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miércoles, 21 de noviembre de 2012

EN MEMORIA DE UN PAVO MEMORABLE


Hace muchas lunas hubo un pavo. Fue en otras tierras y le decían guanajo. Me lo trajeron en una caja de cartón llena de huequitos para la ventilación. No era cuestión de Thanksgiving, ni Acción de gracias ni nada de eso. Se trataba estrictamente de bolsa negra y un hambre del carajo. Después de pagar su valor en jabón de baño y moneda nacional, me quedé sola con él. Abrí la caja y salió disparado. No sé de qué lugar provenía, ni cuánto tiempo había viajado en la caja hasta llegar a mi casa pero, a juzgar por sus estirones de alas y por la cantidad de deposiciones seguidas y en forma de disparo, llevaba bastante rato “encajado”. Lo dejé andar a sus anchas durante un tiempo. Era lo menos que podía concederle a un condenado a muerte. Ese fue mi error.
Se la pasó mirándome directamente a los ojos, haciendo contacto visual conmigo, como si intuyera lo que le venía encima. Me conmovió. Y lo peor no era que tuviera que matarlo. Lo peor era que se trataba de mi primera vez… Nunca antes había pasado a ningún animal por las “armas”. Maldita hambre. Decidí decirle la verdad.

-Fíjate, guanajo, si fuera por mí no te mataba, pero necesito alimentar a mi hijo. Además, si no te mato, de todas maneras te vas a morir porque no tengo qué darte de comer y porque el barrio está lleno de gente loca por comerse cualquier cosa… te aseguro que no pasas de una noche. Aunque debo confesarte algo: es mi primera vez. Nunca he matado un guanajo; es mejor que cooperes conmigo y no me la pongas más difícil ¿me oíste? Tengo que liquidarte antes de que regrese mi suegra.
No me contestó. Solo me miró fijamente, primero con el ojo derecho y después con el izquierdo. Se me hizo un nudo en la garganta pero me sobrepuse. Me acerqué disimuladamente y lo agarré sin que me opusiera resistencia. Me senté en un taburete en medio del patio y me lo coloqué entre las piernas, agarrándolo con ambas rodillas. Con una mano le estiré el cuello hacia arriba y con la otra, empuñé el cuchillo de la cocina. Entonces empecé a tratar de cortarle el gaznate. El cuchillo había perdido el filo y no lograba consumar el corte. Más bien parecía que estaba tocando chelo en lugar de cercenándole el pescuezo a un guanajo. Pasado un rato, desistí. Con aquel cuchillo romo ya no se podía cortar ni manteca.
Me puse de pie y traté de matarlo como hacía mi hermano con las gallinas de mi niñez: agarrándolo por la cabeza y dándole varias vueltas hasta partirle el cuello. No pude. El desgraciado guanajo pesaba demasiado y no lograba hacerlo girar. El seguía en silencio. Solo me miraba. Se me escapó una lágrima. Lo estaba haciendo sufrir. Entonces recordé el método de Eliodora, la negra que me crió: darle un golpe seco y contundente en el cocote. Le di uno, dos… varios, sin resultado alguno, hasta que el guanajo protestó por primera vez, emitiendo un glugluteo histérico. Lo entendí perfectamente: ¡Coño vieja, no me pegues más! Me detuve.
Empezaba a anochecer y yo seguía allí en el patio, con aquel guanajo duro de matar. Entonces me fijé en la escoba y tuve una idea. Sin pensarlo dos veces, la agarré con las dos manos y le caí atrás al guanajo por todo el patio con ella en ristre. Lo apaleé cuanto pude. Le estaba propinando una especie de muerte a la escoba vil. Finalmente, el ave cayó desplomada. Yo estaba exhausta… y todavía me faltaba gran parte de la tarea: desplumarlo con agua hirviente, abrirlo y sacarle los mondongos, y cortarlo en piezas para que me rindiera varias comidas. Coloqué el cadáver del guanajo sobre una meseta de madera. Verlo allí, inerte, me provocó una mezcla de alivio y culpabilidad. Pobrecito. ¡Qué terrible es el hambre! Te endurece el alma y te vuelve una criminal. Me enjugué las lágrimas y fui por el balde de agua hirviente. Le lancé el primer jarrito y… el mundo se paralizó. El guanajo lanzó un chillido espeluznante, saltó de la meseta y empezó a correr por todo el patio cojeando de una pata y soltando las más increíbles maldiciones contra mí y todo mi árbol genealógico. No había muerto el muy bípedo. Solo se había desmayado de tanto escobazo. El agua caliente lo revivió… Ahora trataba de huir de mí, todo magullado y con la mitad de la pechuga achicharrada. ¡Que sufrimiento! El del guanajo y el mío. Ya no podíamos más. Tomé una decisión: No lo mato. Aunque nos mate el hambre, no lo mato. Este guanajo merece morir de muerte natural. Traté de agarrarlo para curarle la quemada y la pata coja pero no pude. Definitivamente, el guanajo no era tan guanajo y ya no confiaba en mí. Me fui a acostar. Tuve pesadillas horribles.

Al día siguiente me lo encontré mejorado. Ya no cojeaba tanto y la quemada estaba menos roja. Me robé un poquito del arroz de la cuota, sin que nadie me viera, y se lo llevé al fondo del patio. Se lo comió de un tirón y me miró agradecido. Regresé a la cocina. Allí estaba mi suegra, preparándose un vaso de agua con azúcar para desayunar.
-¿Ya mataste al guanajo?
-No
-¿Y eso?
-Está enfermo.
-¿Enfermo? ¿Qué tiene?
-Es algo en la piel, como una erupción en la pechuga. Mejor esperamos que se cure, no vaya a ser que nos enfermemos nosotros también…


Esa fue mi coartada. Como nunca más le saldrían plumas en aquella zona escaldada – que por demás era en forma de V de victoria - esa sería su salvación. El guanajo murió 5 años después. Se atragantó con el botón de una bata de casa que se secaba en la tendedera. Nunca pudo controlar aquella hambre esteparia que lo hacía alucinar. Pero para ese entonces nos habíamos hecho grandes amigos. Hasta venía a saludarme cada vez que yo llegaba del trabajo. Imposible olvidarlo. Le puse Aurelio pero en confianza le decía Yeyito. Por eso no como pavo. Ese es mi pequeño tributo a su memoria. Yo sé que desde dondequiera que esté, él me lo agradece. Mucho más si se trata del día de dar gracias.
 

jueves, 12 de julio de 2012

CUANDO MAYO SE VUELVE MIAMI


Mayo era la lluvia del mediodía resbalando por las gardenias. Una luna llena que se bañaba sin prisa en el mar del próximo verano. La ansiedad de fabricarle una sorpresa a mami para llenar de sonrisas su segundo domingo. La anticipación de los caramelos que caerían como pétalos sobre los cumpleaños de mi hermano y mi prima. La conmoción de los 21 patitos amarillos - como moticas de luz – con los que la pata Geraldina inundó la casa. Las ciruelas madurando vertiginosas y el rayo incandescente que atravesó el alero de la casa aquella tarde, marcando con fuego mi memoria.

Mayo fue la penúltima lección de piano y el primer beso que me tomó por asalto. Las nubes saltando conmigo de charco en charco. La muerte de mi amiga Silvia nublándonos el recreo y su mano llevándome a volar por el universo, en un sueño tan real que todavía hoy me eriza los pelos.

Mayo fue el amor que nunca debió ser, el rabo de nube en las pupilas de mi abuela, el nacimiento de mi primer sobrino y su llanto taladrando la noche y fundando cariños rotundos en mi pecho. Mayo fue el cuento que empecé y aún no termino. Los últimos lirios que sembré con mi padre y su sonrisa entibiando mi corazón. Nosotros dos debajo del almendro.

Mayo fueron las madrugadas donde fragüé mi huida. La soledad y el miedo; ese terrible que te duele en las entrañas. Mayo también fue el golpe seco de la quilla en la arena y el primer paso tímido en la vastedad del continente. Fue la angustia del que pierde de  golpe los puntos cardinales. El desamparo del que extravía el olor de las picualas. Mayo fueron silencios; esquinas sin un solo recuerdo; insomnios de estrellas apagadas. La muerte. La vida. La terca vida...

 Y un día Mayo se hizo Miami, entrándote por los ojos y rindiéndote el alma con fogonazos de color. Miami, una ciudad y muchas, donde es posible plantar retazos de todas las nostalgias a la sombra de sus árboles de estreno. Mayo en Miami es el puente donde amanece el sol. El mar donde las gaviotas se beben la luna, sorbo a sorbo. Son las ferias y el arte; las bandadas de cotorras salpicando de verde el Down town; el ‘homeless’ que cura las tristezas con flores de papel; los cocodrilos sesteando en los canales; las casas fantasmas que susurran boleros; el olor de las barbacoas formando un remolino con la risa de tus nuevos amigos. Es la lluvia tibia que le empaña los cristales al corazón. Y el trueno que atraganta el buchito de café.

Miami es el enigma de una suite del Hotel Biltmore, la anchura del amor en Lincoln Road, el aire despistado de Ocean Drive, el convite de espíritus de Midtown, el guiño sofisticado de Coconut Grove, los árboles eternos de Coral Gables, las casitas violeta de Oppalocka, los murales de Allapattah, los edificios encristalados de Brickell donde palpita el sol y Hialeah, la extrovertida, donde la ‘cascarilla’ lo cura casi to’.

Miami es la promesa rosada de la Lotto parpadeando en cualquier vidriera. Es el círculo de la vida repleto de misterios y Julia Tuttle, sonriendo por las comisuras de la bahía de Biscayne. Son los huracanes que se deshacen al atardecer. Las calles estrechas de la Pequeña Habana, donde los dioses duermen a pierna suelta el estropeo de sus travesuras nocturnas. Y es el eco de un tren invisible que atraviesa Flagler por las noches repartiendo esperanzas.

 Miami es la dulzura que anida en el origen de su nombre y el salitre de todas sus batallas. Miami es un pelícano enamorado persiguiendo una ola. Un lienzo en blanco, generoso y provocador. Es un niño hiperbólico y tierno y un adulto intenso y transgresor. Miami son buganvilias fosforescentes desbordando las cercas de los patios. Son torbellinos de ideas despabilando gorriones. Son frituritas de malanga, pupusas y tequeños que compiten con la hamburguesa y terminan contaminándola de sabor. Son los suspiros de la luna delinenado la silueta de sus edificios a contra luz.

Miami son convergencias y divergencias que se besan con saña. Y a veces una mujer de ojos verdes que le canta a la aurora inevitable que viene subiendo desde otra latitud.  

Miami la Babeliana, donde papaya también es fruta bomba y lechosa y mamón. La críptica, donde los niños hablan inglés y lloran en el idioma de sus abuelos. La de los globos solitarios ascendiendo al infinito por la esquina de cualquier domingo. Inspiración y reto. Sitio de rencuentros redentores y olvidos imprescindibles. Llanura imperturbable donde las querencias se multiplican para mitigar el destino. Palmas que saludan con respeto. Proyectos que juntan amigos y talentos. Esfuerzos. Muchos esfuerzos. Lágrimas sin tiempo que se acurrucan al sur de tu garganta esperando el día en que puedan convertirse en verso.  

Miami es magia. Al descubrirlo te descubres. Y un día percibes bajo sus almendros, a tu padre convertido en una de sus mariposas… Y tú y Miami se vuelven cómplices y comienzan a fundar otros Mayos parecidos a aquellos, donde la lluvia del mediodía resbalaba por las gardenias.  Porque Mayo en Miami es un jardín de luz donde despuntan jazmines y milagros,  y los sueños nuevos se confunden con los Mayos de tu niñez.