensucia el baño ni me hace lavar toallas. Tampoco deja levantada la tapa del inodoro. Es más, ni lo usa. Prefiere hacer pipi pegado a la cerca de atrás o en el jardín. Solo una vez se meó dentro de la casa y no fue culpa suya. Llegó mi suegra de visita y dejó su maletín en el piso de la sala. No sé si se lo orinó para marcar territorio o porque la vieja le cae tan mal como a mí.

Pero una cosa es cierta: nos queremos, nos queremos tanto que hablamos sin palabras. Si lo veo cojear o si se “afloja” del estómago, enseguida me preocupo. Me basta con verlo caminar para saber si tiene algún problema. Él también vive pendiente de mí. Si estoy triste, no me pregunta nada. Solo se tumba a mi lado y me mira intensamente, como diciéndome: “No estás sola, pase lo que pase, voy a estar aquí, junto a ti y no te voy a recriminar por nada.” Cuando me agarra la gripe o cualquier otro virus que me tira en la cama, se echa a mis pies hasta que mejoro. Si se me dispara la ansiedad y me da por caminar por toda la casa como el Andarín Carvajal, el va tras de mi a todas partes hasta que se marea, se da contra la pared, se le escapa un peo y me hace reír. Cuando me pongo a escribir se sube a una silla a mi lado y mira la pantalla con detenimiento. No puedo asegurar que lea pero de que es mi admirador más fiel no me cabe ninguna duda. No importa si es temprano en la mañana o tarde en la madrugada, mientras esté tecleando él está ahí, mirándome sin pestañear y listo para menear la cola si necesito un poco de aliento. Sí, Guarapo es muy singular. No es de esos lambiscones que de tanto lamer te sacan sangre. Ni de esos gruñones que te amargan la vida porque le ladran hasta a la luz eléctrica. Es simplemente imprescindible. Tiene un sentido exacto de los límites, algo que a los humanos nos resulta muy difícil aprender, y además se ríe, levanta los belfos y muestra todos los dientes, y eso sí que es algo propio solo de los genios.

jueves, 26 de agosto de 2010

La historia de Samara


Samara y Henry se encontraron cara a cara en medio de los petardos y la arrebatiña del asalto de los corsarios. Se miraron a los ojos y todo el aire se llenó de electricidad. Se olvidaron del mundo y vivieron un romance tan tórrido como los incendios que consumieron casas y bodegas durante el saqueo de los piratas a Puerto Príncipe. Mientras ellos se amaban sin descanso, los bucaneros se hartaron de robar oro, beber aguardiente y violar mujeres. La tripulación, aburrida hasta los huesos, se amotinó y Morgan se vio obligado a partir de regreso a Jamaica. Samara lo despidió desde la orilla de la costa con la convicción gitana de que nunca más volvería a verlo y con la certeza de que la semilla de aquel formidable filibustero había comenzado a crecerle en el vientre.

A los nueves meses nació Sara, una niña preciosa, de pelo crespo y ojos verdes, que se convirtió en una joven tan bella que los hombres se la disputaban a sable, pistola y puño limpio. Tenía tantos pretendientes que, para evitar el asedio, se vestía de hombre para ir al mercado. Pero Sara lo calculó todo muy bien y le sacó provecho a su belleza. Por sus venas corría cierta cantidad de la espesa y pragmática sangre anglosajona y optó por casarse con el mejor partido: Don Gervasio Campoamor, feo y viejo como el mismísimo pecado, pero con una gran fortuna y dueño de dos ingenios azucareros en las afueras de Santiago. Don Gervasio murió tres años después de la boda de unas misteriosas fiebres. Algunos se la achacaron a su insaciable ingesta de ostiones en un intento desesperado por recuperar su languidecida virilidad.

La bella Sara lo enterró con todos los ritos gitanos que le había enseñado su madre Samara. Al día siguiente se hizo cargo de las posesiones del difunto, dispuesta a demostrar la aptitud de sus genes británicos para los negocios. Mandó traer negros esclavos de La Española para aumentar la productividad en el corte de caña. En el segundo lote de bozales arribó Juan Lemba, un negro espectacular - descendiente de un rey yoruba, hijo de Changó y bello como una estatua. Sara caminó frente a la hilera de los esclavos recién llegados para inspeccionarlos. Se detuvo frente a Juan Lemba, lo miró a los ojos y se le derritieron las rodillas. Lo de Sara y Juan Lemba fue un amor de novela… (Continuará)

miércoles, 25 de agosto de 2010

El nacimiento de Venus I


Yo, Venus Calipigia Ojeda - que es mi nombre completo - nací en Cuba, una isla a la deriva donde ciertas madrugadas se juntan todas las gaviotas desveladas del mundo a beberse la luna, sorbito a sorbito. Nací a finales de un verano y en medio de una tormenta. Mi madre, Talasa, tenía ocho meses de embarazo y caminaba de prisa para llegar a tiempo a su trabajo cuando la sorprendió el aguacero. Se refugió bajo un árbol del parque y allí mismo la fulminó un rayo. Mamá Talasa murió al instante, pero yo le gané la partida al destino y nací pocos minutos después, justo cuando empezaba a escampar. Llegué al mundo con una sonrisa en los labios, los pelos humeantes y un relumbrón en la mirada.

Mi abuela Ericina, una mujer tan franca como invencible, llegó a tiempo para recogerme del suelo. Me envolvió en su delantal con olor a canela y me limpió la cara. Entonces se fijó en mis ojos, verdes como los ojos de todas las mujeres de la familia, y no pudo evitar zambullirse en ellos. Viajó por todos nuestros antepasados a través de mi mirada hasta llegar a Samara, la primera de las nuestras que emigró al Caribe.

Samara era una shuvani o gran maga gitana que arribó a Puerto Príncipe como parte de un circo ambulante. Eso fue en el año 1668, una semana antes de que el corsario galés Henry Morgan desembarcara en esa ciudad para saquearla a sangre y fuego, sin sospechar que allí lo aguardaba la única mujer en el mundo capaz de robarse el corazón de un pirata… (continuará)

martes, 24 de agosto de 2010

La otra Venus


Venus - la mitológica – sugiere un pene gigantesco que surca los océanos levantando espuma como una belicosa lancha torpedera. No puede ser de otro modo si se toman en serio los mutilados y cosmogónicos genitales de Urano, navegando incesantes por los siete mares, transidos por los dolores de un parto inminente.

Venus - la pintura – evoca una mujer voluptuosamente desnuda que se cubre el pubis con una guedeja de su larga cabellera, mientras desembarca en una playa paradisíaca, montada en una gran concha de almeja. En este caso, Botticelli es el culpable de esa imagen pilosa y marinera.

Por su parte, Venus - la estatua - inevitablemente recuerda la enconada rivalidad entre la Venus de Médici, pálida, cauta y articulada; y la Venus de Milo, manca, extrovertida y monumental, cuyo gran formato hace que algunos entendidos la tomen por un corpulento gendarme transexual.

Como si con esa prolijidad no bastara, hay un planeta llamado Venus que tiene la brillante y terca virtud de la omnipresencia celestial. Una auténtica peca fosforescente, siempre pendiente del universo igual que la implacable mirada de mi madre.

Sin embargo, conozco otra Venus que es diferente. Es mucho más alucinante, misteriosa y rotunda. Esa Venus es una mujer… Cuando les cuente, no lo van a creer.

lunes, 23 de agosto de 2010

La comadrona


A Cunda se le presentó el parto una noche de tormenta. El aguacero era cerrado, los rayos partían en dos el cielo y las ráfagas desordenaban el universo. Iznaldo, su marido, salió bajo a la lluvia a todo galope a buscar a Encarnación, la única comadrona capaz de subir a la montaña a partear vejigos en cualquier bohío.

Encarnación llegó empapada hasta los huesos. De inmediato empezó a trabajar. Calentó agua, colocó a Cunda en posición de parir y le hizo la señal de la cruz en la frente con ceniza de tabaco. A pesar de las sobas en las pantorrillas, de los paños tibios en la panza y de las oraciones a la Milagrosa, la criatura no salía. A media noche ya Encarnación sabía que aquel era el parto más complicado de su vida. Los gritos de Cunda taladraban la madrugada. Iznaldo estaba a punto de enloquecer. El clímax se produjo a las tres cuando se acabó la única vela que quedaba en el bohío y la tormenta arreció como si fuera el fin del mundo.

Encarnación decidió pedirle ayuda a Olofi y a Babalú Ayé. Solo un milagro podía salvar la situación. Encarnación le dijo a Iznaldo que le alcanzara un cuadro de San Lázaro. Iznaldo se desplazó nervioso en la oscuridad y agarró el cuadro de la pared justo cuando un fusilazo estalló como un cañonazo y siguió retumbando por varios minutos. Se lo entregó casi a tientas a Encarnación quien, de inmediato, se lo colocó sobre el abofado ombligo a Cunda y empezó a rezar en lengua Efik.

No se sabe si fueron los poderes divinos o el frío contacto con el vidrio del cuadro pero la criatura salió disparada del vientre de la madre casi de inmediato. Encarnación la agarró por los pies, le dio una sonora nalgada y el vejiguito dio su primer berrido. Luego le cortó la tira del ombligo y lo envolvió en un paño blanco.

Ya estaba amaneciendo. De pronto, Encarnación recordó que había deslizado el cuadro de San Lázaro debajo de la cama. Se agachó para cogerlo mientras decía.

-Este niño es un milagro, hay que ponerle Lázaro en agradecimiento a…

Entonces fue la sorpresa. Cuando tomó el cuadro en sus manos comprobó que no era San Lázaro; era un cuadro de José Martí. A pesar de su gran experiencia, Encarnación se quedó perpleja por unos segundos. Luego se compuso y rectificó.

-Mejor le ponemos José Lázaro. José por Martí y Lázaro, por si acaso…