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miércoles, 7 de septiembre de 2011

NINGÚN LADO...





Hay quienes se empeñan en obviar lo impepinable. Con Brígida Benedicta Benigna se volvió a demostrar que de eso no se escapa nadie…
El bultito amaneció un día en el pórtico de la entrada del convento de Santa María de Buenafuente del Sistal, antiguo monasterio cisterciense de la Común Observancia. Las monjitas, acostumbradas a lidiar con los subproductos del pecado, la bañaron, la vistieron, la bautizaron con las tres B y le alimentaron la panza y el espíritu.
Al cabo de años, retiros, meditaciones y oraciones, Brígida se convirtió en una de las Anas caritativas del convento. Salía todas las mañanas al terminar las Maitines. Limpiaba heridas, aseaba ancianos mugrientos e hidrofóbicos y despiojaba niños moquillentos. Aunque no lo sabía, Brígida cumplía un mandato inscrito en su mapa genético: expurgaba el mundo tratando de lavar los pecados de sus ancestros. Las monjas eran su única familia y su misión higienista era toda su vida. Por eso aquella noche, cuando Sor Escolástica Eduviges tocó a su brevísima recámara y le avisó que alguien la procuraba, sonrió convencida de que se trataba de una equivocación.
-No tengo parientes, hermana. Soy sola en el mundo.
-La señorita dice que trae noticias importantes de tu familia. Recíbela. Así salimos de dudas.
Brígida Benedicta Benigna lo aceptó como un designio divino, se vistió de prisa y fue hasta el portón. Allí la esperaba una joven de largo cabello color rojo tomate, tetas voluptuosas y empinadas sobre el escote, piernas largas - apenas cubiertas por una minifalda de cuero - y una boca sensual y a todas luces pecadora, pintada de bermellón. “Esto tiene que ser una confusión”, pensó Brígida. No obstante, con una mezcla de paciencia, condescendencia y curiosidad, la saludó.
-Buenas noches, señorita…
-Candela Alegrías, para servirle. Vengo de muy lejos, del otro lado de las montañas. Traigo el encargo de su madre de llevarla a cierto sitio.
-Tiene que ser una equivocación señorita Candela, yo soy huérfana de nacimiento.
-¿Usted no se llama Brígida Benedicta Benigna?
-Sí, ese es mi nombre pero
-¿No tiene usted un lunar de pelos en la nalga derecha?
-Sí ¿cómo sabe?
-¿Y no tiene usted seis dedos en cada pie?
-Sí, pero
-Pues usted misma es la que busco; así me la describió su madre antes de morir. También me dijo que tendría los ojos bizcos y las orejas caídas. No se haga de rogar y acompáñeme, tengo que cumplir la última voluntad de su madre o nunca más se me acercará un varón y, por si no lo sabe, las maldiciones de su madre se cumplen al pie de la letra.
Brígida Benedicta Benigna se quedó sin aire. Todo le daba vueltas. Evidentemente, la vida que había vivido durante 35 años empezaba a desmoronarse y una verdad, llena de sorpresas y peligros, se cernía sobre ella. Sor Escolástica Eduviges solo asintió una vez, con los ojos a punto de reventar por el azoro. Esa fue la aprobación tácita para que Brígida saliera del convento y se subiera al auto con aquella joven que había venido a desordenarle el mundo.
El viaje fue largo. Para ser exactos, duró cuatro días. Hicieron varias paradas para comer e ir al baño. Cuando a Candela le apretaba el sueño, simplemente se detenía a orillas de la carretera, echaba el asiento hacia atrás y dormía varias horas roncando como un estibador. Brígida, en cambio, no había podido pegar un ojo. Todo le daba miedo, sobre todo la sensación de estar irremediablemente perdida en compañía de una loca que para colmos, traía un incendio en la cabeza.
El último día de camino la cosa empeoró. A medida que se acercaban a su destino, Candela empezó a acicalarse como si se prepara para exponerse en una feria. Se depiló las cejas, se limó las uñas, se maquilló y se cambió varias veces de peinado. Hasta se sacó el sostenedor de ovalitos que llevaba puesto y lo sustituyó por uno de encaje negro con bordado de lentejuelas en los pezones. Todo eso sin dejar de manejar. Brígida estaba más blanca que un cirio del altar. Se dedicó a hacer un maratón de rosarios para no ver los postes del alumbrado público que a cada golpe de timón se le venían encima. Sin embargo, aún faltaba lo peor. Ante la mirada atónita de Brígida, Candela buscó en la cajuela una maquinilla de afeitar y procedió a rasurarse sus partes íntimas a la brasileña mientras cruzaban una céntrica avenida.
El primer encontronazo fue contra un hidrante. El segundo contra un estanquillo de periódicos. Cuando finalmente se detuvo el auto, Candela trataba de disimular su pubis a medio trasquilar y cruzado de arañazos mientras Brígida se sacaba de la boca el rosario que, por un tilín, estuvo a punto de tragar. Antes de que la policía se llevara detenida a Candela, esta alcanzó a darle a Brígida un sobre donde había unas instrucciones que debía seguir fielmente.
A Brígida le bastaron dos horas más de camino en autobús para llegar a su destino. Llegó en plena noche a la ciudad. Caminó hasta la calle de Los suspiros. La única claridad venía de varios anuncios lumínicos que parpadeaban nombres que no eran de fiar: “Rumichaca”, “Las terneras”, “Y eso creo”, “Las jaibas”. El corazón de Brígida latía desenfrenado. Al final de la calle vio un edificio de tres pisos, muy iluminado y con mucho lujo. En la portada tenía un letrero que decía: “Ningún lado”.  Al leer este último letrero Brígida recordó algo; abrió de nuevo el sobre y leyó las instrucciones. Al fin había llegado a su destino.
Entró y de momento el humo, la música y el murmullo de la gente la aturdieron y sintió como si toda ella se hiciera transparente. Sin embargo, fue todo lo contrario. Su presencia disonante se agigantó hasta lograr un completo silencio. Toda la actividad del sitio se detuvo y un grito rasgó de lado a lado el salón: ¡Una monja!
En el momento en que Brígida se desvanecía bajo el peso de todas las miradas, una mujerona la agarró en vilo y se la llevó hacia uno de los lujosos compartimentos.
Cuando Brígida volvió en sí, la mujerona – que se había quitado la peluca rubia y había dejado al descubierto su cabeza rapada- la abanicaba con un gran abanico de plumas.
-¿Te sientes mejor?
-¿Dónde estoy?
-¿Tú eres Brígida, verdad?
-¿No me digas que tú también sabes que tengo un lunar de pelos en la nalga? Dios mío, esto es una pesadilla.
-No, es la realidad. Bienvenida. Mi nombre es Paloma. Bebe este vaso de agua y escucha. Tengo que hacerte una historia.
Brígida Benedicta Benigna sintió un escalofrío. La verdad era inminente. Se bebió el agua de un tirón y miró a Paloma, excesivamente maquillada, estrictamente pelona, con una nuez de adán del tamaño de una naranja china, un vestido negro al ras de las ingles y unas sandalias que parecían un par de lanchas con tacón. Suspiró. Según las instrucciones, tenía ante sí al guardián de su secreto. Paloma se secó el sudor de la frente con un pañuelito, lo dobló con sus manazas de uñas largas y rojas y comenzó a hablar.
-Conocí a Linda cuando ella tenía 10 años y yo 8. Fue en el circo ambulante. Ya a esa edad Linda trabajaba. Se vendaba los ojos, se subía a un redondel de madera con los brazos y las piernas abiertas y dejaba que el bizco le lanzara cuchillos alrededor de todo el cuerpo. ¡Cómo aplaudían ese número! Yo tenía que conformarme con limpiar las jaulas de los monos y los elefantes… Pero Linda siempre me consolaba y me regalaba dulces y caramelos que compraba con las moneditas que le pagaban. Sin embargo, todo cambió cuando Linda cumplió 13 años. Por primera vez el bizco falló. Le clavó un cuchillo en el antebrazo izquierdo. Fue un susto tremendo. Esa noche el bizco, lleno de remordimientos, se bebió una botella de ron entera, agarró una pea descomunal y terminó violando a Linda. A los nueve meses naciste tú. Yo mismo te corté la tripa del ombligo con uno de sus cuchillos. Linda juró que tú tendrías mejor vida, te escondió en una de las cajas del mago y unos días más tarde te dejó en un convento. Luego escapamos los dos del circo. Deambulamos por el mundo hasta que vinimos a parar a esta calle. A partir de ese momento tu madre trabajó sin descanso. Limpió pisos, sirvió cervezas y consoló hombres hasta convertirse en la jefa de este boyante negocio. Nunca quiso buscarte, prefería que la heredaras después de muerta. Sentía vergüenza…
-¿De su… trabajo?
-No, de la bizquera. Y veo que no estaba equivocada. Eres igual que tu padre. Pero, en fin, lo importante es que ahora eres una mujer muy rica y poderosa. Eres la dueña de toda su fortuna. Aquí tienes su testamento y una nota escrita de su puño y letra.
El primer instinto de Brígida fue salir corriendo. Se imaginaba los ojos incesantes de Sor Escolástica Eduviges mirándola, sentada en aquel sitio. Se sobrepuso. Agarró el testamento y la nota. Desdobló esta última y la leyó:
“Solo te pido que no lo vendas. Si no lo quieres, déjaselo a la pobre Paloma a quien la vida ha maltratado hasta con un cuerpo equivocado. No me juzgues mal. No te abandoné en un convento, te casé con Dios. Con tamaño marido ningún desgraciado podía joderte. Si quieres seguir ayudando al prójimo quédate al lado de las putas, no hay seres que necesiten más ayuda espiritual que ellas. Además, nadie tiene que saber lo que haces. Si te preguntan dónde estás, le respondes que en Ningún lado… Tu madre”
Brígida Benedicta Benigna sonrió por primera vez desde que había salido del convento, miró a Paloma que la observaba expectante y le dijo:
-Del impepinable nadie escapa… muéstrame mi oficina.
Paloma aplaudió de alegría y la condujo por un pasillo largo hacia una gran puerta de cristal velado. Por el camino le preguntó pícara, guiñándole un ojo:
-¿El impepinable ese, es cosa de monjas…?
Sí. A Brígida no le quedaron dudas. Su vida había dado un vuelco de 180 grados pero su misión era inescapable...



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