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viernes, 3 de junio de 2011

LOS MILAGROS DE IROKO


Crecí sin darme cuenta. Mi vida era el trabajo apilando caña y, cuando me hice más fuerte, tumbándola con el machete. Por las tardes eran los cuentos y las santiguadas de Babalocha. Por las noches, bajo la Ceiba de las ceremonias, eran las estrellas. Todo cambió cuando conocí a Maíta.

Maíta era preciosa. Tenía el cuerpo de Oshún y los ojos líquidos como dos tazas de café. La amé desde el primer día que la vi. Venía de pie en el carretón, junto con los otros esclavos que llegaron ese día a la plantación. Me miró con el mismo susto de las tojosas cuando las merodea un cernícalo lépero. Eso bastó para que me rindiera el corazón. Nos ajuntamos varios días después. Fue de madrugada. La llevé a la Ceiba para que nos bendijera Iroko, la diosa dulce y buena que vive en su tronco. Allí mismo, debajo de aquel árbol sagrado, nos amamos tanto que fundamos una estrella. Debí haberme dado cuenta que todo era demasiado bueno…

El embarazo se confirmó poco después. A Maíta le dio por comer ciruelas verdes con sal y a Zobeida, la negra más vieja de la dotación, no le quedó ninguna duda:

-Mamba, tu tá ser padre.

Me parecía imposible tanta felicidad. Esa tarde llegó Juan Bruno, el mayoral. Venía de la capital donde había pasado dos meses cumpliendo encargos del dueño del trapiche. Sus ojitos de jutía se llenaron de lujuria en cuanto Maíta le pasó por delante. En ese mismo momento, una nube negra nubló el cielo y se hizo de noche.

Los gritos de Maíta me despertaron cuando soñaba con mi hijo. Salté de la hamaca y agarré el machete de cortar caña. Cuando llegué al barracón de las mujeres, Juan Bruno estaba a horcajadas sobre Maíta que yacía inconsciente en el piso de tierra. No pude evitar ver la lengua de Juan Bruno metiéndose como un jubo maldito en la boca entreabierta de mi Maíta. Tampoco la brutalidad con la que cabalgaba sobre su vientre adolescente. No vi nada más. Cuando recobré la visión, la sangre del mayoral se confundía con la que le manaba a Maíta de las entrañas. Azorado, lancé el machete al piso y varios hombres del mayoral me agarraron por las manos y los pies y me sacaron de allí en andas directo al cepo.

En mi memoria solo tengo recuerdos del primer día. El sol era abrasador. Juan Bruno, con la herida en su hombro aún fresca, se encargó en persona de azotarme con su brazo bueno hasta que cayó extenuado y adolorido. Entonces pidió a sus hombres que me siguieran azotando por turnos. Prohibió que me dieran comida y agua. Esa madrugada, Maíta vino a verme. Zobeida se encargó de echarle dormidera al café del hombre que me vigilaba. Maíta tenía el rostro amoratado y caminaba despacio, doblada por el dolor. Me acarició la cara con su mano de azúcar. Me dio a beber agua de un güiro y me untó sábila en la espalda en sangre viva. Luego me dijo:

-Perdimos nuestro primer hijo, Mamba… y todos. Mi vientre se apagó.

Vi sus lágrimas resbalando silenciosas por sus mejillas y el grito se me ahogó en el pecho. Maíta me dio un beso y se marchó antes de que el hombre del mayoral se despertara. Al día siguiente, con las primeras luces, se reanudaron los azotes pero ya yo no los sentía. El corazón me dolía más que el cuero. Traté de morir. Casi lo logro. Cuando volví en mí ya no estaba en el cepo. Estaba en una cama en el cuartón de los criados de la casa. Taita Lemba, el cocinero, me contó que al mediodía había llegado Don Alfonso, el dueño. Cuando vio lo que me estaban haciendo se horrorizó. Pidió que le contaran y en cuanto supo la verdad, reprendió al mayoral y mandó que me soltaran de inmediato y me curaran las llagas de la espalda.

-Tú tá sabé que Don Alfonso tá sé un hombre justo, Mamba.

-Ahora sí tengo que huir, Taita... Juan Bruno es el mismo Okurri Borokú, un diablo cruel y caprichoso. Él no perdona. En cuanto el dueño regrese pa’ la capital hará que Maíta sea su mujer a la fuerza y a mí me matará sin remedio.

Taita Lemba guardó silencio. Sabía que yo tenía toda la razón. Me dio a beber de sus cocimientos sabios que todo lo curaban y empezó a cantarle a Oloddumare en voz baja invocando su protección. A los dos días, Don Alfonso partió para la Habana y a mí me llevaron para el barracón. Le mandé enseguida aviso a Maíta. Esa misma noche, justo a las doce, nos fugamos. Ninguno de los dos podía andar muy de prisa pero tratamos de adelantar camino lo más posible. A las tres horas estábamos exhaustos. Nos detuvimos. A los pocos minutos escuchamos el ladrido lejano de los perros.

-Ya nos descubrieron. Por ahí viene Juan Bruno con sus perros y sus rancheadores. Tenemos que seguir.

Nos incorporamos y tratamos de correr pero nuestros movimientos eran cada vez más lentos y torpes. Maíta se cayó varias veces. Finalmente comencé a llevarla a rastras. Al filo de las 5 de la madrugada, empezamos a subir por la ladera de una montaña. Mis pies descalzos resbalaban cada dos pasos. Torcí por un sendero que parecía menos empinado y apenas empecé a recorrerlo sentí el golpe seco del metal contra el hueso. El dolor me apretó la boca. Había pisado una trampa para cimarrones. Maíta logró librarme de ella con la ayuda de una rama de Caoba pero ya el daño estaba hecho. Mi pierna derecha estaba lacerada casi por completo a la altura de la pantorrilla. Maíta se arrancó parte de la bata y me la amarró con fuerza tratando de contener la sangre. Apenas podía moverme pero sabía que teníamos que seguir. Los ladridos de los perros estaban cada vez más cercanos. Con un esfuerzo sobrehumano avanzamos apenas diez pasos hasta entrar en un pequeño descampado. En el mismo centro había una Ceiba majestuosa. A juzgar por el ancho de su tronco debía tener como cien años.

Ya los ladridos de los perros nos resonaban casi en la nuca y podíamos oír los gritos de los hombres achuchándolos para que siguieran nuestro rastro. No sé cómo llegamos al pie de la Ceiba. Nos dejamos caer y nos recostamos contra su tronco. Maíta y yo nos miramos. Por unos breves instantes todo desapareció a nuestro alrededor. Sólo éramos ella y yo y nuestro amor, un amor limpio, transparente, gigante en su simple pequeñez, enorme en su entrega absoluta, desgarrador en su intento por no morirse justo cuando empezaba a nacer. Nos besamos. El jadeo de los perros y las hojas crujiendo bajo las pisadas de Juan Bruno y sus cazadores de esclavos nos trajeron a la realidad.

Maíta se apretó contra mí y yo saqué el machete de la vaina y lo alcé, dispuesto a defender a mi amada hasta el último aliento. Allá, por entre las altas ramas de la Ceiba, me pareció ver una luz pero no pude comprobar si era el día que ya estaba amaneciendo. El primer rancheador entró en el descampado y avisó a los otros. Nada podía ya salvarnos. En ese momento cerré los ojos y grité con todas mis fuerzas ¡Ayúdanos Iroko!

Me despertó un vaho caliente en la cara. Era el aliento de un perro amarillo que me lamía la cara y me miraba fijo. Tuve que restregarme varias veces los ojos para poder creer lo que veía. Maíta dormía a mi lado, respirando suave como una mariposa. Mi mano crispada todavía empuñaba el machete. Alrededor de la Ceiba estaban esparcidos los cuerpos inertes de los tres rancheadores, de Juan Bruno y de los cinco perros que los acompañaban. Todos con la marca de una mordida mortal en el cuello. Busqué con la mirada al perro amarillo pero había desaparecido por completo. Entonces, entre las ramas de la Ceiba volví a ver aquella luz, una luz fosforescente que reía con risa de mujer. Lo supe. Esa tenía que haber sido Iroko.

-¡Gracias, Iroko, por salvarnos la vida!

-Fue el amor quien los salvó… Siempre es el amor.

Aquella voz de miel se apagó de golpe junto con la luz. La risa se quedó unos instantes flotando como un manojo de cascabeles hasta que se desvaneció por completo en el mediodía. Maíta despertó más tarde y me curó la pierna con unas hierbas, como le había enseñado Zobeida. Luego fue al otro lado del descampado y encontró un manantial y varios palos de mango y tamarindo. De eso vivimos hasta que al fin pude tenerme de nuevo en pie. Entonces seguimos camino y llegamos a la orilla de un río caudaloso.

-Aquí quiero vivir mi vida junto a ti, mi negro bueno.

Entre los dos levantamos un conuco. Justo al frente, Maíta plantó una Ceiba.

-Quiero que Iroko viva junto a nosotros siempre. Quiero que todos nuestros besos aniden en sus ramas y por las noches vuelen por el mundo de los sueños… quiero que un día, cuando tú y yo ya no estemos, bajo esta Ceiba el amor siga haciendo milagros…

Y así fue.


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