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jueves, 3 de febrero de 2011

LOS ZAPATICOS DE ROSA


La vio por el espejo retrovisor del auto. Toda una hembra, con su larga cabellera negra rozándole las nalgas. Le decía adiós, una y otra vez, desde el borde de la acera y él se sentía el macho más sabroso de la Habana. Y era lógico. A sus cincuenta años había ligado a aquella chiquita con cuerpo de diosa. Esa relación extramarital no sólo le disparaba la libido a niveles casi olvidados sino que le hinchaba su ego de conquistador y consolidaba su fama de “papi rico” entre amigos y enemigos. Siguió manejando por la calle Línea sin apuro. Iba disfrutando de su suerte y de la brisa impregnada de salitre que le soplaba en el rostro. Al llegar al Malecón torció a la derecha y avanzó hasta el Parque Maceo. Iba a recoger a Rosa que trabajaba a dos cuadras.

Rosa era un ejemplar caribe casi en extinción: hacendosa y machista. Pancho no solo era su marido desde hacía 25 años, también era su Dios. La palabra de Pancho era la ley y complacerlo era su mayor vocación. Por eso, al ver el auto acercarse por la avenida se le iluminó la sonrisa. Pancho se detuvo brevemente y ella se subió con rapidez y cerró la portezuela. Se dieron un beso de piquito que más que un beso era un ritual y Pancho reanudó la marcha en dirección al Túnel de la Bahía.

Rosa empezó a hablar. Como de costumbre, ella le contaba todo lo que le había sucedido en el día con lujo de detalle. Era un monólogo pero ella estaba convencida que se trataba de una animada conversación y se jactaba entre sus amigas de la gran comunicación que existía en su matrimonio.

-… y nos mandaron a trabajar al almacén. Figúrate, subiendo y bajando escaleras para colocar la ropa de cama en los anaqueles más altos. Con decirte que se me trabó el…

Rosa hablaba y hablaba. Le contaba los pormenores. Pancho, con la vista fija en la carretera, no le prestaba la más mínima atención. Iba absorto, recordando la última caricia de su romance prohibido y tratando de inventar una nueva para estrenarla en el próximo encuentro horizontal.


Salieron del Túnel de la Bahía y avanzaron por la Vía Monumental. Rosa seguía con su perorata.


-… se lo confirmaron ayer. Tiene 8 semanas de embarazo y la madre todavía no lo sabe. Eso va a ser tremendo lío… tú sabes la clase de moral de esa familia y…


Pancho seguía imperturbable. Con los ojos prendidos al pavimento. Suspiró. De pronto bajó la vista por una fracción de segundo y algo en el piso del auto llamó su atención. Allí, en la parte del asiento del pasajero, donde iba sentada Rosa, había unos modernos zapatos de charol. ¡No podían ser de Rosa! Ella solo usaba sandalias. No había zapatos capaces de albergar sus juanetes. Además, semejantes tacones nunca le habían gustado. Se le enfrió la sangre. Claro...¡A su amante se le habían quedado los zapatos! Por eso le hacía tantas señas desde la acera. No le estaba diciendo adiós, le estaba pidiendo que se detuviera y él no se dio cuenta. ¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Viejo comemierda! Tragó en seco. Rosa era muy buena y hasta un poco tonta pero una cosa así no se la iba a perdonar tan fácil. Sin darse cuenta, Pancho aminoró la macha y un camión que iba detrás de él le tocó el claxon a todo volumen para que se quitara de en medio.

-Vaya, qué apuro. Tenía que ser camionero, ¿verdad Pancho?

Pancho asintió. Rosa siguió hablando. Él sentía las gotas de sudor corriéndole por el espinazo. La mente le giraba a mil revoluciones por minuto. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Esto me pasa por creerme el caballón de Atila… ¿Cómo salgo de esta? En ese momento Rosa hizo silencio y Pancho pensó que lo peor había sucedido. ¡Ya los vio! ¿Ahora qué le digo? La miró con el rabo del ojo y aguantando la respiración. Se sorprendió. Rosa estaba entretenida mirando hacia el paisaje. ¡Ahora o nunca!, pensó. Con una mano en el volante, se inclinó hacia abajo, tomó los zapatos y los tiró de golpe por la ventanilla. Cayeron por la cuneta dando vueltas. Pancho volvió a mirar a Rosa. Ella seguía entretenida. Suspiró. ¡La verdad que soy un bárbaro!, se congratuló, recobrando algo de su compostura.
Minutos más tarde llegaron a la casa. Pancho estacionó y apagó el motor. Fue en ese momento que Rosa dio un grito de espanto.

-¡¡¡¿Y LOS ZAPATOS?!!!

-¿Qué, qué zapatos, Rosita?

-Los míos, Pancho, los que les compré a Yiya, la secretaria del director. Se me trabó el tacón de la sandalia en la escalera del almacén, como te conté, y no me quedó otro remedio que comprarme unos. Tú sabes que Yiya es la candela vendiendo en la bolsa negra.

-¿Unos zapatos de charol?

-Sí. ¿Tú los viste?

-No, no. No he visto nada.

-Me costaron carísimos. Me los quité porque tenía los juanetes encendidos… ¿cómo carajo pueden haber desaparecido de aquí? ¿CÓMO?

Descalza en medio de la calle, ella gesticuló y despotricó como no lo había hecho nunca antes en su vida. Pancho, con cara de muerto vivo, simuló escarbar todos los resquicios del auto. Así estuvo, hasta que cayó la noche y, con el pretexto de ir a buscar gasolina, se fue a la cuneta con una linterna a buscar los zapaticos de Rosa...

martes, 1 de febrero de 2011

CAPOYO Y LAS TIQUITAS BURRUNGAS AFUNDO


Dicen que nació manso pero cambió con el tiempo. La gente tuvo la culpa. Más exactamente los apurados, esos que andan por la vida como si el mundo se fuera a acabar. Siempre lo dejaban con la palabra atorada en la boca y eso le disparaba los nervios y lo hacía orinarse en los pantalones.

Su madre lo ayudó mucho. Pasaba horas haciéndolo repetir oraciones de final a principio y obligándolo a hacer ejercicios de respiración. Llegó a mejorar un poco y casi se hizo entendible, siempre y cuando usara frases cortas. Pero todo cambió en su primera Escuela al Campo. Partió para Güines una mañana de enero. Se fue con su maleta de madera, su mirada adolescente y las bendiciones de su madre. Hasta ese día se llamó Gabriel.

La primera noche que comió en el campamento su cuchara chocó con algo duro y resistente dentro de la sopa. Trató de vencerlo sin éxito. Lo tomó entre sus dedos y lo alzó contra la llama naranja del mechón de luzbrillante. Afinó la vista y… salió gritando como un loco, ¡Capoyo! ¡Capoyo!

La risa estalló entre el resto de los alumnos mientras varios profesores corrieron detrás de él para ver lo que sucedía. Se lo encontraron temblando, con la cabeza de un pollo – con pico y todo – entre sus manos. Eso fue lo que se encontró en la sopa y eso fue lo que acabó de ponerle la lengua bola y le cambió el nombre para siempre. A partir de ese momento, se le desconectó la sinhueso del cerebro y le cobró vida propia. Se estiraba y encogía a su antojo y reproducía sonidos que nada tenían que ver con las palabras que brotaban de su mente. Cuando Capoyo regresó de aquella incursión, ni su propia madre pudo volver a entenderlo jamás. Al año siguiente, dejó la escuela. El esguince lingual llegó a dominarle todo el cuerpo. Ya solo escribía los mismos jeroglíficos que articulaba.

Mi padre, un hombre de extensa vocación por las causas perdidas, se apiadó de Capoyo, convertido para ese entonces en un joven solitario e introvertido. Siempre lo invitaba a la casa y le regalaba mangos maduros y horas de su proverbial paciencia en las que resistía a pie firme sus estertores lingüísticos. Llegó a ser el único en el pueblo que entendía su jerigonza y además lograba aplacarle aquel genio “mecha corta” que se le disparaba cada vez que se le encabritaba la lengua y lo rendía la frustración.

Papi también le consiguió empleo en la imprenta. Capoyo adoraba a mi padre. Todo andaba viento en popa hasta que papi salió de vacaciones. Su jefe lo vino a buscar un mediodía con urgencia. Capoyo se había subido a la azotea del segundo piso y amenazaba con suicidarse. La cosa empezó cuando le preguntaron qué quería decir un aviso que había colocado en la tablilla del almacén después de pasar toda la mañana descargando un camión de materiales. Como nadie lo entendía, la situación escaló hasta el mismísimo jefe de la imprenta - famoso por su despotismo y prepotencia - quien terminó por amenazar a Capoyo con meterlo preso si no explicaba qué decía su aviso. Mi padre saltó de su siesta y corrió hasta el lugar. Allí, en el alero, entre compungido y encabronado, estaba Capoyo. Cuando vio a papi se le salieron dos lagrimones.

-No llores, coño, que los hombres no lloran. Bájate de ahí ahora mismo.

Capoyo negó con la cabeza. Estaba demasiado apenado. Ya se habían reunido un montón de curiosos, siempre ávidos de tragedias humanas, y la cosa había adquirido proporciones multitudinarias. Capoyo dio un paso al frente y se puso en el mismo borde del alero. El gentío hizo un silencio expectante. Papi volvió a la carga.

-¡Que te bajes te digo! No hagas que suba yo mismo a buscarte...

Por toda respuesta, Capoyo se inclinó unos milímetros hacia delante. A la multitud se le escapó un suspiro de angustia unánime. El jefe de la imprenta, haciendo gala de su desprecio por la raza humana, le gritó:

-Capoyo, no se te ocurra matarte antes de decirme qué escribiste

Mi padre lo fulminó con la mirada. El jefe trató de disculparse explicándole que ya la gente de la Seguridad del Estado estaba en camino porque se pensaba que era un mensaje subversivo en clave. A papi se le acabó la paciencia. En ese momento alguien llegó con una larga escalera. La colocaron contra la pared y sin darle tiempo a nadie, mi padre subió a toda carrera. Llegó hasta Capoyo y lo abrazó. La gente estalló en aplausos.
Una vez en tierra, mi madre se llevó a Capoyo a toda velocidad para evitar el morbo de los curiosos. Le hizo beber dos tazas de tilo y lo acostó en mi cuarto bajo estricta vigilancia. Mi padre se quedó en el almacén y pidió que le trajeran el “misterioso” aviso antes de que llegara la policía. Lo miró unos instantes.

-¿Y por esta mierda formaron todo este lío? ¡Verdad que a ustedes les zumba el mango! ¡Si está clarito! TIQUITAS BURRUNGAS AFUNDO, o sea, las ETIQUETAS CORRUGADAS ESTAN AL FONDO…