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martes, 12 de abril de 2011

MONÓLOGO DE UNA TETA TRISTE


Aunque a mí no me ponen en escena ni me dan tanta importancia como a la vagina - ese “taller donde se forja la vida” y por donde dicen anda revoloteando el famoso punto G - yo también tengo mi lugar relevante en este mundo. Gracias a mí, la alimentación de la “manufactura recién salida del taller” está garantizada y además, presto mis modestos servicios cuando el punto G se hace el inaccesible... No tengo tantos nombres como la vagina. Lo mío es mama, seno, pecho, busto y algunos alias: las jimaguas, las zenaidas, las tetraciclinas, las manolas, las teclas, las pechugas, las dolientes, etc. Pero si vamos a hablar en serio – y eso es lo que me propongo hacer hoy - tengo que hacerme llamar por mi nombre: TETA.

No sé si todas las tetas del mundo se sentirán igual que yo. A lo mejor no. Pero para serles sincera, desde que tengo uso de razón estoy triste. ¿Las causas? La primera fue darme cuenta que estaba pegada al cuerpo de una mujer. ¡Un destino del carajo! Nunca podría vivir desinhibida, libre y feliz como esas tetillas de hombre que andan por el mundo a cara descubierta, rodeada de crespitos y sin ningún complejo. Nada de ir desnuda a la playa a disfrutar del sol sin despertar miradas morbosas ni críticas de la competencia. Mucho menos pensar en engurruñarme cuando sopla un viento frío sin morirme de la vergüenza ni vivir despreocupada de si mi aureola es muy grande o muy prieta. ¡NO! Había nacido teta de mujer. Eso significaba estar condenada a vivir escondida debajo de la ropa y a estar metida de cabeza en el bozal angustioso y poco ventilado de algún sujetador. ¡Ah! y con muchas probabilidades de morirme más blanca que la leche, igualito que mis primas las nalgas. Eso nada más es suficiente para morirse de la tristeza…

Pero ahí no para la cosa. ¿Lo segundo? La pubertad femenina. No saben lo peligrosa que puede ser la inseguridad de una niña volviéndose mujer. Si por alguna razón no creces lo suficiente, ellas te amordazan con relleno durante meses y te cruzan la cara de verdugones. Si por el contrario, creces demasiado, allá irá la inocente a encorvarse y a ponerte cara a cara con tu gemela para disimular el bulto incómodo, lo que entraña un gran riesgo: si se le joroba la columna a la chiquilla te puedes quedar así para toda la vida. ¡Y vivir nariz con nariz con tu gemela no es nada fácil! Bastante tienes con soportarla siempre al lado y tener que compartir con ella escotes, vanidades, sarpullidos y maridos. Sí, maridos. ¡Con lo celosa que soy! Tuve que aprender a esperar en silencio mi turno… ¡Cómo sufrimos las tetas! Y para colmos, somos tan sensibles… Estamos llenas de terminaciones nerviosas. Para que tengan una idea, un golpe en una teta duele tanto como trillarse un huevo - o un testículo - para decirlo en idioma neutro televisivo. A pesar de eso, no se le ha ocurrido a la ciencia otro método para chequearnos la salud que la mamografía, ese machucón inolvidable que te aplana como una tortilla mejicana durante varios minutos durante los cuales una teta experimenta la misma sensación que un sello pegado en un sobre de carta.

Aunque no lo crean, todavía no les he contado lo peor… ¿Saben qué es? ¡Vivir en un mundo tetacéntrico! Bolívar, el escritor, se quedó corto: sin tetas no hay paraíso ni infierno ni NA-DA. De qué le vale a una mujer ser inteligente, talentosa, amorosa y buena cocinera si no cuenta con un par de tetas enhiestas, pletóricas, exuberantes y agresivas; un par de melones siempre en guardia, prestos a saltar sobre el enemigo hasta aniquilarlo de un porrazo. Y amigos, eso no se da en la naturaleza. Ni tan siquiera se logra con la tortura diabólica de las ballenas, los alambres y las pértigas de los brasieres tipo montacargas... Para alcanzar unas tetas así de belicosas hay que renunciar a la lactancia, hay que desafiar la gravedad, hay que rehacer la obra de Dios. En resumen: hay que ir donde el cirujano para una tetamorfosis. ¡Si lo sabré yo!

La primera vez fui consciente al quirófano. Vi con terror al bisturí acercándoseme y cortándome al sesgo. Luego sentí el trasteo por allá dentro y la bolsa de silicona invadiendo mi espacio. En ese momento me desmayé. Cuando volví en mí apenas podía respirar. No podía mirar a los lados ni hacia abajo, solo al frente. Me di cuenta que estaba suspendida en el vacío y empecé a padecer de vértigo de altura. Mi dueña se demoró en acostumbrarse a mi nuevo volumen. Me pellizcó más de una vez con la puerta de la ducha y en dos ocasiones estuvo a punto de salcocharme en la olla de hacer arroz. Cuando aprendió a lidiar con la verdadera dimensión de sus nuevas tetas ¡zas! me desinflé. La bolsa de la silicona reventó por un defecto de fábrica y me desplomé como una guanábana madura.

La segunda intervención fue de urgencia. Pude ver cómo introducían una manguerita por el ombligo de mi dueña que luego fue subiendo y subiendo hasta llegar a mí. Por allí me insuflaron la solución salina y me inflaron dos tallas más que en la operación anterior. ¡Me sentía a punto de estallar! A partir de ese momento tuve la sensación de ser una teta suelta, independiente, como un electrón libre. Llegaba a los lugares cinco minutos antes que mi dueña y todos me miraban entre despavoridos y curiosos. Ya no podía ni tan siquiera mirar al frente: tenía la vista clavada en el techo todo el tiempo. Era una masa rígida, con el pellejo reteso como un tomate hidropónico. Formaba un ángulo de noventa grados con la clavícula... ¡Estaba encaramada como en el décimo piso! Además, había sufrido una total desfiguración del rostro: tenía el pezón dormido y bizco, ladeado perennemente hacia la izquierda. ¡Qué horror! En más de una ocasión agredí a alguien sin querer. A un enano le hundí un ojo en un elevador. A un medio tiempo le disloqué una vértebra cervical cuando mi dueña lo abrazó para darle el pésame en un velorio. A un marido impaciente le tumbé dos dientes y le partí una ceja. Yo, un ser tan maternal y tierno por naturaleza, vivía apenada de ir azotando con saña a cuantos se me acercaban.

¡Cómo no voy a sentirme triste! Han pasado los años y sigo aquí mirando al cielo, como un balcón nuevo en un edificio en ruinas. Mi dueña ya no es la misma. No oye bien. Tampoco ve bien. La memoria empieza a fallarle. Todo eso va en mi contra. Casi todos los días me trilla con la puerta del refrigerador o me zambulle en la sopa. Cada vez que toma café me derrama un poco de la infusión hirviente encima – tengo el cuero como el de un puerco acabado de asar. Cuando no quiere perderse la telenovela de las 8 me usa de bandeja: me planta el plato arriba y tengo que sujetárselo mientras se engulle la comida mirando el culebrón. Si come galleticas o pan me deja llena de mendrugos y por eso me pican las hormigas por la noche. Siempre me traspasa con el alfiler del pasador de perlitas y ni tan siquiera se da cuenta. Cuando sale a la calle, como ya no puede hacer peso, no lleva cartera y entonces echa dentro del embudo del ajustador todo lo que necesita: el monedero, los espejuelos, el pomo de las pastillas, las tijeritas para los pellejos, un pañuelo, el peine y el cepillo, un bolígrafo por si hay que firmar algo, la foto de la nieta, un pomito de colonia, el teléfono celular, las llaves, una lima de uñas, las agujetas de tejer y una botellita de agua. ¿Se imaginan cómo viajo? No, y como tiene la mente del carajo a veces se le olvida y se acuesta a dormir con todo eso en las tetas. Estoy más flagelada que la espalda de cristo.

¡Ah! Ni qué decirles lo que sufro en las Navidades y en las reuniones de las antiguas alumnas del colegio. Todas sus amigas me tocan y quieren verme. Ninguna se explica como una vieja como mi dueña puede tener todavía unas tetas tan pendencieras y empinadas. No digo yo, si mi gemela y yo parecemos dos puñeteras calabazas chinas en medio del desierto. ¡Cuánto he soportado sin chistar! Nunca he tenido independencia para andar a mis anchas brincando gelatinosa, auténtica y natural por los caminos de este mundo. No he podido ser simplemente lo que soy: una teta con derecho a mi vida, al sol, al aire, a la lactancia materna, a ser el refugio tibio, suave y hospitalario de los seres que amo y a envejecer con dignidad, estirándome plácida y fofa hasta encontrarme con el ombligo. ¿No es para estar triste?

2 comentarios:

  1. Excelente y divertido relato, me gustó muchísimo Gisela, muchísimo! Sigue escribiendo así siempre para el deleite de tus lectores!

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  2. Inteligente, mordaz y necesario relato, sobre todo en los tiempos que corren. Hoy lo más importante es la imagen, en detrimento de otros valores. Hasta en los telediarios te aleccionan sobre las bondades de la cirugía estética... Estamos rodeados, alienados, por eso bravo por este canto a la naturalidad y a la libertad. Enhorabuena. Saludos desde España.

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