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viernes, 4 de marzo de 2011

CARTA A CACHITA


Querida Cachita:

Le escribo esta carta para cumplir con el pacto que hice con sus hijos Papo y Lole al momento que salimos, hace hoy exactamente dos meses y medio.

La noche estaba tranquila y muy oscura. La balsa era fuerte - o al menos lo parecía - construida con varios tanques de metal de cincuenta y cinco galones, amarrados entre sí con una soga muy gruesa, y recubiertos con una lona doble y áspera de color verde oscuro. Entre todos la empujamos mar adentro hasta que el agua nos dio por la cintura, entonces, los once viajeros nos subimos a ella.

Nos embargaba un cúmulo de emociones. Estábamos alegres. A fin de cuentas nos lanzábamos hacia un futuro diferente, ese futuro de dimensión humana donde uno puede amar, llorar y hasta equivocarse por cuenta propia, lejos de la felicidad por decreto y de la colectividad que nos diluye y nos anula. Un futuro que cada uno de nosotros se siente en capacidad de conquistar pero que sólo es posible hacerlo fuera de las fronteras del odio y la manipulación. También estábamos tristes, sabíamos que dejábamos detrás muchas cosas importantes, nuestros cariños más preciados, la risa de nuestra niñez saltando en las aceras y hasta retazos de nuestra propia sombra delineados contra el mediodía de cualquier agosto cojimero.

La primera parte de la travesía fue relativamente fácil. Avanzamos toda la noche surcando un mar en calma. Nos turnábamos con los remos y hacíamos chistes tratando de diluir en la brisa el miedo que nos embargaba. Cuando amaneció comprobamos que éramos apenas un puntito en medio de un océano inmenso que nos ocupaba toda la mirada. El sol y el calor eran casi insoportables pero lográbamos mitigarlo un poco bebiendo buchitos de agua y chupando tapitas de limón De alguna manera, aquel zumo ácido nos aliviaba la sensación de que nuestros cuerpos se estaban evaporando sin remedio, transmutándose en pequeñas partículas que se escapaban hacia el infinito.

Al final de esa tarde aparecieron unas nubes oscuras por un recodo del cielo. En un abrir y cerrar de ojos quedamos cubiertos por ellas. El mar se embraveció hasta el punto de convertirse en nuestro enemigo. La lluvia se desató de repente, fría y fuerte, golpeándonos la cara y el cuerpo como si fueran pedradas. Cayó la noche. Los rayos estallaban tan seguidos y tan cercanos, que en más de una ocasión pensé que alguno de nosotros había sido fulminado por una descarga. A la luz de los relámpagos, el pavor de nuestros rostros se hacía visible por fracciones de segundos.

Las olas elevaban la balsa y la dejaban caer con violencia. Así estuvimos toda esa noche en la que, por la confusión y la fatiga, perdimos dos remos. Por suerte llevábamos otros dos de repuesto con los que seguimos tratando de avanzar en medio de aquel torbellino del infierno. Al día siguiente amainó la lluvia pero las olas seguían recias, agigantándose primero para luego desplomársenos encima como latigazos. Una de esas olas lanzó a Lole al agua mientras remaba. Nos quedamos horrorizados durante unos minutos hasta que divisamos una cabecita que salía a flote y se volvía a sumergir entre las olas. Después de luchar por espacio de media hora, Lole pudo acercarse a la balsa. Lo subimos entre todos halándolo hasta por los pelos. Estaba frío y exhausto y repetía como en un delirio – Perdí el remo….Perdí el remo… - Estaba conciente de la magnitud de la desgracia. Ya no podíamos avanzar. Nos dedicamos a tratar de mantenernos a flote y así nos sorprendió la tercera noche. Todo volvió a disolverse en una total oscuridad.

Al día siguiente el mar estaba nuevamente tranquilo y manso. El sol se nos encajaba en la piel con saña y no teníamos idea de hacia dónde nos dirigíamos. El sueño nos venció a todos. Cuando estaba atardeciendo me desperté. Estaba extenuada y tenía mucha sed. Entonces me dijeron que las botellas de agua las habíamos perdido en la tormenta. A partir de la cuarta noche todo se me hace confuso en la mente. Sé que el sol se hizo aún más inmenso y bajó tanto que pude abrazarme con él y sentir su fuego en mis entrañas. También recuerdo a los tiburones que nadaban en círculo alrededor de nosotros y nos salpicaban con sus aletazos a ras de agua. No sé quién fue el primero pero tengo la noción de que varios se lanzaron al mar gritando ¡Llegamos! ¡Llegamos! Yo trataba de incorporarme, pero las piernas no me respondían. Recuerdo los vómitos de Lole, se doblaba sobre sí mismo y vomitaba hasta que la sangre le enrojecía los dientes. Luego se tiraba de bruces en la balsa, con la cabeza hacia afuera, y bebía largos tragos de agua salada para más tarde volver a vomitar. La última vez que lo vi, por entre las brumas de mis fatigas, estaba de pie, con los brazos extendidos hacia el mar y diciendo: “Miren, ahí están mis bisabuelos, Taita y Maíta, me están llamando para que vaya con ellos… Están en su conuco, al lado del manantial… ¡Ya voy, ya voy!…” Entre mis desfallecimientos, le juro que lo vi caminar sobre el agua… iba riendo, alegre de encontrarse con sus antepasados.

Después de eso todo son fragmentos, visiones borrosas… mi madre acunándome en sus brazos y espantándome unas abejas que me picaban por todo el cuerpo, lacerándome con sus aguijones ardientes; un hombre malo que me hundía un cuchillo una y otra vez en el estómago hasta sacarme las entrañas, mi madre de nuevo tratando de detenerlo y no podía; un ángel, con alas transparentes, que me cantaba una canción muy triste y Papo, que me daba de beber un líquido caliente y ácido que me quemaba la lengua y sabía a orine… de pronto sentí que Dios me levantaba en vilo y me envolvía en una manta. Sentí su mano, fresca y húmeda, rozándome los labios llenos de llagas.

Cuando me desperté, estaba acostada en la cama de un hospital. Tenía parte del cuerpo vendado y un suero en cada brazo. Entonces se me acercó una enfermera y le pregunté -¿Dónde estoy? - En una Clínica…. – me dijo – ¿En qué lugar? - insistí - Pues en Matamoros, Méjico - me contestó… Traté de incorporarme, pero la punzada que me atravesó el cerebro me lo impidió. ¿En Méjico…? ¡Eso no es imposible!, pensé.

Esa noche, después que apagaron las luces de la sala del hospital, sentí que alguien se acercó a mi cama. Abrí los ojos. Era Papo. Dos lágrimas ardientes me surcaron el rostro quemado. Papo me cortó diciéndome:

– No hay tiempo para el llanto… He averiguado algunas cosas. Parece que estuvimos diez días a la deriva y la corriente nos llevó hasta un banco de arrecifes cerca de la costa mejicana… Allí nos recogió un barco pesquero que nos trajo para acá hace dos días…

- ¿Y los demás?.... – pregunté.

- Sólo quedamos tú y yo…. – me contestó Papo, y a pesar de mi visión borrosa, pude ver como sus mandíbulas se endurecían como si fueran de hierro y los ojos se le llenaban del inconfundible brillo de la trsiteza.

En ese momento, Cachita interrumpió la lectura y dejó escapar un gemido corto y profundo. Sus manos se crisparon sobre uno de los vuelos de su saya. Luego dijo en un tono grave, proveniente de una dimensión desconocida:

“¡Ay, Olordumare! ¿Por qué has dejado que gane la maldad…?"


Suspiró y continuó leyendo.

Tras esos instantes de debilidad, Papo se compuso y me dijo – Tenemos que escaparnos de aquí… Nos están curando un poco para luego devolvernos a Cuba…. Tengo planificada la fuga, sólo estaba esperando que tú te despertaras…

- ¿Pero cómo vamos a irnos? … No puedo ponerme en pie…

- Tienes que sacar fuerzas de dónde sea. Si nos quedamos nos devuelven, Elba. Tú sabes lo que nos espera… Nos fugaremos mañana.

Me apretó la mano a modo de despedida y se marchó. Casi no pude dormir. Trataba de recordar cómo había sucedido todo pero tenía la mente envuelta en una neblina espesa y caliente. El llanto se me desbordó incontenible y mis sollozos fueron tan fuertes que vino la enfermera y me inyectó un calmante.

A la mañana siguiente me dolía horriblemente la cabeza y el cuerpo. El médico mandó a retirarme los sueros y entonces me levanté. Los mareos me hicieron caer de espaldas sobre la cama. Me sobrepuse y volví a intentarlo. En cuanto pude dar varios pasos seguidos, eché a andar lentamente y con mucha dificultad, llegué hasta la sala donde estaba Papo.

- Me voy contigo – le dije

- Perfecto… hoy cuando apaguen las luces voy a buscarte… ya tengo ropa para los dos. Ahora vete y descansa para que estés fuerte.

Esa madrugada me fue a buscar, me tiró encima un overol azul oscuro que me puse sobre la bata del hospital. Salimos por la puerta de servicios y una vez en la calle, caminamos sin parar hasta que perdimos de vista el hospital.

- ¿Y ahora qué? – le pregunté

- Tengo unos dólares que traje escondidos de mi último viaje como marinero mercante…. los tenía metidos dentro la bolsita del resguardo que me dio Cachita… parece que nadie se atrevió a tocarlo… además, tengo esta manilla de oro que me regaló Lola, la mallorquina…. no se dieron cuenta que estaba en un bolsillo interior de mi camiseta… ahora hay que averiguar de dónde salen los ómnibus que van hasta la frontera… allí veremos.

- ¿Podemos preguntarle a alguien? – le dije

- No – me dijo tajante – No abras la boca que van a darse cuenta que no somos de aquí… déjame eso a mí.

Seguimos caminando hasta que llegamos a lo que parecía ser el centro del pueblo. Papo se dirigió a un bar donde había sólo dos personas, una de ellas en evidente estado de embriaguez.

- Nosotros buscar bus para llegar frontera Estados Unidos… ¿Usted decir, por favor? – le preguntó Papo al borracho, en un español supuestamente atravesado por el inglés.

El hombre lo miró de arriba a abajo, con los ojos vidriosos por el alcohol y luego se rió ruidosamente. Cuando terminó, le contestó a Papo:

- Ándale manito, tú querrás decir el camión que va para la tierra de los pinches gringos. Pos ni modo… Es cerca de aquí, nomás detrasito de la iglesia…

Papo miró hacia la plaza y divisó el campanario de la iglesia. Estaba aproximadamente a cuatro cuadras del bar.



- Mucho gracia, míster… - le dijo y nos dimos la vuelta para salir, cuando el borracho le gritó en alta voz:

- Espéreme tantito mi cuate… ¿Me va a dar algo por la información o qué…?

Papo me miró unos instantes. Lo que menos podíamos hacer era llamar la atención. Se metió la mano en el pecho y sacó un dólar arrugado y con olor a albahaca, se lo tiró sobre la mesa, me tomó por el brazo y salimos de allí a toda la velocidad que nos permitían nuestras quemaduras, en dirección a la terminal.

Papo pidió los dos boletos sin mucha dificultad y por suerte nos alcanzó el dinero. En menos de media hora ya estábamos sentados en unos asientos muy cómodos. El ambiente refrigerado del ómnibus nos alivió el dolor de las quemaduras. Nos quedamos dormidos de inmediato. Nos despertó el chofer sacudiéndonos por los hombros – Ya llegamos, ya llegamos… Recordé entonces que había escuchado a alguien decir esas mismas palabras para perderse luego en el mar, pero Papo no me dio tiempo para los recuerdos tristes y me empujó hacia fuera.

El lugar estaba desierto. Era una estación en pleno campo. Sólo se veían dos o tres casuchas a lo lejos.

- Espérame aquí – me dijo Papo.
Regresó al cabo de media hora.

- Vamos a tener que esperar hasta mañana por la noche. Creo que entonces nos podrán ayudar.

Pasamos el resto de la noche y parte del día siguiente caminando sin rumbo fijo o sentados en el borde de la única acera del lugar, intentando pasar inadvertidos entre los hombres y mujeres que se movían como sombras por el lugar. Hablamos mucho. De Lole caminando sobre el mar. También de Aldo, el amor de mi vida, al que Dios me hizo conocer para que luego el destino lo enviara a la muerte, dejándome tan sola… De mi abuelo Lazo, de nuestro pueblo y de usted, Cachita. En fin, de toda nuestra vida.

A las diez de la noche, más o menos, Papo volvió a dejarme sola por espacio de cuarenta minutos. Regresó acompañado de un hombre alto y huesudo, con unos bigotes que le cubrían la boca y una cicatriz que le atravesaba todo el cuello.

- Vamos, él nos va a llevar. Ya está todo arreglado – me dijo sonriendo para darme ánimos.

Caminamos detrás del hombre hasta llegar a su camioneta, nos subimos en la parte trasera y salimos hacia un lugar desconocido por una carretera oscura e inhóspita. Cuando llevábamos como una hora de camino, el chofer aminoró la marcha y torció por un sendero de piedras. Llegamos a un lugar aún más desolado.

Había un camión mucho más grande con una especie de contenedor enganchado detrás. Un hombrecito pequeño con un inmenso tabaco en la boca, estaba parado al pie de la cabina.

- La mujer y té, métanse ahí – nos dijo el nuevo personaje, indicándonos una abertura cuadrada de menos de un metro que estaba debajo del contenedor.

Entramos a rastras y comprobamos que era un compartimento disimulado que abarcaba un área igual a la del contenedor pero que apenas contaba con un metro de altura. El escondite estaba totalmente atiborrado de personas. Papo fue el último que entró y tras él, cerraron la compuerta.

Allí permanecimos, sin poder movernos y con la sensación de que el aire se estaba terminando, por un largo rato. Finalmente, sentimos que encendieron los motores y el camión se puso en marcha.

Cuando llevábamos como dos horas de viaje, que a mí me parecieron cinco años, sonaron unos disparos. Primero lejanos, luego tan cerca que pensé que habían alcanzado al camión. El chofer aceleró un poco más, avanzó varios kilómetros hasta que dobló y frenó de golpe. Se abrió la compuerta y el hombrecito, parado al borde de la carretera, nos gritó:

- ¡Órale, saliendo todos, rapidito…!

Los cuerpos empezaron a abalanzarse hacia la abertura en arrebato. Sentí como me pasaban por encima o simplemente me empujaban para quitarme del medio. Yo toqué a Papo y le dije:

- Vamos, muévete que hay que salir de aquí. ¡Mira que me están lastimando toda…!

Papo no me contestó. Lo sacudí con más fuerza y le grité: - ¿Qué pasa, chico?, ¡Arriba que hay que apearse!... – Pero Papo estaba inmóvil. Busqué a tientas su cara, en medio de la penumbra, para abofetearlo si era preciso, a fin de sacarlo de aquel sueño tan profundo. Entonces noté que tenía toda la cabeza empapada de un líquido viscoso y caliente. Me quedé horrorizada y sin poder moverme. En ese momento alguien tiró de mis pies y me lanzó fuera del camión. Fue tanto el impulso que caí de bruces en la cuneta justo cuando el camión arrancó de nuevo los motores y salió a toda velocidad, llevándose el cuerpo sin vida de Papo. No pude ni darle un beso de despedida…

Cuando logré reaccionar, comprobé que estaba en medio de un campo en tinieblas, y que un grupo de siluetas silenciosas se movían a mí alrededor con febril agilidad. Un cubano me alzó del piso y me llevó casi en andas. Lo distinguí por el acento. Luego me ayudó a saltar una cerca y me guió hasta que llegamos a un pueblo de calles rectas y limpias.

El cubano me dio unas monedas con las que llamé por teléfono a mi familia. A los dos días vino a buscarme mi tío. Luego volamos a Miami, donde estoy desde hace un mes.

Hasta hoy no tuve la fortaleza necesaria para escribir esta carta pero sabía que tenía que hacerlo. Como le dije al inicio, nos lo prometimos la noche de la partida. Si algo le sucedía a alguno de nosotros, el que llegara debía avisar a los familiares. A mí me tocó sobrevivir pero le aseguro, Cachita, que eso no significa que esté viva….

Sus hijos fueron más que mis amigos, fueron mis ángeles guardianes, especialmente Papo, con esa fuerza interior capaz de mover montañas y con esas ansias de vivir tan intensas….Todavía no me explico como una bala perdida fue capaz de apagar toda la luz y la energía de sus grandes ojos inolvidables. Ni qué decirle de Aldo… Me enamoré tanto de él que me quedé sin amor cuando murió en esa absurda guerra de Angola, tan lejos de nosotros…

No puedo ni imaginar su sufrimiento. El dolor que ahoga el corazón de una madre ante una tragedia como esta es inconmensurable. Sólo puedo prometerle que un día, toda la sangre joven que se ha perdido de forma tan absurda va a regresar como una ráfaga incontenible. Regresará en las venas de los que hemos quedado para contar sus historias y en la de los que todavía están por nacer para hacerlo todo de nuevo. Entonces, el futuro volverá a amanecer en nuestras playas, Cachita, y ya no habrá que salir a buscarlo a ningún otro sitio. Ese día Aldo, Papo, Lole y todos sus hijos sonreirán felices donde quiera que estén. Solo le pido que nos abandone. Ayúdenos con su amor y su fuerza a lograr el milagro.

La quiere mucho,

Su hija

martes, 1 de marzo de 2011

UNA HABANERA EN CALCUTA


Al fin comienzo a escribirte, querido diario. Sí, ya sé que mi cuerpo arribó a este lugar hace dos días – bien estropeado por cierto – pero solo hoy, después de recuperarme del desmayo y empezar a acostumbrarme a las 10 horas y media de diferencia horario, mi mente logra darle alcance a mi materia.

Te cuento: el primer impacto fue olfativo. Mi nariz entró en otra dimensión al aspirar la picante y desconocida mezcla de especias, bosta de vaca y sándalo que flota perenne sobre la ciudad. Es un olor que no se parece a nada y sin embargo me recuerda algo. Huele a solar de la Habana Vieja y a parábola del Mahabharata.

El segundo encontronazo fue bovino-conductual. Nunca olvidaré la caída de ojos de la vaca que esta mañana se acostó en medio de una de las principales avenidas y permaneció allí, impávida, obstruyendo el tráfico vehicular, hasta que sencillamente le dio la gana de levantarse y marcharse meneando el rabo. Tampoco se borrará de mis recuerdos la paciencia y devoción de todos los calcutenses para con su sagrado animal. Viniendo de una isla llena de urgencias, esta pachocha vial me sabe a marciano.

Hasta las doce del día estuve interpretando una monótona charla sobre mi país donde, como siempre, sobraron las inexactitudes, las mentiras y las barrabasadas de mi jefe, una verdadera “bestia” de la cultura nacional. Luego fuimos a almorzar con los profesores de la Universidad de Jadavpur y el director del Museo Memorial Victoria a un hotel muy bonito que se llama Taj Mahal.

Nos sirvieron “tandoori chicken”, un plato de la culinaria india realmente impresionante. Es rojo como una transfusión de sangre y picante como una explosión de dinamita. A pesar del hambre honda y rotunda que me chillaba en las tripas no pude comer mucho. Al segundo pedazo de aquel pollo incandescente se me durmió la lengua y dejé de sentirme los labios. Traté de beber agua y me la eché por el escote. Había perdido la noción de donde tenía la boca. Preferí mantenerme en silencio hasta el final del almuerzo. Entonces me sobrevino un eructo y me fui corriendo al baño. Quería mirarme al espejo y comprobar que no me había convertido en un lanza-llamas.

En la tarde nos llevaron a visitar el templo Kalighat dedicado a la temida Kali, una diosa hindú considerada la Patrona de Calcuta. Según la leyenda, Kali fue finamente cortada en 51 pedazos que luego fueron lanzados al aire. En cada sitio donde cayera uno de sus mendrugos se debía construir un templo en su honor. Así las cosas, en Calcuta aterrizó uno de los luminosos dedos del pie derecho de Kali. Desde ese momento se le adoró, primero en una choza y luego en el actual templo, una bella edificación donada por una pareja de filántropos.

Llegamos al sitio por una callejuela atestada de vendedores ambulantes y mendigos de toda laya que se nos encimaban con sus bere-beres ininteligibles. No te miento: sentí una triste curiosidad. Me conmovió una señora que amamantaba -con uno de sus pechos flácidos y desinflados - a su desnutrida criatura. Le di una de las tres rupias que me había dado mi jefe. Luego tuvimos que descalzarnos para entrar al templo. Apenas si me di cuenta de nada. Entre el sopor del picante y el cambio de hora, el famoso lugar pasó ante mi vista como el granuloso recuerdo de una borrachera. A pesar de ello, sentí ciertos trallazos de misticismo en algunos de sus rincones.

Volví totalmente en mí al salir por otra puerta y verme en plena calle, sin zapatos y perseguida por una multitud de mancos, tuertos, cojos y desorejados liderados por la señora del niño colgando de la teta. Parece que la señora había pasado la voz sobre mi generosidad y todos me tendían sus manos suplicantes. Era como estar dentro de una película de Carlos Saura. Me dio pena y miedo a la vez. Les tiré las otras dos rupias que me quedaban y eché a correr de nuevo hacia el interior del templo en busca de refugio y de mis chancletas.

Salimos por la entrada principal tras recuperar nuestros respectivos calzados. Estaba atardeciendo y el lugar, enclavado en plena “zona roja”, estaba plagado de obreras del sexo. La población de prostitutas nacionales y extranjeras es increíble en ese lugar. Entonces me explicaron que ese es uno de los distintivos de esa ciudad. El otro es la Madre Teresa de Calcuta. Sí, la India es un país de contrastes.

Regresé al albergue al filo de las 6. Tomé un baño con varias botellas de agua mineral. (Me aconsejaron categóricamente que evitara entrar en contacto con el agua local por ninguna vía). Luego me vestí adecuadamente para el concierto del grupo musical. Me recogieron a las 7 en punto. El tráfico seguía siendo demencial pero al menos de noche las vacas se retiran a dormir.

Llegamos al club. Un indio vestido como un mago, con un turbante carmesí rematado con una gran pluma y con las manos cubiertas por unos pulcros guantes blancos, me abrió la portezuela del auto y me dio la bienvenida. Luego nos pasaron a un saloncito a comer. Esta vez no había anfitriones. Tampoco había carne. Era un club estrictamente vegetariano. Sin saber a ciencia cierta de qué se trataba, me tragué diversas formas de distintos colores a las que traté de no agarrarles el sabor. No obstante, todas las papilas gustativas, la campanilla y el esófago me cogieron candela. Finalmente, me aventuré a probar unas bolitas marrones. Después de varios días encontré un sabor hospitalario: era dulce de leche calcutense. Se llama rasgulla y está hecho con queso, pasta de sémola y almíbar. ¡Increíble! No picaba. Lloré de emoción.

Luego nos hicieron pasar al área de jugar cricket del club. Una explanada gigantesca al aire libre donde había cientos de sillas y bancos repletos de público. A los músicos les prepararon un escenario cubierto por un toldo de lona amarilla. A las 9 en punto, con las tres pataditas de Jorgito, el cantante, arrancó el concierto. La primera pieza fue El manisero, de Moisés Simmons.

La música continuó sin pausa durante 45 minutos llenando de ritmos cubanos el ambiente, desde cha-cha-chás hasta congas orientales. La multitud escuchaba en absoluto silencio y en la más plástica inmovilidad. Los más atrevidos ladeaban levemente la cabeza o pestañeaban con lentitud. Jorgito no entendía nada. No estaba acostumbrado a tanta indiferencia. En un breve receso de 10 minutos me dijo que iba a “romper el hielo”. Iba a interactuar con el público. A él eso nunca le fallaba.

Dicho y hecho, empezó a cantar Castellano, qué bueno baila usted, de Benny Moré y, a los pocos compases, lanzó hacia la multitud una de sus maracas. Jorgito sabía, por experiencias anteriores, que la gente veía venir la maraca, la atrapaba en el aire y se la tiraba de vuelta en medio de aplausos y bravos. Pero esta vez no calculó bien. La maraca voló por el aire. Un indio la vio venir directo hacia él y ni tan siquiera cerró los ojos. Con estoicismo soportó el “maracazo” en plena frente, convencido de que se trataba de su karma. Jorgito, más frustrado que nunca y tocando con una sola maraca, me mandó a rescatar la otra y se abstuvo de seguir “interactuando” por temor a descerebrar a alguien.

La velada terminó a las 11 con una ronda de discretos aplausos. Los músicos, sudados y desmelenados, recogieron sus instrumentos y se fueron como el perro que tumbó la olla. A mí me dejaron hace media hora en este sitio un tanto lúgubre donde duermo. El señor de la entrada me dijo que siempre revisara la cama antes de acostarme para cerciorarme de que no hubiera alguna serpiente debajo de la almohada. Ojalá nunca me lo hubiera dicho.

A mi lado tengo una sombrilla que mi madre, siempre sabia, insistió que incluyera en el equipaje. En cuanto termine de escribir aporrearé la cama. Luego me sentaré en ella con la sombrilla en la mano y permaneceré de guardia toda la noche. Total, los graznidos de los cuervos en la ventana me ponen los nervios de punta y terminan por develarme.

¡Ah!, se me olvidaba. Antes de comenzar el concierto, nos dieron una calurosa bienvenida. Los indios son muy amistosos. El presidente del club nos colocó una linda guirnalda de flores en el cuello a cada uno. La tuve toda la noche encima. Ahora reposa sobre una silla de la habitación. No la boté. A lo mejor mañana le echo sal y me la como. Por lo menos así sabré lo que me estoy tragando. ¿Qué es eso?.... Sentí un ruido. Mañana sigo escribiendo. Ahora tengo que dejar el lápiz y agarrar la sombrilla, por si acaso. Luego te sigo contando.