AVISO:

ESTE BLOG CREA ADICCIÓN. ENTRA A TU PROPIO RIESGO.

jueves, 9 de junio de 2011

LA REINA DE LA PAPA


Una línea irregular de bandejas de aluminio. Eso es todo. Cierro los ojos y me inundo de olores a fogón de leña, a cazuelas tiznadas, a mechón de luzbrillante y a leche ahumada o sopa ahumada o cualquier cosa irremediablemente ahumada. Quizás lo demás de mi primera escuela al campo fue tan intenso que mi memoria se encasquilla en esa sola instantánea. Sin embargo, lo ‘otro’ permanece, subyace y merodea mis sueños y mis vigilias… es hora de exorcizarlo.

Todo habría sido diferente si el riguroso plan que mi madre organizó, dobló y preparó para mí en la maleta de madera - con candado de calabozo - se hubiera cumplido al pie de la letra. Allí, junto a la ropa de trabajo, las chancletas de baño, el mosquitero, las botas de mi hermano dos números más grandes que mi pie, la lata de leche condensada hecha ‘fanguito’ y la estampita de la Caridad, estaban un montón de advertencias y órdenes que debía seguir durante mis primeros 30 días lejos de ella. Pero la vida es una cabrona.

Tras cuatro horas de baches, bom-bom-chíes y otras canciones destinadas a enardecer nuestro ‘entusiasmo revolucionario’, desembarcamos en un campamento llamado “Nueva Esperanza”. Nos reunieron en una explanada al lado de una nave de paredes de bloque y techo de zinc que servía de comedor. El compañero jefe del plan – no puedo recordar su nombre, solo sus polainas y sus ojos de jabalí - nos dio la bienvenida subido en una caja de madera. Nos explicó que íbamos a “rastrojar” papas, o sea, buscar las papas quedadas, las que se resistieron a la primera recogida y se quedaron escondidas debajo de la tierra colorada. El compañero finalizó su perorata llena de ‘vites’, ‘íbanos’, ‘cállensen’ y ‘fartas de indisciplinas’ con un Patria o Muerte sesgado y una mirada de lobo estepario clavada en el escote de Cuquita la tetona.

Salimos corriendo a desembarcar nuestro equipaje en la nave dormitorio. Era una especie de barracón de madera con techo de guano y piso de cemento. Alcancé apenas a colocar mi maleta en la cama de arriba de la penúltima litera y a ponerme mi ropa de trabajo. En eso sonó la campana y tuvimos que montarnos a toda carrera en el camión que nos llevaría al campo de papas. El trabajo era agotador. Los surcos se perdían en el horizonte y las puñeteras papas “quedadas” eran más mañosas que un guajiro viejo. Eso más el sol, los jejenes y la botas grandes de mi hermano, completaban la tortura. Sin embargo, pronto descubrí que aquello no era lo peor. Una sopa podía ser mucho más terrible.

Fue en mi segunda noche. Yo era parte de la línea de bandejas de aluminio que avanzaba lenta bajo la luz de los mechones de luzbrillante. Por fin llegó mi turno y por la ventanita de la cocina me descargaron dos cucharones de sopa, tres cucharadas de manjar oriental y un pan de boniato. Con mi preciada carga me fui hasta un espacio vacío en una de las largas mesas de piedra y me acomodé como pude. Tenía un hambre atroz y empecé a engullirme la sopa a gran velocidad. De pronto mi cuchara tropezó con algo duro. Traté de picarlo creyéndole una vianda resistente. La ‘cosa’ no cedió. ¿Qué podía ser? ¿Un hueso? En la semioscuridad no veía bien. Opté por el sentido del tacto. Palpé. Había partes blandas… Mmm, si era un hueso tenía sus masitas. ¡Coño, eso sí era un premio! Para cerciorarme, alcé la ‘cosa’ y la observé contra la luz de uno de los mechones. Horror. Espanto. Era la cabeza de un pollo con cresta, pico y un par de ojos vidriosos. La lancé lejos y salí disparada. Estuve vomitando una hora. Al día siguiente, regresé al comedor con más hambre aún pero ya había aprendido mi lección: antes de empezar a comer, metí las dos manos en la bandeja y sobé bien toda la comida, por si acaso. Así hice por el resto de los días. Cualquier objeto duro lo desechaba sin mirar. Solo una vez, mientras manoseaba la comida, pensé en mi madre y en sus buenas costumbres. Me la espanté rápido de la mente.

Otra experiencia ‘formadora’ fueron los batracios. Aprendí a perderle el miedo a las ranas. Me aburrí de huir despavorida cuando alguna de las niñas de los grados superiores corría detrás de mí para lanzarme una por la cabeza o metérmela en el blúmer. Me hice experta en agarrarlas a mano limpia y lanzarlas a la manigua. También vencí mi pánico a las moscas verdes, pero en honor a la verdad, eso me tomó más trabajo.

Las moscas verdes son unos insectos demoníacos que habitan en las letrinas – casetas con hoyos en el piso por donde se lanzan los excrementos y el orín a una especie de sótano pestilente. Cada vez que iba a la letrina y me bajaba los pantalones para orinar, cientos de moscas verdes levantaban el vuelo seseando frenéticas y amenazadoras. Yo salía corriendo con el trasero al aire. Durante dos días estuve tratando de hacer pis sin lograrlo. De noche, de madrugada, a cualquier hora, allí estaban aquellos bichos del infierno esperando por mis nalgas. Al tercer día me agarraron las fiebres. Me llevaron al policlínico del pueblo con la panza inflada como un globo. Allí, sin muchos miramientos, me pasaron una sonda para sacarme toda la orina que tenía acumulada en la vejiga. Después de aquello tomé una decisión: me cagaría en las moscas y en su zumbido diabólico. Era preferible que las moscas me comieran el culo a que la robusta y tosca enfermera del policlínico me encajara de nuevo otra sonda.

También aprendí a fumar. Fue con un Veguero, un cigarro largo y negro que me dejó las pupilas dilatadas y el pecho atorado durante dos días, pero valió la pena. Entrar al grupo de las fumadoras fue como escalar varios peldaños hacia la cima de la popularidad.

Sin embargo, lo más inolvidable fue lo de Cuquita la tetona y el jefe del plan. A partir de la segunda noche de nuestra estancia en “Nueva Esperanza”, los dos entraban puntual y subrepticiamente al albergue a las doce de la noche. Siempre lo hacían por la puerta de atrás. Se acostaban en la última litera, la que estaba al lado de la mía, y chichaban como dos conejos rabiosos. Al terminar, se vestían y volvían a salir sigilosos.

La primera vez quedé catatónica, despierta y con los ojos fijos en el techo de yagua, sin poder pestañear durante varias horas. Al amanecer logré reponerme un poco pero pasé varios días en un extraño estado de enajenación placentero-angustiosa. Apenas comía y no articulaba palabra alguna. Por el día recogía papas como una autómata. Las noches eran una extraña mezcla de vergüenza ajena y calores inexplicables en las ingles. No pude evitar agarrarle pánico al jefe del plan.

Por eso lo más pavoroso fue cuando me eligieron “Reina de la papa”. Esa era una distinción otorgada a la alumna que más papas lograra “rastrojar”. Recuerdo que fue en el matutino del sábado, en la explanada al lado del comedor. Todos me aplaudieron. El jefe del plan vino a felicitarme y me puso una mano en el hombro. Eso fue suficiente. Salí corriendo y gritando como si hubiera visto un muerto oscuro hasta que caí desfallecida a varias cuadras del campamento. Me trajeron en andas y volví en mí como a la media hora.

Salvo varios episodios de diarreas agudas, de cundirme dos veces de piojos y de haber tenido mi primera menstruación, el resto de los días en la escuela al campo transcurrieron sin mayores contratiempos.

Cuando regresé a la casa mi madre me miró de arriba abajo con su suspicacia proverbial. Me hizo remojarme en la bañadera durante una hora a fin de ‘ablandarme’ la tierra colorada que traía impregnada en la piel y luego empezó a restregarme la espalda con un estropajo de soga. Así estuvo gran rato.

-Mami, si sigues raspándome con tanta fuerza me vas a pelar como un plátano

-No sé qué pasa. Por más que hago no puedo sacarte las manchas…

Mi madre tenía razón. Solo que no eran manchas. Eran marcas para toda la vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario