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lunes, 4 de octubre de 2010

EL CUMPLEAÑOS DE ABIGAIL


A pesar de ese nombre tan vetusto, Abigail solo cumplía tres añitos y sus padres tiraron la casa por la ventana. El patio de la casona en Coral Gables lo llenaron de mesas con manteles azules, sillas con lazos tipo avioneta en el respaldar, cientos de globos multicolores, varias piñatas, una torta de cuatro pisos y medio con “Spiderman” en la cima a punto de salir volando, bocinas con música a todo dar, camareros que servían croqueticas, máquinas de hacer rositas de maíz y algodón de azúcar, parillas humeantes con perros calientes y hamburguesas, varios castillos inflados donde los niños brincaban hasta desmelenarse y un ejército de Elmos, Mickys, Plutos y otros personajes de pelambre sintética y patas gigantescas que caminaban entre los invitados, con pasos torpes y jadeantes, bajo el sol del mediodía. Tampoco faltaba la payasita que le pintaba las caritas a los niños y los hacía bailar. Mucho menos el barril gigantesco donde cada invitado depositaba su regalo ‘enmoñado’.

Yo estaba fascinada. No podía evitar comparar todo aquel derroche con mis cumpleaños casi imaginarios allá en mi Cojímar racionada. Nos bastaba – o nos tenía que bastar - con el lujo de una lasquita de torta casera con sabor a vainilla desvanecida que hacía mi madre, tras un año de acopiar los ingredientes necesarios, y un vasito de limonada - solo en los años pares - que era cuando al limonero del patio le tocaba ‘parir’. Mi padre se envolvía una toalla en la cabeza, a modo de turbante, y nos divertía sacándonos centavos de la nariz con sus pases de magia aficionada y su corazón de gigante. Terminábamos en la calle jugando al chucho escondido, bailando la suiza o compitiendo a ver quién escupía más lejos hasta que caía la tarde y la oscuridad nos obligaba a regresar a nuestras casas. En esos pensamientos estaba sumida cuando el llanto de un niño me trajo de nuevo a la realidad. Era Abigail, el cumpleañero. Estaba en una esquina del patio, solo en medio de aquella multitud que comía y se divertía en su nombre. Sus padres estaban demasiado ocupados atendiendo a los invitados, sus dos abuelas discutían entre sí sobre como debían servirse los bocaditos y sus dos abuelos tomaban cerveza con un grupo de amigos, reían a carcajadas y jugaban dominó en una mesa de caoba debajo un gran framboyán.

Me acerqué a Abigail y traté de calmarlo. Le dije varias cosas pero no me entendió. Solo entendía inglés. Entonces agarré una servilleta de una de las mesas y le hice una ‘picúa’ o avioneta de papel. Se la lancé y la ‘picúa’ planeó por varios instantes en el aire hasta aterrizar justo a sus pies. La cara de Abigail cambió por completo. Así nos pasamos el resto de la fiesta. Yo se la lanzaba y él me la devolvía en una espiral de risas y alboroto.

Casi al finalizar aquella rumbantela, el padre de Abigail vino a buscarlo para que se ‘despidiera’ de su jefe, en un evidente intento por congraciarse con tan “importante” personaje. Abigail se alejó diciéndome adiós y con la ‘picúa’ en sus pequeñas manitas. Una semana después me contaron que esa noche, cuando se acabó la fiesta, sacaron todos los regalos del barril y los abrieron delante de Abigail. Había montones de juguetes de brillantes colores, trajecitos y camisetas y hasta un caballo de peluche del tamaño de un pony de verdad. Sin embargo, nada de eso le llamó la atención. Dicen que, rendido de cansancio, se quedó dormido en el sofá de la sala, aferrado a la avioneta de papel que le hice con la servilleta. Estoy segura que Abigail sabía que aquella ‘picúa’ era mucho más que un juguete. Era un acicate para su imaginación infantil, un artilugio mágico con el que podía interactuar con otro ser humano y sentirse menos solo, una prueba fehaciente de que lo más bello de este mundo es invisible porque habita en dimensiones insospechadas, como en la fiesta de una mirada compartida... Estoy segura de eso. Los niños son sabios.

1 comentario:

  1. Ando buscando una palabra para describir esta historia, que ya no te haya dicho ya por otras. Esta es Balsamica.

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