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martes, 21 de diciembre de 2010

VIDRIERAS DE NAVIDAD



Tenemos grandes preparativos para esta Navidad. Por primera vez Santa visitará a Daniela en su casa para dejarle los regalos debajo de su arbolito. El traje está listo, las botas lustradas, el trineo engrasado y hasta tenemos un gran saco de fieltro rojo para que quepan en él todos los juguetes. ¡Ah… los juguetes! ¡Qué recuerdos me traen! Es increíble la importancia que adquiere la imaginación cuando la realidad es tan severa. A Cosette, la de Víctor Hugo, le bastaba mirar su muñeca para jugar con ella. A mí me era suficiente con soñarla...
Soy parte de esos muchos niños a los que nos “tocaba” un juguete básico, uno no básico y uno dirigido, una sola vez al año y en el caluroso mes de julio. Los juguetes aparecían unas semanas antes en ciertas vidrieras. Al principio se hacían largas e interminables colas (o líneas) en las tiendas que los vendían. Los padres pasaban días y noches frente a las mismas para conservar su turno porque se hacían “pases de lista” y el que no estuviese físicamente presente, era borrado y sacado de la cola. Recuerdo la ocasión en que me “enamoré” de un acordeón. Tenía cinco años y aquel juguete chino, por alguna razón hasta hoy indescifrable, me fascinó. Estaba colocado con muy poco gusto en la vidriera de “La Feria”, una quincalla en la calle Egido, pero a mí me parecía un instrumento de los dioses. Mi madre había logrado ser de las primeras en la cola y tenía grandes posibilidades de comprármelo porque, generalmente, los mejores juguetes y los más vistosos eran pocos y solo los primeros en la cola podían alcanzar a comprarlos. Entonces llegó Ñeca. Una negrona enorme, de pelo enano y patas grandes. Se armó una bronca descomunal, se desbarató la cola y mi madre vino a parar al número 192. Hasta el último momento esperé por un milagro: que se hubiera quedado algún acordeón olvidado en un rincón y mi madre lo encontrara, o que se apareciera un camión lleno de acordeones y lo descargaran en la tienda, o que mi madre se lo comprara a Ñeca a sobreprecio… ¡Nada! No hubo milagros. Solo alcancé una muñequita de cuerda que daba monótonas vueltas colgada de una barra simulando una gimnasta, una cajita de música con una manivela que había que accionar enérgicamente para que “tocara” extrañas melodías chinas y el consabido e infaltable juego de yaquis. No lloré. Comprendí que mi madre estaba sufriendo más que yo y decidí darle ánimos para verla sonreír otra vez.
Luego vinieron otros engendros. Los turnos por teléfono - un día y a una hora determinados de antemano - conjuro perfecto para que todos los auriculares del país se levantaran a la vez y ardiera en llamas la planta de Águila por exceso de tráfico telefónico. Más tarde el bombo, una caja con tu nombre junto al de todos los otros niños del barrio en la tienda que te tocaba comprar. Alguien iba sacándolos a suerte y verdad, aunque siempre quedaron dudas sobre la transparencia de aquella especie de “azar juguetón” a puertas cerradas. Por último fueron las listas, hechas por no sé quién, que pegaban en las vidrieras y donde debías buscar tu nombre para ver qué día te tocaba comprarlos y con qué número de orden. Finalmente cumplí los siete años y ¡alivio! ya no me tocaban más juguetes. Mi adultez estaba decretada oficialmente. Se disipó la ansiedad de alcanzar a comprarlos aunque yo seguí jugando.
Ante tantas complicaciones lo simplifiqué todo: imaginé mis juguetes. Una caja de cartón era una casita de muñecas, mi vecinito Manolín era mi caballo, al que amarraba por el cuello y lo atizaba para que me halara mientras yo metía los dos pies en un patín viejo de mi hermano que hacía las veces de carruaje. Las hojas de las malanguitas de adorno de mi madre eran los bistés que le cocinaba a mi muñeca - la gimnasta - en una tapa de cazuela rota que era mi sartén. Tuve los mejores juguetes del mundo pero nadie podía verlos, solo yo. Eso sí, nunca pude imaginar la navidad. Mi abuela y mi madre me la contaban y hasta ponían un arbolito lánguido y escueto en la sala – sin una sola luz - pero yo no lograba soñarla con nitidez. Todo cambió muchos años después en un mes de diciembre y de exilio.
Por primera vez iba a tener mi árbol de navidad. Me sentía entusiasmadísima, como si de pronto hubiera vuelto a mi niñez. Recuerdo que me detuve frente a una vidriera llena de arbolitos, nacimientos, luces, guirnaldas, adornos, muñecos en movimiento y juguetes. Perdí el habla. Solo pude llorar. Llorar por toda la alegría que nunca tuve, por tantas navidades secuestradas, por haber sido durante 35 años un ser sin opciones y sin ilusión… Siempre me sucede lo mismo en esta época. Siento pena por todos esos niños que tuvieron - y todavía tienen - que imaginarlo todo, hasta su propia niñez. Y siento pena por mí. Ahora que tengo tanta Navidad me faltan entrañables presencias. Pero estoy entrenada. Las imagino y brindo con ellas. Para algunos, la felicidad nunca será algo de este mundo.

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