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jueves, 29 de septiembre de 2011

RITA LA GRITONA


Rita la gritona no lloró al nacer. Fue un 4 de diciembre. La comadrona le dio una zurra para que estrenara los pulmones pero Rita no emitió ni un solo sonido. Es más, no articuló una sola palabra hasta la edad de 5 años. Su padre pensaba que era muda. Su madre, mucho más dada a las cuestiones esotéricas, estaba convencida de que se trataba de una wemba africana o, cuando menos, de la venganza del universo, algo que esperaba desde el mismo día que mató accidentalmente una lechuza mientras tumbaba mangos con una vara en el patio.

Sospechas y certidumbres quedaron despejadas la noche que a Rita la despertó el impacto de un meteorito candente en el techo de su cuarto. El zambombazo le soltó la lengua. Salió gritando por toda la casa: ¡se acaba el mundo, Mañengo!

A partir del incidente cósmico, Rita se convirtió en una tenaz conversadora. Cuando no tenía con quien hablar, hablaba sola o simplemente silbaba, con tanta potencia, que estremecía copas, floreros y hasta la tapa de hierro fundido de la cisterna. Por lo demás, era una niña encantadora y estudiosa que muy pronto se convirtió en una bella joven con una gran vocación: ser enfermera. Se graduó con tan buenas notas que de inmediato le dieron un puesto en el hospital provincial. Rita parecía un ángel caminando por los pasillos de la instalación, con su uniforme blanco, su larga cabellera rubia y su sonrisa de estrellas. Era imposible no notarla. Y esa fue su desgracia.

El doctor Ponte Alegre la escogió para participar en un experimento científico: elaborar el primer mapa cerebral del placer femenino. Ella - junto a otras diez esforzadas voluntarias, sanas y diestras - brindó su cuerpo para beneficio de la ciencia. Las colocaron en cubículos separados y les instalaron auriculares para recibir las instrucciones. Tenían que autoestimularse ciertos puntos erógenos de la coneja - a mano limpia o con un vibrador de 15 milímetros - por intervalos de 5 minutos. Mientras, les escaneaban meticulosamente el cerebro a fin de “mapear” el placer femenino. El estudio arrojó que a las mujeres se les activan más de 30 áreas de la masa encefálica si se las manipula en los sitios correctos y que todo sucede de forma secuencial, como un eco que se propaga y multiplica hasta convertirse en una incontenible catarata. Por fin comenzaba a brillar una luz al final del túnel. El placer femenino tenía una ruta específica y los exploradores no tendrían que remontar su conquista a ciegas. Todo habría sido perfecto si el doctor Ponte Alegre no se hubiera quedado dormido aquella tarde.

No se sabe si fueron los garbanzos, el boniatillo o la música instrumental que le instalaron en el consultorio. El asunto es que se hundió en una siesta profunda y dejó a Rita totalmente abandonada a sus tocamientos ininterrumpidos por espacio de dos horas. Al galeno lo despertó el chasquido del escáner que voló en pedazos atormentado por los fogonazos orgásmicos de Rita. Cuando Ponte Alegre entró al cubículo se la encontró aullando como un lobo, echando espuma por la boca y con el vibrador a medio derretir dentro de la vagina. Lograron sacarla del trance con baños de asiento de agua helada pero Rita nunca volvió a ser la misma. El síndrome de excitación sexual persistente, o SESP, se lo diagnosticaron pasados seis meses. Para ese entonces, ya había hecho el amor con todos los médicos, enfermeros y custodios del hospital. La noche que la encontraron cabalgando a un paciente geriátrico y pitando como un tren la botaron del centro. Fue una decisión dolorosa. El doctor Ponte Alegre trató de impedirlo pero lo más que pudo conseguir fue que recompensaran su abnegada entrega a la experimentación científica con una buena suma de dinero.

Los padres de Rita no se creían el cuento de la enfermedad. Para ellos, su hija era sencillamente una inmoral culicaliente. Por eso cuando Nilza, la vecina de enfrente, sorprendió a su marido haciendo el amor con Rita en la meseta de la cocina y la arrastró por los pelos hasta la casa de a sus padres, estos decidieron que Rita se fuera del pueblo. No podían soportar tanto escarnio.

Rita se fue ese mismo día. Deambuló por varios pueblos. Cuando no podía conseguir a un hombre para aplacarse la entrepierna, se sumergía en el río, en el mar, en la laguna o en alguna piscina ajena durante varias horas. Saliendo de una de estas piscinas conoció a Segundo Toro. Era un hombre bellísimo y de muy pocas luces. Estaba casado con Zoila Guerra, una millonaria mucho mayor que él. Lo de Rita y Segundo Toro no tuvo nombre. Copulaban sin tregua en cualquier rincón de la residencia y de las más diversas maneras. Al principio pudieron evitar que Zoila los sorprendiera porque Rita siempre tenía la precaución de amordazarse antes de chichar para acallar sus gritos. Sin embargo, la noche que Segundo Toro la sorprendió en la ducha con su hombría enhiesta, no le dio tiempo a taparse la boca. Los chillidos despertaron a Zoila y a todo el barrio. Zoila no solo la botó a patadas de su casa sino que contrató un asesino a sueldo para que la matara.

Por eso Zoila Guerra se quedó de una pieza cuando, varios meses después, entró a la feria de un pueblo cercano y se encontró a Rita besándose con el asesino que ella había contratado para que acabara con su vida. El asesino sucumbió al fuego inextinguible de Rita. Fingió su muerte. Le envió a Zoila una foto donde Rita aparecía cubierta de salsa de tomate, con la camiseta rasgada y un machete “encajado” entre el sobaco y la teta izquierda. A cambio recibió su paga y se dedicó a fornicar a toda hora con aquella locota que la vida le había puesto en el camino. Zoila Guerra, presa de cólera al descubrir el engaño, lo denunció a la policía sin darse cuenta que ella misma también se hundía. A los tres los metieron presos: a Zoila por ordenar un asesinato; al “asesino” por extorsión y a Rita por encubrimiento.

A la semana de estar recluida, Rita logró huir. Le hizo el amor al jefe de turno colgada de un ventilador de techo. Lo dejó tan exhausto que el hombre estuvo durmiendo cuatro horas seguidas, tiempo suficiente para que ella escapara sin problemas de la cárcel de mujeres. Viajó sin detenerse hasta llegar a la ciudad. Entonces escuchó hablar de Ningún lado y fue hasta allí a pedir trabajo.

A Linda, una mujer capaz de ver a las personas por dentro, le bastó mirarle a los ojos para comprender que Rita estaba totalmente sola en el mundo, que tenía un corazón de oro y que, además, poseía unas aptitudes excepcionales para su negocio. Le dio techo, una forma de ganarse la vida y una solución para desfogar su irrefrenable calentura. La bautizó con el nombre de guerra de Rita la gritona y le proporcionó una caja de protectores bucales de boxeo para amortiguar el escándalo. Pronto comprobó que Rita se comía un protector por noche y que el gasto era insostenible. Linda decidió entonces que lo mejor sería comprar tapones de caucho para los clientes de oídos sensibles. Después de la muerte de Linda, cuando ya Tres B era la dueña de Ningún lado, se produjo la denuncia por escándalo público. Los vecinos, desvelados por los aullidos, decidieron actuar. Fue entonces que le construyeron a Rita una habitación a prueba de ruido.

Todas las chicas de Ningún lado pensaban que Rita era la criatura más peculiar e insólita del burdel. Pero esa opinión cambió cuando conocieron a Riveralda Malacarne…

(Continuará)

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