AVISO:

ESTE BLOG CREA ADICCIÓN. ENTRA A TU PROPIO RIESGO.

martes, 5 de octubre de 2010

EL ESTRÉS


Sin dudas es socorrido. Por su causa se nos pueden perdonar ciertos olvidos, alguna que otra palabreja altanera y, en casos extremos, que se nos salga la bestia que llevamos dentro y se manifieste en toda su fiereza con uñas, pelos y dientes. El asunto es a qué se lo atribuimos. Cuál es la causa que lo desencadena. Cuánto hay de realidad y cuánto de mito en ese fenómeno capaz de justificar cualquier conducta de la vida moderna. Qué es lo que nos dispara ese chucho ancestral que nos conmina a pelear o correr.

Cuando llegué a este país me advirtieron:

- Prepárate, mijita, aquí se vive con mucho estrés. El tráfico, el trabajo, los “biles” y un montón de cosas más, todas girando a tu alrededor a gran velocidad. Ya verás lo que es la vida aquí…

Yo me encogí. Me imaginé sobreviviendo en el mismísimo ojo de un ciclón. Me persigné y le pedí ayuda a mis orishas porque, fuera como fuera, ya no había marcha atrás.

Lo primero que experimenté fue el tráfico. Aprendí a manejar, me compré mi “transportation” - un Chevy Nova del ochenta y piquito que caminaba bien y hasta tenía radio y aire acondicionado – y me lancé a las calles, mejor dicho, a las avenidas y a los ‘express ways’, bien pavimentados, sin baches ni pelotones de asfalto, como los que se hacían en Cuba frente a las paradas de las guaguas a fuerza de frenazos. No lo niego, el volumen de vehículos de Miami me impresionó. En un tramo del camino tuve que aminorar la marcha y fluir lentamente con el intenso tráfico. Entonces me acomodé en el asiento - disfrutando de la intimidad de mi carrito - bajé el aire acondicionado para que me refrescara bien y cambié varias emisoras de radio hasta que encontré una con mi música preferida. Miré el reloj. ¿Llegaré a tiempo al trabajo? Entonces pensé ¿Este será el estrés del tráfico del que tanto hablan? No pude evitar recordar un día cualquiera en Cuba, corriendo detrás de una guagua hasta poner un pie en el estribo y meter la mano por entre las piernas de un viejo para agarrarme de un tubo o de una tuerca o de las paredes de metal, como si fuera una lagartija. Luego empujar hacia arriba restregándome contra hombres, mujeres, niños y jabas y empezar a sudar y a sudar, sintiendo como las gotas me resbalaban por la nuca, se me deslizaban por toda la espalda y se me desprendían de las nalgas hasta caerme en los carcañales, y la guagua ahí, parada, sin moverse, y el chofer mirando por el espejo retrovisor y gritando – El culoncito de la camisa de cuadros que acabe de subir… Hasta que no cierre la puerta de atrás no me muevo… En ese entonces no tenía reloj pero ni tan siquiera me hacía falta. Sabía de antemano que siempre iba a llegar tarde.

Después vino el contacto con el trabajo en la yuma. Tuve suerte, conseguí trabajo enseguida repartiendo faxes y correspondencia en una oficina. Me pasaba ocho horas caminando, subiendo y bajando en ascensor, en una deliciosa atmósfera refrigerada, tomando cafecito recién hecho y almorzando todos los días una ‘chuchería’ diferente. Sí, la jefa era un bofe, pero no más bofe que la que tenía en Cuba, donde trabajaba menos pero pasaba un calor de mil demonios, la comida era una bazofia, tenía que ir todos los años a la agricultura y para tomar algo calientito tenía que zamparme un cocimiento de caña santa o de guisazo de caballo porque de cafecito, nada. Y para colmos, el salario del mes solo me alcanzaba para dos botellas de aceite en el mercado negro, no como aquí, que si me programo bien, me alcanza hasta para pasear. ¿Este será el estrés del trabajo?

Aquí si se rompe el grifo del agua de la cocina, vas a Home Depot y te compras otro. En Cuba se rompe ese mismo grifo y tienes que ponerle un taco de madera al mocho del tubo para clausurarlo de por vida y a partir de ese momento, fregar con un cubo y un jarrito. Aquí se deshilacha la sábana y simplemente la botas y te compras otra. En Cuba la remiendas unas doscientas veces hasta que se vuelve transparente y entonces la haces trapitos y los guardas para los “días difíciles del mes”. En Miami, si el colchón no te deja descansar bien, te compras otro, último modelo, y lo pagas a plazos. En Cuba, los colchones se heredan, de generación en generación y todos los años hay que abrirlos de arriba abajo, sacarles las tripas y enderezarles los muelles mohosos, volver a embutirles la misma tripa marchita y milenaria y “suturarles de nuevo la herida”. Y si no duermes bien, ponte a leer… si hay luz eléctrica. Si no hay electricidad, te puedes entretener matando mosquitos de oído. Y si el calor es agobiante, te puedes echar un poco de agua por encima y sentarte encuero en un sillón, hasta que se evapore la última gotita sobre tu piel.

La verdad es que si en Miami se vive con estrés yo apenas me doy cuenta. Quizás ya vine entrenada. En Cuba todo era tan problemático… hasta las necesidades fisiológicas, sin agua suficiente y utilizando cualquier papel, desde el periódico hasta las revistas coreanas, impresas en aquel papel brilloso y nada absorbente que era como rasparse las entrañas con un cartabón plástico… tan diferente al papel de baño Charmín con Aloe Vera y vitamina E… ¡Una sedita!

No voy a polemizar con los estudiosos y los académicos que afirman que el mundo desarrollado es muy estresante ni tampoco me interesa que esos señores cambien de idea. Simplemente voy a disfrutar de este estrés que me he ganado después de tanto tiempo de vivir en esa otra parte del mundo que, según ellos, es más simple, sosegada y apacible…

No hay comentarios:

Publicar un comentario