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martes, 15 de febrero de 2011

VEINTE MIL LEGUAS DE ANGUSTIA INOLVIDABLE


Cuando mi jefe me comunicó que viajaría al extranjero sentí un corto circuito en el ombligo. Seguro fue a causa de mi bisabuelo mallorquín. Siendo un mozalbete cruzó el Atlántico escondido en la bodega de un galeón por el puro placer de conocer el nuevo mundo. Al fin, después de tanto tiempo - y aunque fuera convertido en uno de los filamentos cromosomáticos de mi genoma - el pobre viejo iba a volver a viajar y eso lo hizo brincar de alegría.


Como primera medida no se lo dije a nadie para que no me echaran mal de ojo. Así de simple. Es que en esa isla suculenta donde nací las cosas son complicadas. Hace más de medio siglo que viajar por asuntos de trabajo es un misterio, una especie de juego de azar donde intervienen, entre otras cosas, tu coeficiente de inteligencia, tu capacidad de mimetizarte y la fuerza de tu Elegguá. Por eso, solo cuando todos los trámites y permisos estuvieron listos, me atreví a compartir la noticia con mis más allegados. Entonces empezó lo bueno.


Todos me ayudaron sin preguntar ni a dónde iba. A fin de cuentas eso no era importante. Lo principal era viajar, montarse en un avión. Ir al EX -TRAN-JE-RO. Caruca vino con la maleta y me dio su plantilla para que le trajera unos zapatos. Aguedita con las botas, el traje de chaqueta y su talla de ajustadores. Maribel con el abrigo que había traído de Odessa y la receta del optometrista para que le consiguiera unos lentes de contacto. Eliodora me hizo un resguardo con flores rojas y me pidió una caja de tabacos para Francisca Sietesayas, su guía espiritual. Ya estaba casi lista para partir. Solo faltaba que mi peluquero Zenón me cortara la melena, me hiciera los rayitos y me pidiera en secreto que le trajera unos calzoncillos de raso color violeta.

La noche antes de la partida no pude ni pegar un ojo. Estaba demasiado ansiosa. Me vestí apenas amaneció y cuando mi madre entró a mi cuarto dio un grito de espanto. No era para menos. Tenía puesto el traje de chaqueta de lana pura, el sobretodo que me llegaba a media pierna y me embutía la cabeza tras la hirsuta pelambre de sus solapas, las botas de piel sintética que me daban por encima de la rodilla y una “chaika” en la cabeza que casi me tapaba los ojos. Todo, absolutamente todo, era negro. No se podía decir a ciencia cierta si estaba disfrazada de mariscal soviético de la Gran Guerra Patria o de bombero carbonizado. Sin embargo, yo me sentía que iba preciosa, elegantísima, sideral. Mi madre se recompuso del susto. Entonces, cojeando un poco por el hacinamiento digital al que me sometían las afiladas puntas de las botas, salí de mi casa maleta en mano con un indiscutible aire de victoria.

Mi madre, con lágrimas de emoción, me dijo adiós desde la puerta. Alcancé a oír a la vecina que le preguntó a dónde yo iba y ella, llena de orgullo, le contestó triunfal:

-La niña se va de viaje para el extranjero…


Llegué al aeropuerto de Rancho Boyeros empapada en sudor pero estaba tan nerviosa que ni me daba cuenta. Por primera vez en mi vida entré al área internacional de la terminal. Me parecía que estaba metida dentro de una película del sábado. Pasé los chequeos de rigor y a la media hora subía la escalerilla del avión de la línea AEROFLOT. Los pies empezaban a dolerme con peligrosa insistencia pero la excitación actuaba como un anestésico intermitente. Me senté, me abroché el cinturón y me asomé a la ventanilla. Tras varios acelerones y estremecimientos de metal, comprobé que ya estaba en el aire y no pude evitar una carcajada de felicidad.

Las primeras horas de vuelo fueron tranquilas. A no ser por el pequeño incidente del resguardo de Eliodora, todo transcurrió a las mil maravillas. El asunto fue que de tanto sudar se me destiñó el resguardo de flores rojas que llevaba en el ajustador. Tal parecía que me habían dado un tiro en medio del pecho y me estaba desangrando. Una señora al verme tuvo un ataque de pánico. Sin embargo, yo lo resolví enseguida. Con cierta dificultad logré desnudarme de la cintura para arriba en el bañito del avión, me deshice de los despojos del resguardo, lavé el pulóver y me lo puse de nuevo. Pasada una hora ya se me había secado en el cuerpo y la señora se había recuperado la compostura.


A las cuatro horas de vuelo el estómago empezó a darme indicios de insurrección. No lograba digerir el pollo frío que habían servido de almuerzo. No en balde a AEROFLOT lo conocían popularmente por POLLOFLOT.

A las cinco horas me descubrí una llaga incipiente en la nuca producto del roce de la chaqueta. También tuve mi primera deposición líquida y las punzadas de los pies empezaron a llegarme al cerebro.

Cuando anunciaron la primera escala técnica me desperté de una especie de letargo agónico. Fue en Shannon, Irlanda. Hice acopio de todas mis fuerzas, me puse en pie y bajé del avión caminando en zigzag. Las vidrieras y los kioscos de las tiendas del aeropuerto obraron el milagro. Tuve una notable mejoría y pasé los 40 minutos que duró la parada mirando cajas de bombones y untándome perfume de todos los “testers” en la primera experiencia “duty-free” de mi vida. De regreso en el avión, sentí despegar la nave entre hipos y arcadas.


Cuatro horas más y aterrizamos en Moscú. La escala en el aeropuerto Semeretievo fue más larga, lúgubre y fría. Semeretievo se me antojó demasiado grande, demasiado alto, demasiado ancho, demasiado oscuro, demasiado intimidante, demasiado “La guerra y la paz”. Los ábacos le conferían al sitio cierto aire medieval y las lomas de nieve que se avistaban por las ventanas, un inconfundible toque estepario. A las tres horas exactas, arrastrando los pies, me subí a mi siguiente vuelo de conexión. Esta vez no me senté. Me dejé caer.


Tras varias horas de vuelo que ya no logro recordar con precisión, anunciaron la tercera escala técnica, esta vez en Taskent. Traté de incorporarme y se me salieron dos lágrimas. Ya no me sentía los pies, el cuello me sangraba y mientras más intentaba peinarme, más se me paraban los pelos. Parecía una puñetera loca con los ojos hundidos hasta la parte posterior del cráneo y el pelo electrizado como si me hubieran conectado un cable de 440 en algún sitio…. Pedí no bajar del avión pero me dijeron que era obligatorio.

No sé cómo llegué al salón de aquel aeropuerto sin nombre que destilaba la alegría sin par de una casa de tabaco al anochecer. Todos los trabajadores del aeropuerto, sin excepción, además de tener la cara achatada y los ojos chinos, mostraban una sonrisa eterna donde le titilaban, al menos, dos dientes de oro. El frío era bestial y los únicos viajeros en todo el aeropuerto éramos nosotros. La sensación de estar en el mismo carajo era realmente alarmante. Sufrimos en silencio los incómodos asientos de madera. Al rato nos brindaron una bebida con un leve rastro de sabor a fresa. Se me desencadenaron los retortijones de barriga más atroces de mi vida. Las ventiscas estomacales eran tan audibles que decidí apartarme del grupo por temor a explotar. Finalmente nos mandaron a abordar. Fui agarrándome de las paredes hasta llegar a la escalerilla. Dos hombres se apiadaron de mí, me ayudaron a subir y me tiraron en mi asiento.


A partir de ese momento, todo es un borrón en mi memoria. Sé que el avión aterrizó en Nueva Delhi al filo del amanecer. Me despertaron con varias cachetadas hasta que me hicieron volver en mí. Entre varias personas me bajaron en andas y me subieron al otro avión. Recuerdo que un penetrante olor a picante me hizo estornudar durante cinco minutos seguidos y que, después de despegar, la nota persistente de una cítara inundó el ambiente y en mi letargo pensé que había muerto y estaba en el purgatorio.

No sé si fue a los dos o a los tres días de viaje, eso nunca lo sabré, pero por fin llegué a mi destino final. La azafata, con un precioso sari de seda amarilla, me puso su delicada mano en la frente. Abrí los ojos y creí estar en una de las historias de las Mil y una noches. Me dieron algo de beber y me despabilé por completo. Salí dando tumbos por el pasillo del avión, con las dos piernas totalmente dormidas, el cuello a medio degollar, la cabeza embutida en el abrigo peludo de Maribel y la chaika calada hasta las orejas para aplacar los chisporrotazos de electricidad que me estallaban en el pelo.

Llegué a la puerta del avión y un sol implacable me nubló la vista. Me fui desplomando en cámara lenta y rodé por toda la escalerilla hasta llegar a la pista y quedar acostada boca arriba con los brazos abiertos en cruz. Se formó un gran revuelo. Trataron de alzarme pero yo lloraba y pedía con un hilo de voz que me dejaran allí. Simplemente tenían que tirarme un poco de tierra encima y todo estaría concluido. Al fin podría descansar para siempre, coño.

Recobré el sentido en el apartamento donde nos alojaron. Entre varios integrantes de la delegación cultural lograron quitarme las botas de punta estilete. Tenía sendas ampollas en los talones y los pies puntiagudos como dos flechas indígenas. Quería dormir en aquel colchón en el piso hasta el fin de los tiempos pero eso era imposible. Eran las dos de la tarde y a las tres debía estar en la Rabindra Bharati University para interpretar una conferencia sobre cultura cubana. Con una botella de agua mineral me lavé la llaga en la nuca y otros resquicios de mi cuerpo igualmente maltratados por el viaje. Me calé mi traje de chaqueta de lana y me calcé las chancletas de baño. Salí caminando despacio, bajo el abrasador sol de Calcuta. Iba sudando la gota gorda pero no pude evitar sonreír. Me imaginé a mami, pavoneándose con sus amigas.


- ¿Ya te enteraste? La niña está en el extranjero…




2 comentarios:

  1. Luego de un día de ir y venir, de problemas medio resueltos y otros por resolver... y de no dormir la siesta, leerte es lo mejor que me puede ocurrir: fantástico!

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  2. Fantástico, como siempre, un placer leerte!!!

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