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viernes, 1 de octubre de 2010

UNA REVOLUCIÓN PARA LOS DESCALZOS


De todo este relajo que me ha tocado vivir nada ha sufrido más las consecuencias que mis pies… La “cruzada justiciera” que aún asola mi país acabó con ellos. Un par de zapatos al año – el que te toque comprar por decreto gubernamental - no sería tan malo si no fuese mutilador de aspiraciones y derechos personales. Lo peor es cuando - por alguna causa, “tremebunda, histórica, insoluble y hasta meteorológica” (que en excusas para no resolver problemas no hay quien le gane al ‘divertículo en jefe’) - no puedes llegar a tener ni tan siquiera eso.

Por ejemplo, durante toda mi escuela primaria usé el mismo par de zapatos. Al final de sexto grado ya no eran zapatos, eran dos pellejos flácidos, remendados hasta el infinito y a los que mi madre hubo de cortarle las puntas para que por ellas salieran arrolladores mis tercos dedos, decididos a crecer, junto con el resto del pie, aunque no hubiese lugar para ellos en este mundo. Ni qué decir de las medias, también racionadas e inexistentes. A mi abuela se le ocurrió remediar esa escasez mandándome a tejer un par. Consiguió hilo de cono - un hilo grueso propio para hacer redes de pescar. Elpidia, la vecina, me hizo un par de medias en un primoroso “punto arroz”, rematadas con un costurón que parecía una cicatriz de guerra. Estar parada todo el día sobre aquellos “granitos de arroz” era sencillamente agónico. Por eso todos los días al llegar de la escuela corría a la cocina, me quitaba medias y zapatos y me rascaba las plantas de los pies con un tenedor por 30 minutos. ¡Qué alivio!

Para las tardes, algún que otro cumpleaños y los sábados y los domingos, usaba las sandalias de “tiritas” de Alile, un zapatero de mi pueblo que hacía “trabajitos clandestinos”. Como no había materiales, mi madre fue deshaciéndose de todas sus carteras y monederos, uno por uno, incluso de un maletín color “rana toro”, con el que me hicieron las sandalias más horribles que jamás tuve. Así, con mínima sujeción, anduve por mi niñez dándole rienda suelta a un desmedido crecimiento pedicular. Me fracturé varios dedos contra piedras y otros obstáculos de calles y caminos y perdí varias uñas por pisotones de botas militares y cañeras en las guaguas llenas. Por lo demás, tuve suerte. Al empezar la secundaria me destaqué en las clases de educación física, especialmente en gimnasia, en la especialidad de barra fija. Mis pies anchos y amaestrados se prendían de la barra con tal precisión que llegué a ganar varias competencias regionales. Aunque no todo fue bueno. En mis quince me prestaron unos zapatos de puntera estilete y un número menor que mi talla porque el par que me tocaba comprar por mi cumpleaños, en la peletería “Primor”, no me lo pudieron entregar a tiempo. En todas las fotos quedé horrible, con una cara de sufrimiento atroz. Además, perdí a mi primer novio por culpa de aquellos zapatos “tenazas”. Mi novio me dio un leve pisotón mientras bailábamos pero mi dolor era tal que reaccioné desproporcionadamente y le calé un puñetazo que lo tiré al piso. Nunca más quiso hablarme… Después de aquella noche tuve los pies puntiagudos, como dos flechas, durante varias semanas. Al final, me salieron sendos juanetes.

Luego llegaron las escuelas al campo con una variedad de botas más grandes que mi pie, zapatillas de tela y zapatos plásticos (Kikos). Durante esa época desarrollé callos, me trocé dedos, me llené de ampollas de sangre y padecí de hongos urticantes, especialmente por culpa de los Kikos plásticos, unos zapatos ajenos al trópico y capaces de hacerte sudar los pies hasta la frontera de la deshidratación.

No puedo dejar de mencionar los zapatos de “charolina”, con la cambrera o arco del pie fuera de lugar, los que me garantizaron un padecimiento en ambas rodillas para toda la vida, ni tampoco las sandalias de plataforma que me mandé a hacer con un particular en el Vedado: verdaderos trozos de madera con los que anduve caminando como Frankestein durante toda mi etapa de universitaria y por culpa de los cuales me quedé con una fuerte propensión al esguince. Tampoco puedo olvidar las “cocalecas” de la Plaza de la Catedral, cuyas tiras amarradas hasta la rodilla me sacaron unas cuantas várices, ni tampoco los zapatos de piel de tilapia y fibra de malangueta del “período especial”, tan frágiles como alérgenos.

Al cabo de tantas peripecias he llegado al final de mi vida con un amasijo de dedos y callos desparramados que apenas me caben en ningún zapato. Hubiera preferido andar totalmente descalza. Al menos sería como los patagones, o como el Canco, un personaje de mi pueblo que podía enderezar puntillas con los carcañales. Pero no, soy simplemente una semi lisiada, una patiplana hipersensible que en lugar de pies tiene un par de patinetas sin ruedas llenas de magulladuras. En fin, si alguna vez alguien le habla de una “revolución para los descalzos” no pierda tiempo y échese a correr a toda velocidad hacia un lugar donde pueda poner a salvo sus pies y su derecho soberano a calzarse como a usted le dé la gana…

1 comentario:

  1. Jajajaja...Si yo hubiese pasado por todo eso, a estas alturas, no quedaría de mis señoritingos pies ni un muñón.

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