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miércoles, 20 de abril de 2011

LA TÍA ELISA


Mis mañanas eran un rectángulo de sol deslizándose lento sobre el pizarrón. Mi profesora Margarita, vestida de caqui beige, se encargaba de llenar el resto del espacio de intenciones docentes. Nunca pude entender su interés por reducirme el encanto de la lluvia a una simple condensación de vapor, el susto del rayo a un intercambio de cargas eléctricas y el misterio de la luna llena a un rutinario movimiento de rotación.

Sufrí calladamente los secos dogmas de la enseñanza, especialmente los de la geografía, empeñada en la terquedad asfixiante de los límites. Sólo recuerdo haberme rebelado el día en que intentaron simplificarme las estrellas. Nunca olvidaré las carcajadas de mi maestra cuando le dije que las estrellas no eran meros cuerpos celestes sino una luminosa mezcla de anclas y alas porque, como solía decir mi abuelo, ellas nos dan la latitud exacta del lugar al que pertenecemos y el espacio infinito donde habitan nuestros sueños. Todos se burlaron de mí y me miraron como a un sapo de dos cabezas. Suspiré. Bajé la vista y con resignación y disciplina seguí llenando mis cuadernos con letras redondas y agachadas, como bibijaguas dormidas, mientras toda la magia del mundo se me escurría por el riguroso agujero de la ciencia. Aunque todo no estaba perdido… me quedaba la Tía Elisa.

Hacia el centro del día el aire se hacía más ligero. Al sonido del timbre nos desbordábamos por la puerta del colegio en una alegre y bulliciosa algarabía. Emprendía entonces el camino de regreso a mi casa, entre risas y gritos que iban apagándose en la distancia. Me gustaba tomar el camino que bordeaba la línea de la costa para no perderme el mar. Me dejaba atrapar entonces por el vuelo en círculo de alguna gaviota enamorada, o por el chapoteo risueño de las sardinas, burlándose de algún peje barrigón incapaz de darles alcance.
Así, casi sin darme cuenta, llegaba a mi casa.

Las tardes eran una rutina diferente. Mi madre me esperaba para adentrarme en las labores del hogar. Mi condición femenina así lo requería y mientras mi hermano jugaba con sus amigos yo debía pagar mi deuda con la sociedad por haber nacido con ciertos adminículos de menos.

“¿Por qué no recoges tu cuarto?... ¿Por qué no lavas los platos?... ¿Por qué no barres la cocina?”

No he conocido a nadie con tanto sentido de la curiosidad para dar órdenes como mi madre. Yo emprendía las tareas con una increíble ligereza. Mi meta era concluirlas todas antes de las cuatro, esa hora divina en la que comenzaba el programa.

Me movía a 75 revoluciones por minuto seguida de cerca por mi perro Ciclón, quien nunca pudo soportar mi velocidad. Al cabo de un rato de persecución, el pobre animal comenzaba a chocar contra las paredes hasta que me miraba con ojos vidriosos y finalmente caía desmayado. Yo desempolvaba, regaba las plantas y hasta era capaz de doblar la ropa en orden alfabético; hacía cualquier cosa con tal que me dejaran escuchar el programa de la Tía Elisa.

¡Ah, la Tía Elisa, con su voz de guarapo con espumita! Me acariciaba con cada palabra, me hacía adivinanzas ingeniosas, me cantaba canciones hechas de algodón de azúcar… pero lo mejor eran sus cuentos. Eran historias maravillosas capaces de hacer desaparecer las paredes, los muebles y hasta el techo del comedor, porque todo el espacio se llenaba de hadas de raso y princesas de tafetán, ratoncitos parlanchines, caballos con alas de encaje y príncipes invencibles que con sus brillantes espadas despanzurraban de un golpe a villanos barrigones, brujas narilargas y ogros con aliento de trueno….

Era toda una hora de ensoñación. Al terminar el programa se iban esfumando uno a uno todos los personajes y el comedor regresaba a la normalidad. Yo quedaba en un total estado de felicidad, con el recuerdo de mi angelical, preciosa y rubia Tía Elisa girando en mi memoria. Tan reales llegaban a ser los seres de sus cuentos que una vez le abrí un hueco a la tela de la bocina del radio, tratando de descubrir en su interior al gigante de las siete leguas…Ante tanta afición, mi madre decidió premiarme:

“Mañana te llevaré al estudio donde trasmiten el programa infantil”

No he vuelto a darme en mi vida otro baño como ese. Lavé casi con saña todos los resquicios de mi cuerpo sin olvidar ninguno. Acepté de buen agrado ponerme la bata de seda natural con su incomprensible lazo de avioneta en la cintura, y aún más, las dos paraderas de almidón acorazado que tanto odiaba. Aguanté sin chistar mientras mi madre me estiraba el pelo una y otra vez, con dolorosa meticulosidad, hasta consumar su impecable rabo de mula, peinado que me dejaba los ojos chinos y las mandíbulas entumecidas. Nada importaba, me embargaba una excitación casi narcótica: finalmente iba a conocer a la Tía Elisa…

Tras más de media hora de espera en el estudio de radio, tiempo que bastó para que me cercenara todas las uñas, entró en el mismo una señora regordeta y bajita, con falda gris, blusa azul de mangas largas, enormes zapatos ortopédicos, pelo canoso recogido en un moño y unos gruesos lentes por donde se asomaban, desde la profundidad de una caverna, unos inexpresivos ojitos pardos. Sentí un extraño y premonitorio latigazo en el ombligo... Con aspereza y altanería, la señora impartía órdenes a diestra y siniestra a un par de asustados asistentes que enredaban y desenredaban metros de cable, soplaban en los micrófonos y le acomodaban la altura de la silla. Un señor con audífonos hizo un complicado gesto y de pronto se encendió un letrero pegado al techo y con letras rojas que decía: EN EL AIRE.

Acto seguido aquella señora tan mandona, tan cotidiana, tan real, tan...distinta, se sentó ante el micrófono y comenzó a hablar - ¡horror! - con la misma voz de guarapo con espumita de la Tía Elisa…

Fueron los sesenta minutos más rígidos de mi existencia. Apenas concluyó el programa salí corriendo y bajé de dos en dos los escalones hasta la calle, donde dejé escapar al fin el grito que se me había instalado en el mismo borde de la garganta durante toda una hora. Y lloré. Lloré con sollozos, espasmos y lagrimones chorreándome por la nariz durante todo el camino de regreso. Mi madre estaba tan desconcertada que me hacía mil promesas con tal de consolarme.

“Que yo te traigo otra vez, que te traigo todas las semanas, todos los días, ¡pero no llores más coño!”

Ella no podía entender mi llanto. Lloraba por un sueño roto, por una ilusión desecha, por el dolor que produce un trallazo de realidad a mansalva. Lloraba porque había descubierto que la vida podía ser peligrosamente diferente….

Al llegar al pueblo me fui directo a la costa. Allí permanecí entre los arrecifes, con la vista fija en el horizonte, hasta que la boca se me llenó de salitre. Con la última luz de la tarde apareció mi estrella favorita. Como de costumbre, le conté todo en voz baja y sin respirar, esperando que al menos ella pudiese darme algún consuelo con sus parpadeos en clave. Una ola traicionera rompió a destiempo contra las rocas y me bañó de pies a cabeza. Triste, empapada y sin ninguna respuesta, regresé a la casa.

No quise comer. Me acosté temprano y me quedé dormida entre hipos y suspiros. Entonces sucedió el milagro. Soñé con la Tía Elisa, pero con la mía, esbelta y preciosa, con sus trenzas de melcocha, sus enormes ojos donde cabía todo el mar y su sonrisa de promesas, esa que le dejaba marcados dos hoyitos juguetones en los cachetes. Mi Tía Elisa me tomó de la mano y me llevó por sus cuentos. Visité castillos y auroras boreales, hablé con duendes, cíclopes y odaliscas y hasta dimos un paseo montadas en la cola de un cometa…Casi al amanecer regresamos a mi cuarto. Entonces me dio un beso de merengue en la frente y me dijo, con su inconfundible voz de guarapo con espumita:

“Yo siempre viviré aquí… Sólo tienes que llamarme…”

Y dicho esto, se marchó por una de las esquinas del universo montada en un unicornio.

Me desperté pero no abrí los ojos. Sonreí. ¡Estaba tan contenta…! Había encontrado un sitio donde la realidad podía ser desafiada, un lugar estrictamente mío, invulnerable y encantado…un lugar donde no cabían los desengaños, ni la tristeza, ni tan siquiera la ciencia con su manía de deshacer la magia... Sólo bastaba con cerrar los ojos y dejarme llevar por mis gaviotas, esas que siempre volaban al sur de mi garganta. En ese lugar podía rehacerlo todo.

Podía hacer que mi padre dejara de ser simplemente una foto gris encima del bucarito y que volviera a inundar la casa con su risa de terremoto y manantial. Podía hacer que mi abuela Angelita encontrara el cofre de sus palabras perdidas, así los besos que me escribía en el aire y las canciones que me cantaba con sus manos de alondra se llenarían de sonido. Podía hacer que mi amiga Silvia corriera conmigo por la orilla de la playa, cazando cangrejos y recogiendo caracoles, sin esos odiosos aparatos de metal que le estrangulaban las piernas y le quitaban el brillo de los ojos. Hasta podía lograr que a Mochito le saliera la cuarta pata que nunca tuvo, para que fuera el perro más lindo y veloz del mundo, o al menos, para que lo quisieran mucho y no le tiraran piedras por ser un perro cojo. Sí, era un lugar donde había espacio para las maravillas. Sólo tenía que llamar a mis gaviotas, esas desveladas que se pasaban la noche bebiéndose la luna. Ellas conocían el camino y me llevarían hasta allí en un santiamén.

Me estiré, solté una carcajada triunfal y abrí los ojos. Tropecé entonces con la entrañable gordura de mi madre y con sus ojos estrujados por el sueño y la preocupación. Mi cambio de humor no la sorprendió. Desde hacía tiempo había decidido que era más fácil quererme que entenderme. Me vestí rápido y desayuné con una de mis más perfectas alegrías. No dejé de cantar ni tan siquiera mientras me cepillaba los dientes. Mi madre seguía todos mis pasos con su inigualable presencia de mariposa.

Le sacudí las orejas a Ciclón y le silbé dos veces al sinsonte de todas mis mañanas. Finalmente tomé los cuadernos de la escuela y me paré en la punta de los pies para colgarle un beso de hasta luego a mi madre en la mejilla. Entonces la vi. La vi en la grandiosa sencillez de su entrega, en toda su bondad suicida, en todo su implacable amor. Quedé convencida, desde ese mismo instante, que mi madre sería una de las pocas cosas de este mundo que nunca podría rehacer mejor.

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