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martes, 14 de junio de 2011

EL IMPERIO DE LA CULPA


¿Quién no ha actuado alguna vez movido por los extraños hilos de la culpa? ¡Y qué hilos! Son de acero inoxidable y van creciendo con el tiempo hasta formar una fina maraña que te inmoviliza el cerebro. Así, sin capacidad de razonamiento y con la percepción atrofiada, la culpa te envuelve y te manipula a su antojo y tú apenas comprendes las barbaridades que piensas ni las mamarrachadas que haces bajo su control. Eso fue lo que me pasó con la tojosita.

Venía manejando apurada para no llegar tarde a mi trabajo y veo una tojosita volando frente a mí. Traté de esquivarla pero no pude. Le di con el borde superior del parabrisas. Alcancé a ver un breve reguero de plumas y sentí una hincada en el corazón. “¡La maté! ¡Maté a una pobre tojosita! Seguro que estaba buscando comida para sus hijitos que ahora quedarán huérfanos, sin nadie que los defienda ni les traiga alimento… a ellos también los maté indirectamente. ¡Soy un monstruo!”

Se me arruinó el día. Llegué tarde a la oficina y cuando les di los buenos días a mis compañeros todos estaban tan absortos en sus tareas que ni me devolvieron el saludo. Yo asumí que aquel ‘desprecio’ era un castigo por haber matado a la tojosita. Lo sufrí con cierto placer ‘karmático’. Más tarde fui a almorzar. Me demoré como nunca, los dependientes no me hacían caso y al final me trajeron exactamente lo que no había ordenado. “Es el fantasma de la tojosa, Gisela… aguanta que te lo mereces por asesina…” Así pasé el resto del día, auto-flagelándome, aguantando hasta las ganas de orinar para mortificarme al máximo. Tenía que expiar mi culpa.

Finalmente, llegó la hora de regresar a mi casa. Me fui manejando despacito, mirando para todos lados para no aplastar ni a una guasasita de verano. Casi choco por andar comiendo tanta mierda. A una cuadra de mi casa, veo un bultico en medio de la calle. Aguzo la vista. Era un pajarito. Aflojo la marcha; bajo la ventanilla; lo achucho. Nada. No se movía el puñetero. Doy un corte y lo evado. Estaciono. “¿Y ese pajarito en medio de la calle…? A lo mejor está herido y no puede volar… si viene otro carro lo aplasta… tengo que salvarlo...” Salí decidida a evitar otro cadáver con plumas sobre mi conciencia. Me acerqué y comprobé que el pajarito solo daba saltitos. “Es un pichón que se cayó del nido… Voy a quitarlo de aquí y ponerlo en la hierba del vecino…” Me agaché y cuando fui a agarrarlo, el pichoncito abrió una boca inmensa y amarilla y emitió un graznido desproporcionadamente alto. “Vamos, no te asustes pichón, te estoy salvando la vi…” No pude terminar. De un árbol cercano salieron diez sinsontes volando en formación de combate en dirección a mi cabeza. Me di cuenta que el ataque era inminente. Solté el pichoncito y corrí a todo lo que me daban los pies. Los sinsontes se me lanzaban encima como kamikazes y me rozaban las orejas mientras yo gritaba y corría como una loca. Me siguieron con saña hasta la misma puerta de la casa. Entré a toda velocidad y cerré de un tirón. Me temblaba todo el cuerpo. ¡Me salvé! Pensé, sin imaginar que lo peor estaba por comenzar.

Desde ese día, los rencorosos sinsontes me vigilan. No puedo salir al patio. Por las mañanas tengo que ponerme un casco y meterme en el auto a toda carrera porque me esperan en la palmita del frente y, apenas me ven, se me abalanzan llenos de furia y gritando consigas de guerra. Me tienen acosada y no me dejan vivir. Es evidente que no cejarán hasta vengarse y picarme hasta el culo. He tratado de explicarles que solo quería ayudar al pichoncito pero esos sinsontes no creen ni en la luz eléctrica. Nunca pensé que esas frágiles avecillas canoras tuvieran tanta mala leche.

Hoy estoy de nuevo en mi auto camino al trabajo… El tráfico avanza lentamente. Dicen que es por causa de un pelícano que está sabrosonamente acostado en la avenida. Todos aminoran la marcha y dan un corte para no molestarlo. Yo espero paciente por mi turno. De pronto veo una tojosita coja que se acerca por la acera… ¡es la misma! No murió la cabrona… Y todo lo que estoy pasando por su ‘culpa’… Una idea científica se me aloja en la mente.

Llega mi turno. Acelero y grito a todo pulmón: “¡Quítate del medio pelícano huevón o hago que se cumpla la selección natural de Darwin!” El pelícano capta mi mensaje y levanta vuelo. Yo me sorprendo al ver qué bien marcha la vida cuando no interferimos con el curso de la naturaleza. ¡Qué maravilla cuando actuamos simplemente como animales superiores y no como mojigatos idiotizados por tantas culpas inducidas! Me siento ligera, liberada del imperio de la culpa y del peso de tener que actuar como salvadora del mundo cuando no soy más que una pieza dentro de un gran engranaje, una variedad evolucionada y más ná. Entonces recuerdo a los sinsontes y sonrío… me veo en el espejo retrovisor. Definitivamente se trata de la sonrisa perversa de una bípeda implume…

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