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viernes, 20 de agosto de 2010

La mamografía


Hasta el nombre es feo. Es cierto que salva vidas pero el procedimiento no puede ser más desagradable. No quiero pecar de feminista pero estoy casi segura de que, si se tratara de una prueba testicular, ya habrían inventado otro método menos apabullante.

De todas formas, como por el momento no hay otra opción, lo único que puedo hacer por mis compañeras de pechuga e infortunios es recomendarles algunos ejercicios de entrenamiento para que la mamografía les resulte menos traumática y dolorosa. La cuestión es adiestrar las “teclas” para que resistan el embate.

1- Ponga dos tapas de cazuela en el congelador. Cuando estén bien frías, agarre una con cada mano y aprisiónese una “tecla” durante varios minutos. Vuelva a enfriar las tapas y repita el ejercicio con la otra “tecla”. Hágalo durante una semana. Después se reirá de lo frío que es el dispositivo donde le machacarán la mama.

2- Para este segundo ejercicio necesitará la ayuda de su esposo o de cualquier amigo que esté bien corpulento. Quítese la blusa y el ajustador. Abra la puerta del refrigerado y coloque una “tecla” allí mismo, en la orillita. Pídale a su ayudante que trate de cerrar herméticamente la puerta del refrigerador empujando con todas sus fuerzas durante dos minutos. Repita con la otra “tecla”. Hágalo una vez al día durante dos semanas. Este ejercicio se las ablandará de modo que cuando se las apachurren donde el médico, usted casi no sentirá nada.

3- Este último ejercicio solo debe hacerse después de haber completado los dos primeros. Cuando su esposo o alguien de la casa vaya a salir en el auto, pídale su colaboración. Desnúdese de la cintura para arriba y acuéstese en el driveway. Acomódese del lado derecho y desparrame la “tecla” derecha sobre el suelo, justo detrás de una de las gomas traseras del auto (si es un SUV mejor). Dígale al chofer que vaya dando marcha atrás lentamente. Cuando la goma le halla aplastado totalmente la mama, pídale que se detenga sobre ella durante un minuto. Aguante la respiración. Repita la operación con la otra “tecla”. Este ejercicio es estupendo. No se enterará de nada cuando la hagan la mamografía. Se reirá de los peces de colores. Además, nunca más tendrá que usar los molestos ajustadores. Sus tetas quedarán tan planas y largas que se le adherirán dóciles a su abdomen. El día que quiera lucir un escote sensual y abultado solo tendrá que enrollarse los pellejos en sendos rolos de pelo y prendérselos por las puntas con dos palitos de tender.

Si esto les parece exagerado, entonces llénense de valor y sométanse a la mamografía sin ningún entrenamiento. Pero no dejen de hacérsela. Es un machucón inolvidable… pero vale la pena.

jueves, 19 de agosto de 2010

Nochebuena "especial"


Anoche, mientras le cepillaba el carapacho a mi jicotea Geraldina (baño riguroso que le asesto una vez a la semana para mantenerla libre de caránganos) no pude evitar viajar en el tiempo hasta aquel diciembre de 1992 en el que Alina y yo organizamos una Nochebuena en pleno período especial.

Conseguimos frijoles negros y arroz blanco en la bolsa negra. Las tres libras de yuca se la cambiamos a un guajiro por una caja de clavos y un manubrio de bicicleta. Con Pancho Oreja resolvimos maní para hacer el “turrón”. Pero la joya de la corona era el puerco que me había dejado como herencia mi padrino. Alina lo crió desde que tenía dos meses de nacido en el ojo patio de su apartamento, en plena calle Egido en la Habana Vieja. El ojo patio era un pasillo estrechito, de apenas un metro de largo por medio de ancho. Allí creció Pugilato y allí perdió su alegría en cuanto engordó lo suficiente como para no poder voltearse. Sólo podía caminar hacia alante y hacia atrás como un maníaco depresivo. Aquella limitante motora lo traumatizó. Empezó a poner los ojos en blanco y a gruñir como un poseso. Para que no lo “detectaran” - estaba absolutamente prohibida la cría de porcinos en plena ciudad – Alina utilizó un método infalible: cada vez que el chancho empezaba a chillar le aplicaba un cable con corriente. Después de varias descargas solo bastaba con mostrarle el cable pelado para que se callara. Entre estertores eléctricos y peladuras en las nalgas, Pugilato se convirtió en un formidable ejemplar.

Todo habría sido casi perfecto a no ser por esa higiénica manía de Alina de bañar al puerco todos los días. A pesar de todo, ella lo quería. Dos semanas antes de Nochebuena, como todas las mañanas, Alina abrió la puerta del ojo patio y le lanzó un cubo de agua con jabón por el lomo. Cuando se disponía a restregarlo con una escoba, Pugilato aprovechó el efecto resbaloso de la jabonadura entre el pellejo y la pared del ojo patio, y se le escapó por entre las piernas.

Aquello fue el acabóse. Corría por todo el apartamento dejando un rastro de espuma. Alina lo perseguía con saña blandiendo el cable de los corrientazos para intimidarlo. Logró alcanzarlo varias veces pero se le escurría sin remedio entre as manos. Era como subir el palo “encebao”. En eso tocaron a la puerta. Era la vieja del comité dispuesta a averiguar la causa de tanto ajetreo. Desmelenada y sudorosa, Alina le abrió la puerta y trató de disimular pero no pudo hacerlo por mucho tiempo. Apenas habían cruzado tres palabras cuando Pugilato emergió de su escondite, pasó a toda carrera por entre las dos mujeres y salió hacia la calle a gran velocidad.

A pesar de todo celebramos aquella Nochebuena. En lugar de puerco asado comimos pasta cárnica (engendro con sabor a cebo de carnero cuyos verdaderos ingredientes todavía nadie ha podido descifrar). Al terminar la cena hicimos un brindis por Pugilato. A fin de cuentas nos dejó con hambre pero se convirtió en nuestro héroe: lo arriesgó todo por su libertad.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Miami, año cero.


Mis primeros días en Miami… ¡Qué recuerdos! Estaba tan aturdida. Me parecía que nada era verdad, que vivía una especie de pesadilla agridulce de la que no podía escapar. Eran circunstancias difíciles. Mi hijo en Cuba, sin saber cuándo volvería a verlo. Mis padres también, con la agravante de su avanzada edad y la posibilidad de no volver a verlos nunca más. El futuro se me antojaba un monstruo de diez cabezas y el presente… el presente era irreversible.

Por duro que fuese todo aquello había prioridades insoslayables. Además de respirar, tenía que ganar dinero para poder pagar por un lugar donde vivir y por comida y ropa para satisfacer mis necesidades más elementales. Había que trabajar en lo que fuera. Encontré un aviso de un banco que estaba buscando auxiliares de oficina. Me puse la única ropa más o menos decente que tenía y partí para la entrevista.

Cuando llegué al edificio en Brickell sentí ganas de echarme a correr. No solo se trataba de un banco, institución a la que nunca había entrado en toda mi vida, sino de un gigante de concreto que llegaba hasta las nubes y daba mareos. Me sobrepuse. Entré al formidable vestíbulo y busqué los elevadores. Debía ir al piso 22. Había un pasillo con diez elevadores, cinco de cada lado. A pesar de ello, había una línea de alrededor de 15 personas esperando por el próximo. A juzgar por el monumental sitio, allí deberían trabajar varios miles de personas. Me paré detrás de la última persona y esperé.

Al minuto llegó uno. Las personas fueron subiendo hasta que llegó mi turno. Me detuve. El elevador estaba repleto y cerró las puertas justo en mi cara. Esperé por el siguiente. De inmediato apareció otro. Fui la primera en subir y me pegué a la pared del fondo. El resto de las personas se fueron incorporando hasta que se ocupó todo el espacio. Partimos. Iba deteniéndose en casi todos los pisos. Se iban bajando poco a poco las personas. A mitad de camino pude ver delante de mí un niño precioso. Aunque estaba de espaldas, podía apreciar que tenía un pelo rubio que era una belleza y lo más llamativo era su trajecito sastre azul, con pantaloncitos largos y todo, que le quedaba perfecto. No pude evitarlo. Me recordó a mi hijo cuando era pequeño. Sin contener el impulso, le acaricié la cabecita. El niño ni se inmutó. Sin poder contenerme, le hale suavemente la orejita izquierda. Tampoco de movió. “Qué educados son los niños en los Estados Unidos”, pensé. El elevador volvió a detenerse. Se bajaron varias personas más. Ya estábamos en el piso 18 y solo quedábamos cinco personas. El niño seguía parado de espaldas ante mí. No pude más y con mucha picardía le pellizqué una nalguita. Noté como se estremeció ante mi caricia, me miró apenas de reojo y suspiró profundo. “Mejor no lo molesto más”, pensé.

Finalmente llegamos al piso 22. Nos bajamos todos. El niño iba delante. Los cinco nos dirigimos a las puertas que daban entrada al banco. Vi como las otras cuatro personas, incluido el niñito, siguieron hacia el interior del banco. Yo fui la única que me quedé en la recepción preguntando por la entrevista de trabajo. Tras varios minutos de espera, me mandaron a pasar a una oficina. Entré, miré a la persona detrás del buró y se me congeló la sangre. Allí estaba el “niñito” rubio al que le había estado sacando “fiesta” en el elevador. Se trataba nada más y nada menos que del jefe de personal, un enanito súper proporcionado, una obra de arte de la pequeñez, como si una mano divina lo hubiese fabricado a escala sin olvidar ni un detalle. El enano me miró a los ojos. Pude ver sus pensamientos como a través de un cristal: “Esta es la misma loca aberrada sexual que me venía pellizcando las nalgas en el ascensor…” No lo dejé terminar de pensar. Di la media vuelta y me fui por donde mismo vine sin pronunciar ni una palabra.

Esa noche, después de buscar más anuncios de trabajo en el periódico, me acosté a dormir. Pensé en mi hijo en Cuba, en mis padres, en el futuro incierto, en le presente sin retorno y… en el enano. Sonreí. Definitivamente había comenzado a amasar nuevos recuerdos en esta nueva ciudad llena de retos y sorpresas…