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jueves, 1 de diciembre de 2011

RIVERALDA MALACARNE


De espaldas, era una mulata de nalgas gloriosas y calcañales amarillos que despertaba afiebradas fantasías. De frente era otra cosa...

Por el día no se notaba. Apenas si le saltaban algunas chispas. Pero en la noche, su increíble energía se le escapaba a chorros por los ojos. Cuando lograba encentrar sus indómitas pupilas rotatorias en un solo punto, botaba un haz de luz capaz de curar espolones, desintegrar verrugas, transmigrar animales, desprender empachos y encender tabacos mojados por ambas puntas.

Su niñez transcurrió feliz hasta una tarde aciaga que se le escapó a su abuela. Llegó corriendo hasta el río que cruzaba detrás de su casa. Allí se puso a lanzarle piedras al güije que le hacía muecas desde el fondo del agua y no se percató de los nubarrones que se le vinieron encima. Fue un rayo seco. Le cayó directo en la cabeza. Le achicharró el pelo y la dejó inconsciente y rígida. La encontraron al cabo de una hora, todavía echando humo. Sus padres pensaron que moriría sin remedio. Para asombro de todos, a los cuatro días volvió en sí y lo primero que hizo fue pedir que le trajeran caldo de gallina. Excepto por las contracciones involuntarias, vertiginosas y constantes de sus glúteos - como el aleteo de un colibrí - todo lo demás en su vida volvió a la normalidad.

El segundo rayo le cayó en la espalda un mediodía, exactamente tres meses después. En esa ocasión la descarga le botó el ombligo y les desquició para siempre los huevos de los ojos. A partir de entonces empezó a tejerse la leyenda.

-¡Está imantada!- aseguraba su padre.

-¡Tiene un poder divino!- porfiaba su madre.

Cualquiera que fuera la causa, durante los dos años siguientes la leyenda adquirió visos de saga. Su casa fue atizada por 15 rayos de los cuales 10 la alcanzaron directamente. No importaba la hora ni el lugar. Uno le quemó las cejas mientras colgaba ropa en la tendedera del patio. Otro le durmió las dos piernas mientras se bañaba en la tina. El tercero entró por la ventana y le saltó los empastes de las muelas. El que le pegó mientras hablaba por teléfono, le perforó el tímpano derecho. El que la sorprendió mientras hacía café en la cocina, le derritió los botones de la blusa y le arrancó una uña del pie. A pesar de las quemaduras, las cicatrices, los tics nerviosos y el sobrenombre de “puya encendía”, Riveralda le daba gracias a Dios por aguantar ilesa tantos chuchazos. Si todo hubiera quedado en familia, su sufrimiento no habría llegado a tanto…

Es cierto que terminó viviendo en una caseta en el patio. Fue lo único que se le ocurrió a su padre para preservar la casa de los fogonazos. También es verdad que fue una niña solitaria. Sus compañeritos de escuela se asustaban al verla con sus cabellos siempre erizados, apuntando al cielo. Los animales se espantaban al percibir las cargas iónicas que le restallaban a Riveralda en las entrañas. Y los maestros preferían enviarle a la casa las lecciones escritas para que no tuviera que ir al colegio. Pero sus padres nunca dejaron de amarla. Le servían la comida a través de una abertura de la caseta, utilizando una larga pala de madera con mango de caucho. Eso sí, siempre le preparaban sus platillos favoritos. Cuando cumplía años, si el cielo estaba despejado, hasta se atrevían a abrazarla brevemente, no sin antes calarse un par de botas de goma. A pesar de los inconvenientes, sus padres aceptaban conformes que su hija estuviese destinada a absorber toda la electricidad ociosa del mundo.

Ese mismo amor desencadenó la tragedia. Transigieron a sus súplicas y la llevaron una noche al circo para celebrar su cumpleaños número trece. Lo peor no fue que la estática de Riveralda desviara los puñales del lanzador de cuchillos en todas direcciones, obligando a algunos espectadores a huir despavoridos. Tampoco que su campo magnético descorriera el cerrojo de la jaula del león y que la fiera saliera disparada por la calle principal del pueblo aullando como un cachorrito. Lo más terrible fue la chispa de alegría que saltó de sus ojos cuando vio a los payasos. La muy condenada trepó inadvertida por una esquina de la carpa a gran velocidad. El incendio arrasó con todo.

Riveralda logró escapar a tiempo. Sus padres murieron aplastados en la confusión junto a otra gran cantidad de espectadores. A los tres días llegó su desprevenida tía de la capital. Fueron juntas al entierro colectivo. Cuando el padre José María Torrebaja hacía el responso en medio del camposanto, Riveralda empezó a llorar. Su cuerpo se cubrió de una luz azul e intensa que zumbaba en el aire. Los rayos comenzaron a caer uno tras otro; estallaban como bombas; saltaban ataúdes, partían en dos las palmas y abrían huecos en la tierra dejándola calcinada. La gente corrió en estampida. La primera en huir fue su tía. Riveralda se quedó sola en el cementerio. La luz azul se hizo blanca, casi fosforescente, sobre su piel. Las descargas confluían sobre ella y rebotaban de nuevo hacia el universo en un espectáculo alucinante y aterrador. Cuando Riveralda terminó de llorar se aplacaron los truenos. Entonces llegó la policía, la metió en un saco y la sacó del pueblo.

Así comenzó su vida de trashumante. Vagó por ciudades, pueblos y calles. Trataba de pasar inadvertida. Limpiaba pisos, lavaba platos, alimentaba animales, recogía tomates, repartía volantes políticos y curaba empachos y otros males del cuerpo con su visión lumínica. Hacía cualquier cosa para ganarse unos centavos. Pero apenas le caía otro rayo encima y la luz le saltaba en los ojos, los patronos la echaban rociándole agua bendita y amenazándola con un crucifijo.

Ella se iba caminando, con sus nalgas espásticas y brincadoras - sin atreverse ni tan siquiera a llorar - en busca de otro sitio donde no la conocieran para ganarse la vida. Fue quizás ese ejercicio, ese tic nervioso de sus glúteos - que la acompañaba desde el primer rayo - lo que dio al traste con aquel culo enhiesto y descomunal que terminó persiguiéndola al final de su espalda – como una giba gigantesca - y que iba dejando un rastro de miradas incrédulas y lujuriosas a su paso. No tardó en comprender que por ese trasero glorioso pasaba su destino.

Aprendió a observar las nubes y a presagiar las tormentas. De ese modo, solo atendía clientes cuando el tiempo lo permitía. Juntó dinero y llegó a alquilarse un cuarto. Por primera vez, después de varios años, empezó a tener una vida decente… hasta que la procuró un viejo cachondo y sexagenario que llevaba puesto un marcapasos. Se lo derritió al contacto. Se llevaron al señor en una ambulancia. Iba azuloso y convulsionando. Aunque lograron salvarlo, aquel incidente empañó su imagen comercial y le descontó marchantes. Otra vez tuvo que mudarse. Fue entonces que, dando tumbos, llegó al burdel Ningún lado.

Fue una mañana al rayar el día. A Brígida Benedicta Benigna le bastó mirarla con sus ojos de monja para comprender que Riveralda Malacarne, a pesar de estar llena de electricidad, era la mujer más sola de la tierra. Le dio abrigo y comida sin hacerle ni una sola pregunta. A Paloma - mucho más empresarial - le bastó ojearle el culo de perfil para ver en ella un enorme potencial para el negocio. Le propuso trabajo. Para Riveralda, el único modo de agradecer aquellos gestos fue la sinceridad:

-Tengo que confesarles algo. Estoy imantada.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Que atraigo los rayos sobre mi cuerpo. Soy un pararrayos humano.

Paloma enarcó una de sus cejas perfectamente depiladas y pasándose la mano por el mentón erizado por una barba incipiente, verbalizó su preocupación:

-¿Crees que sería adecuado tenerla aquí, tres B?

-Reconozco que es peligroso. Una vez leí que cada día caen sobre la tierra ocho millones de rayos, unos cien por segundo… Pero podemos tomar precauciones y hacer la prueba. Se trata de un ser humano… al que Dios le ha dado un extraño talento. Hay que ayudarla.

Así lo hicieron. Mandaron construir un sistema de pararrayos, terminales aéreas, estructuras metálicas, blindajes y tomas de tierra para proteger todo el edificio. A su cuarto le instalaron un detector de marcapasos y otros adminículos sensibles a los campos magnéticos, a fin de evitar penosos incidentes. Todo fue costoso pero valió la pena. Las inquietas nalgas de Riveralda lo pagaron con creces. Y su espectacular número en el show de Ningún lado - “Intimate illumination, an incredible journey” - alcanzó fama internacional. Pero los mejores días de Riveralda estaban aún por llegar...















3 comentarios:

  1. Hola :

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    Roxana Quinteros

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    HAPPY NEW YEARRRRR!

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