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viernes, 10 de septiembre de 2010

Analí la timbalera


Analí nació con un don especialísimo: tocaba congas, timbales y todo tipo de instrumento de percusión desde que estaba en la cuna. A los 15 años había fundado su propia orquesta, compuesta solo por mujeres, y al cabo del año ya tenía fama internacional. Analí recorrió el mundo repicando sus cueros como toda una estrella, feliz y alegre hasta que se enamoró de Changuito, un mulato hecho a mano que tocaba el saxofón, tenía una voz melodiosa y cuando la besaba le hacía perder el sentido. Analí se casó con él y lo incorporó a su orquesta. A los seis meses ya Changuito la había engañado con la pianista, la violinista, la flautista y la maraquera. Cuando Analí descubrió sus infidelidades y lo echó de su vida y de la orquesta, tenía tres meses de embarazo. Su hija nació seis meses después en un camerino del teatro, justo al finalizar una actuación. Analí nunca más se casó. Siguió cosechando éxitos, criando a su hija y amasando una buena fortuna hasta su muerte. Fue en un accidente aéreo, junto a toda su orquesta, tras despegar del aeropuerto de París.

Abuela Ericina suspiró y me apretó contra su pecho. Ahora el viaje al pasado a través de mis pupilas se le hizo más doloroso. Analí era su madre y ella era esa niña de pelo lacio, piel color de aceituna y ojos rasgados y verdes como los de una pantera, que se quedó huérfana a los diez años. Desde pequeña, Ericina era capaz de curar cualquier mal con las agujas que le dejara de herencia su abuelo chino. También podía presentir el futuro con cada poro de su piel. Por eso Ericina supo desde muy niña que su vida iba a ser muy difícil y que iba a enfrentar muchísimos retos. El primero sería encontrar pareja. A pesar de su belleza exótica, sus singulares poderes y la holgura económica heredada de su madre y sus abuelos, Ericina no lograba que le duraran los maridos. O se morían o la abandonaban antes de consumir la primera libra de sal juntos. De su tercer marido, un sastre mallorquín que murió mientras hacían el amor, tuvo una hija a la que nombró Talasa. En cuanto la enfermera le mostró a su hija Talasa, Ericina decidió no volver a parpadear. No podía perderse ni un minuto de su belleza. Sus seres de luz le advirtieron que su hija moriría joven pero no sin antes traer al mundo a la más espectacular y complicada de las mujeres de su larga estirpe… (Continuará)

jueves, 9 de septiembre de 2010

Tremendad y el tintorero

Jazmín se crió en una casona colonial en las afueras de la Habana, en el galpón de los criados y bajo los cuidados de la negra comadrona que la trajo al mundo. Su figurita delicada contrastaba con su carácter fuerte y su magia capaz de fabricar truenos y hacer hablar a los muertos en lengua Efik. Era espectacular verla bailar un yambú, una rumba o un guaguancó con la cabeza cubierta de cientos de trencitas rubias o “tirar” los caracoles - método adivinatorio propio de la santería yoruba - con una infalible exactitud. En un abrir y cerrar de ojos, Jazmín se convirtió en una joven atractiva e indomable que se dejaba querer pero que no le entregaba el corazón a nadie. A pesar de sus muchos romances, nunca se casó. Solo tuvo una hija que nombró Tremendad.

Tremendad heredó de su madre dos cosas: sus poderes adivinatorios y los ojos verdes. Todo lo demás, su piel, su cabello y sus habilidades para la costura y la repostería, parecían provenir de su familia paterna a la que nunca conoció. Se crió en un solar en la calle Zanja donde su madre Jazmín trabajó como espiritista y brujera hasta el mismo día de su muerte. A los quince años, Tremendad consiguió empleó como planchadora en una lavandería. Allí conoció a Yin Huan Di, un chino muy especial, lampiño hasta los huesos y de edad indescifrable. Yin decía ser descendiente de un emperador, ancestro de toda la civilización china. Llegó de polizonte a la Habana en busca de mejor fortuna y aunque trabajaba durante todo el día en la lavandería, por las noches recorría la ciudad haciendo curaciones milagrosas con cientos de agujas que les clavaba a sus desahuciados pacientes en los lugares menos pensados. Su fama era notoria pero la paga no le alcanzaba para vivir y por eso no podía dejar sus labores diurnas como planchador. Yin y Tremendad se enamoraron desde el primer día que se vieron. Cuando estaban cerca el uno del otro, estallaban chispas en el aire. El dueño de la lavandería los echó a la calle dos meses más tarde cuando los sorprendió haciendo el amor entre bultos de ropa y ristras de percheros. La causa del despido no fue el relajo sino los chisporrotazos, capaces de incendiar el local.

Se mudaron a un cuarto en la calle Colón y vivieron de los coquitos prietos y los boniatillos acaramelados que preparaba Tremendad y de las propinas que le daban a Yin por sus puntiagudos tratamientos. Cuando Tremendad se cansó de cocinar, consultó a sus seres de luz y se pegó con los números de la lotería. Se mudaron para una casita en las alturas de la Habana. Tremendad abrió su propia tintorería y Yin montó un consultorio privado. Los negocios prosperaron y se compraron una mansión de dos plantas en un pueblo costero al este de la Habana y un auto del año que sólo Tremendad sabía manejar. De ese amor inmenso entre Tremendad y Yin nació Analí, una niña muy peculiar...

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Dana, su hija la esgrimista y el nacimiento de Jazmín

Sir Owein y Dana se casaron seis meses después de la noche de las hogueras. Vivieron en la misma casa del lago y allí nació Viviana, tras 10 años de pócimas, baños de asiento, ediciones de lujo del Kamasutra y los más insospechados esfuerzos copulatorios de la pareja por tener descendencia. Viviana fue una niña fuerte y corpulenta que desde pequeña mostró gran interés por los deportes, especialmente por la esgrima. Su habilidad era asombrosa con los sables de juguete. Su madre Dana, poco antes de morir de unas incontenibles cagantinas, le dejó a su hija la espada que su nodriza Nimue le regalara en un cumpleaños.

Viviana se convirtió en una bella joven que se hizo famosa en competencias y demostraciones con aquella peculiar espada de destellos azules y empuñadura dorada. En una de esas competencias conoció a George Keppel, comandante de la vigésima división naval de la armada británica, quien se prendó de sus ojos verdes y de sus increíbles pases de florete. Se casaron a la vuelta de un año y el capitán se la llevó a Cuba disfrazada de hombre a participar en la toma de la Habana por los ingleses.

A Viviana le encantó Cuba. Sentía como si aquella isla fabulosa no le fuera ajena. Los olores le traían recuerdos imprecisos e inexplicables que le cosquilleaban en el corazón y los colores de las frutas y las flores le entraban por los ojos y le rendían la voluntad. Un mediodía se bañó desnuda bajo un torrencial aguacero y supo de inmediato que jamás podría vivir en otro lugar. Al año siguiente, cuando los españoles canjearon la Habana por la Florida y los ingleses tuvieron que marcharse, Viviana se escondió en la bodega de una taberna cerca del puerto y al capitán inglés no le quedó más remedio que zarpar solo con su tropa. En ese momento Viviana no sabía que estaba embarazada. Fue un embarazo complicado y no pudo sobrevivir al parto. Apenas alcanzó a decirle a la negra comadrona que la estaba asistiendo que le pusiera a su hija Jazmín, igual que las flores del jardín que le habían enamorado el alma, sin sospechar que aquella bebita frágil, de piel muy blanca, cabellos rubios y ojos inmensamente verdes, no se dejaría vencer ni por su propio destino... (Continuará)