1980, Universidad de la Habana. Un sol próximo a naufragar en el Caribe asoma su roja agonía por todas las ventanas del teatro. Hay un lleno total. La asistencia es obligatoria. Los dirigentes ocupan sus puestos sobre el escenario, se pasan papeles y cuchichean entre sí, aumentando hasta el infinito la ansiedad que todos tratamos de disimular. Está por comenzar la asamblea anual. Una asamblea cruel que pretende profundizar la conciencia. Los estudiantes tratamos de preparamos mentalmente. En breve seremos sometidos a un despiadado microscopio donde nos examinarán, uno por uno, a fin de escudriñarnos hasta las mismísimas entrañas en busca de una culpa que, aunque no nos habite, tendremos que exorcizar… Abundarán los pecados, los actos de contrición, los castigos y por supuesto, la hipocresía, hija bastarda del miedo. Los resultados siempre serán devastadores. Para algunos significará el fin, de algún modo liberador. Para otros, la condena a una terrible perpetuidad...
Una mariposa entra volando por una de las ventanas y, confundida, trata en vano de escapar. Choca una y otra vez contra los cristales de una puerta lateral hasta que cae desfallecida. Ni ella puede huir. Suenan los primeros acordes del himno nacional… Al combate corred bayameses… Cierro los ojos. Me imagino a los mambises en una intrépida carga al machete. Deseo con toda mi alma ser uno de ellos. Me veo cabalgando en un caballo negro, de crin larga y lustrosa. Voy ascendiendo a gran velocidad hacia ese lugar donde las montañas se vuelven nubes. El viento está impregnado de todos los olores del monte. Más de la mitad del mundo va quedando bajo mis pies y se me llenan los sentidos de una vasta libertad. La mano fría y sudorosa de mi amigo Juan Carlos se posa leve sobre mi brazo y me saca de golpe de mi evasión mambisa. Vuelvo a mi realidad sin insurrectos. Juan Carlos y yo cruzamos una mirada cargada de presentimiento. Concluye el himno.
Observo a Juan Carlos que está sentado a mi lado. Su entrañable perfil se delinea contra el último rayo de sol de la tarde. Es un estudiante brillante y un amigo cabal. Estudia periodismo pero está tan lleno de poesía que los reportajes se le inundan de imágenes fosforescentes. Hasta los trabajos de materialismo dialéctico le brotan en rima. Ha ganado varios concursos literarios pero su fama se la debe a su talento como trovador. Compone canciones y las canta con voz clara y modesta, acompañado siempre por su vieja guitarra. En ellas cuenta historias sobre carencias cotidianas y futuros encadenados. Habla de gentes que viajan siempre en sentido contrario sin llegar a ningún sitio. Sus canciones se parecen a nosotros… Las reviste de un humor tan ocurrente y pegajoso que corren de boca en boca por todos los recintos universitarios. Su popularidad ha alcanzado límites insospechados. Todos lo buscan para alquilarle una sonrisa a sus canciones y escuchar lo que ellos mismos no se atreven a pensar.
Comienza la asamblea. Llaman por su nombre al primer estudiante. Con una cara que pretende ocultar el pánico que lo domina, el joven se pone de pie. Está presto a soportar la disección pública de todas sus vísceras. Se me antoja clavado en una cruz. Las manos le tiemblan imperceptiblemente y el sudor le perla la frente. Intuyo su terror. Teme que lo delate alguna asimetría que no haya sido capaz de camuflar.
Otra vez trato de huir, esta vez refugiándome en Juan Carlos. Viajo por todas sus canciones y cuando vuelvo a la realidad ya han evaluado meticulosamente a más de la mitad de los estudiantes. El ambiente se ha ido cargando de serpientes y escorpiones que espantarían a Pandora. La noche bosteza agotada y le da paso a la madrugada. Me presiono los dedos índices contra las sienes en un leve movimiento circular. La cabeza me duele a punto de estallar. A pesar de lo fatigoso de la jornada, la tensión no me permite darme cuenta del cansancio. Poco antes de finalizar le toca el turno a Juan Carlos. Le piden que se ponga de pie. Karina, una de nuestras flamantes dirigentes, sopla dos veces el micrófono para cerciorarse de que todavía funciona y dice de corrido:
“Según el informe, el compañero Juan Carlos es un buen estudiante, su rendimiento académico es excelente pero tiene un problema grave... Se le ha visto reunido con elementos homosexuales con los que intercambia publicaciones pornográficas… Ha venido sucediendo desde hace ya un buen tiempo. Se le ha señalado pero Juan Carlos persiste en este error. Esto es totalmente incompatible con la conducta moral de un joven revolucionario y esta facultad no lo tolera. Queremos escuchar las opiniones del colectivo así como lo que tenga que decir Juan Carlos al respecto. Le damos la palabra el compañero Juan Carlos”
El silencio nos amordazó a todos. Nos quedamos inmóviles, casi sin respirar. El golpe era muy bajo. Por varios segundos el auditorio pareció congelarse en el tiempo. Sin embargo, mi mente era un hervidero. No me cuestionaba la verdad de la acusación sino la gravedad de ser acusado. La organización era, por decreto, un ente casi divino. Estaba envestida con el don de la infalibilidad y sus sentencias eran lapidarias e inapelables. Una acusación de la organización era como un epitafio, como un enorme dragón alado vomitando fuego que te perseguiría por siempre. La verdad no tenía caso ante tanta omnipotencia. Tampoco me cuestionaba el derecho que tenía Juan Carlos a decidir soberanamente sobre su vida sexual. No estaba entrenada para pensar en la individualidad y mucho menos en los derechos. Lo que me preocupaba eran las implicaciones. Ser homosexual era peor que ser un asesino en serie. El “proceso” era cosa de hombres, hecho por hombres y dirigido a punta de testosterona. La homosexualidad era una desviación burguesa, una depravación, un “cundangueo” intolerable. En la universidad sólo había cabida para el hombre nuevo, léase un heterosexual entregado y sin tacha, dispuesto a morir por el bienestar del mundo futuro y a lavar con sangre su honra de macho. Una especie de cruza entre Jesucristo y Avakuá.
“Juan Carlos, ¿No tienes nada que decir…? Compañeros, estamos esperando por sus planteamientos, ¿Algo que aportar?”
Karina nos miró a todos con sus enigmáticos ojos de alondra. Su voz quedó flotando sobre nuestro profundo desconcierto mientras ella se acomodaba su larga cabellera color miel.
Juan Carlos estaba tan pálido que parecía una estatua. Su cuerpo, delgado y musculoso le había envejecido de pronto. Los hombros le colgaban desconsolados y las rodillas le temblaban por debajo de los pantalones. Las mandíbulas las tenía tan apretadas que parecía que le iban a saltar en pedazos y una vena azulosa que le cruzaba la frente le palpitaba descompasadamente. Sus ojos estaban fijos en un punto indefinido, distante. Era como si tratara de escapar de aquel lugar, y hasta de su propio cuerpo, a través de su intensa mirada azul. No dijo nada. El sabía que había sido condenado. Y también sabía por qué. Tenía que pagar por sus cancioncitas atrevidas. Su popularidad y su carisma lo hacían demasiado peligroso. La organización no podía darse el lujo de dejarlo suelto por ahí despabilando pensamientos. Era preciso matarlo de una muerte contagiosa para que nadie se atreviera ni tan siquiera a acercarse a su féretro…
El fusilazo nos tomó por sorpresa. Le siguió de inmediato el trueno que retumbó en los mismos entresijos de la tierra. Una ráfaga con olor a lluvia en ciernes irrumpió por una de las ventanas del teatro y sacudió la bandera hasta hacerla caer. La tormenta era inminente.
“Si nadie tiene nada que decir, por favor, los que estén de acuerdo con la expulsión de Juan Carlos de la facultad que lo expresen levantando su mano derecha”
Aquello era una monstruosidad. Juan Carlos era muy reservado, no se le conocía ninguna novia, eso era cierto, pero de eso a afirmar que tenía tendencias homosexuales había un largo trecho. Además, yo sabía que Juan Carlos se intercambiaba revistas extranjeras y libros de poetas prohibidos con unos amigos que tenía en la Habana Vieja, pero ¿pornografía…? ¡Eso había que probarlo! ¡Teníamos que parar esa ignominia! Miré a mi alrededor buscando apoyo. Sólo encontré una multitud de caretas congeladas de miedo.
La sangre me hervía en las venas pero estaba tan sola. No podía titubear. Mi permanencia en la universidad estaba en juego. Poco a poco todo el auditorio comenzó a levantar la mano derecha. Yo hice lo mismo, aunque al hacerlo, sentí que le vendía mi alma al diablo. Juan Carlos tomó sus libros y salió del teatro con la cabeza erguida y el paso lento y marcial. Se perdió en el aguacero dejando tras de sí su inconfundible olor a guayabas maduras. Nunca más volví a verlo en persona, sólo en sueños.
Siempre era el mismo sueño. Estábamos en el borde de un acantilado. Un golpe de viento lo empujaba hacia el vacío. En un intento desesperado por no caer, él se agarraba de mi mano. Se aferraba con vehemencia pero me resultaba demasiado pesado. Lo soltaba. Lo veía caer lentamente en un hueco negro e infinito y su grito me despertaba. Sudorosa y extenuada, con la vergüenza de mí misma escurriéndoseme por los ojos, pasaba el resto de la noche sintiendo que la que se hundía sin remedio en el fondo de aquel hoyo negro era yo misma.
Una mariposa entra volando por una de las ventanas y, confundida, trata en vano de escapar. Choca una y otra vez contra los cristales de una puerta lateral hasta que cae desfallecida. Ni ella puede huir. Suenan los primeros acordes del himno nacional… Al combate corred bayameses… Cierro los ojos. Me imagino a los mambises en una intrépida carga al machete. Deseo con toda mi alma ser uno de ellos. Me veo cabalgando en un caballo negro, de crin larga y lustrosa. Voy ascendiendo a gran velocidad hacia ese lugar donde las montañas se vuelven nubes. El viento está impregnado de todos los olores del monte. Más de la mitad del mundo va quedando bajo mis pies y se me llenan los sentidos de una vasta libertad. La mano fría y sudorosa de mi amigo Juan Carlos se posa leve sobre mi brazo y me saca de golpe de mi evasión mambisa. Vuelvo a mi realidad sin insurrectos. Juan Carlos y yo cruzamos una mirada cargada de presentimiento. Concluye el himno.
Observo a Juan Carlos que está sentado a mi lado. Su entrañable perfil se delinea contra el último rayo de sol de la tarde. Es un estudiante brillante y un amigo cabal. Estudia periodismo pero está tan lleno de poesía que los reportajes se le inundan de imágenes fosforescentes. Hasta los trabajos de materialismo dialéctico le brotan en rima. Ha ganado varios concursos literarios pero su fama se la debe a su talento como trovador. Compone canciones y las canta con voz clara y modesta, acompañado siempre por su vieja guitarra. En ellas cuenta historias sobre carencias cotidianas y futuros encadenados. Habla de gentes que viajan siempre en sentido contrario sin llegar a ningún sitio. Sus canciones se parecen a nosotros… Las reviste de un humor tan ocurrente y pegajoso que corren de boca en boca por todos los recintos universitarios. Su popularidad ha alcanzado límites insospechados. Todos lo buscan para alquilarle una sonrisa a sus canciones y escuchar lo que ellos mismos no se atreven a pensar.
Comienza la asamblea. Llaman por su nombre al primer estudiante. Con una cara que pretende ocultar el pánico que lo domina, el joven se pone de pie. Está presto a soportar la disección pública de todas sus vísceras. Se me antoja clavado en una cruz. Las manos le tiemblan imperceptiblemente y el sudor le perla la frente. Intuyo su terror. Teme que lo delate alguna asimetría que no haya sido capaz de camuflar.
Otra vez trato de huir, esta vez refugiándome en Juan Carlos. Viajo por todas sus canciones y cuando vuelvo a la realidad ya han evaluado meticulosamente a más de la mitad de los estudiantes. El ambiente se ha ido cargando de serpientes y escorpiones que espantarían a Pandora. La noche bosteza agotada y le da paso a la madrugada. Me presiono los dedos índices contra las sienes en un leve movimiento circular. La cabeza me duele a punto de estallar. A pesar de lo fatigoso de la jornada, la tensión no me permite darme cuenta del cansancio. Poco antes de finalizar le toca el turno a Juan Carlos. Le piden que se ponga de pie. Karina, una de nuestras flamantes dirigentes, sopla dos veces el micrófono para cerciorarse de que todavía funciona y dice de corrido:
“Según el informe, el compañero Juan Carlos es un buen estudiante, su rendimiento académico es excelente pero tiene un problema grave... Se le ha visto reunido con elementos homosexuales con los que intercambia publicaciones pornográficas… Ha venido sucediendo desde hace ya un buen tiempo. Se le ha señalado pero Juan Carlos persiste en este error. Esto es totalmente incompatible con la conducta moral de un joven revolucionario y esta facultad no lo tolera. Queremos escuchar las opiniones del colectivo así como lo que tenga que decir Juan Carlos al respecto. Le damos la palabra el compañero Juan Carlos”
El silencio nos amordazó a todos. Nos quedamos inmóviles, casi sin respirar. El golpe era muy bajo. Por varios segundos el auditorio pareció congelarse en el tiempo. Sin embargo, mi mente era un hervidero. No me cuestionaba la verdad de la acusación sino la gravedad de ser acusado. La organización era, por decreto, un ente casi divino. Estaba envestida con el don de la infalibilidad y sus sentencias eran lapidarias e inapelables. Una acusación de la organización era como un epitafio, como un enorme dragón alado vomitando fuego que te perseguiría por siempre. La verdad no tenía caso ante tanta omnipotencia. Tampoco me cuestionaba el derecho que tenía Juan Carlos a decidir soberanamente sobre su vida sexual. No estaba entrenada para pensar en la individualidad y mucho menos en los derechos. Lo que me preocupaba eran las implicaciones. Ser homosexual era peor que ser un asesino en serie. El “proceso” era cosa de hombres, hecho por hombres y dirigido a punta de testosterona. La homosexualidad era una desviación burguesa, una depravación, un “cundangueo” intolerable. En la universidad sólo había cabida para el hombre nuevo, léase un heterosexual entregado y sin tacha, dispuesto a morir por el bienestar del mundo futuro y a lavar con sangre su honra de macho. Una especie de cruza entre Jesucristo y Avakuá.
“Juan Carlos, ¿No tienes nada que decir…? Compañeros, estamos esperando por sus planteamientos, ¿Algo que aportar?”
Karina nos miró a todos con sus enigmáticos ojos de alondra. Su voz quedó flotando sobre nuestro profundo desconcierto mientras ella se acomodaba su larga cabellera color miel.
Juan Carlos estaba tan pálido que parecía una estatua. Su cuerpo, delgado y musculoso le había envejecido de pronto. Los hombros le colgaban desconsolados y las rodillas le temblaban por debajo de los pantalones. Las mandíbulas las tenía tan apretadas que parecía que le iban a saltar en pedazos y una vena azulosa que le cruzaba la frente le palpitaba descompasadamente. Sus ojos estaban fijos en un punto indefinido, distante. Era como si tratara de escapar de aquel lugar, y hasta de su propio cuerpo, a través de su intensa mirada azul. No dijo nada. El sabía que había sido condenado. Y también sabía por qué. Tenía que pagar por sus cancioncitas atrevidas. Su popularidad y su carisma lo hacían demasiado peligroso. La organización no podía darse el lujo de dejarlo suelto por ahí despabilando pensamientos. Era preciso matarlo de una muerte contagiosa para que nadie se atreviera ni tan siquiera a acercarse a su féretro…
El fusilazo nos tomó por sorpresa. Le siguió de inmediato el trueno que retumbó en los mismos entresijos de la tierra. Una ráfaga con olor a lluvia en ciernes irrumpió por una de las ventanas del teatro y sacudió la bandera hasta hacerla caer. La tormenta era inminente.
“Si nadie tiene nada que decir, por favor, los que estén de acuerdo con la expulsión de Juan Carlos de la facultad que lo expresen levantando su mano derecha”
Aquello era una monstruosidad. Juan Carlos era muy reservado, no se le conocía ninguna novia, eso era cierto, pero de eso a afirmar que tenía tendencias homosexuales había un largo trecho. Además, yo sabía que Juan Carlos se intercambiaba revistas extranjeras y libros de poetas prohibidos con unos amigos que tenía en la Habana Vieja, pero ¿pornografía…? ¡Eso había que probarlo! ¡Teníamos que parar esa ignominia! Miré a mi alrededor buscando apoyo. Sólo encontré una multitud de caretas congeladas de miedo.
La sangre me hervía en las venas pero estaba tan sola. No podía titubear. Mi permanencia en la universidad estaba en juego. Poco a poco todo el auditorio comenzó a levantar la mano derecha. Yo hice lo mismo, aunque al hacerlo, sentí que le vendía mi alma al diablo. Juan Carlos tomó sus libros y salió del teatro con la cabeza erguida y el paso lento y marcial. Se perdió en el aguacero dejando tras de sí su inconfundible olor a guayabas maduras. Nunca más volví a verlo en persona, sólo en sueños.
Siempre era el mismo sueño. Estábamos en el borde de un acantilado. Un golpe de viento lo empujaba hacia el vacío. En un intento desesperado por no caer, él se agarraba de mi mano. Se aferraba con vehemencia pero me resultaba demasiado pesado. Lo soltaba. Lo veía caer lentamente en un hueco negro e infinito y su grito me despertaba. Sudorosa y extenuada, con la vergüenza de mí misma escurriéndoseme por los ojos, pasaba el resto de la noche sintiendo que la que se hundía sin remedio en el fondo de aquel hoyo negro era yo misma.
1995. Una clínica en Hialeah. Un mediodía de sol implacable. El vaho ardiente que se desprende del asfalto desdibuja la sombra de los árboles. Abro la puerta y ayudo a entrar a mi madre. Una bocanada de aire acondicionado me sopla en la cara y me refresca el corazón. El concurrido vestíbulo del consultorio de geriatría me produce la misma sensación claustrofóbica de siempre. Es como entrar a una burbuja donde los minutos se desorientan y rebotan monótonos entre tantos achaques trasegados, sonrisas disociadas y respiraciones arenosas. Trato de resignarme ante ese adelanto de mi futuro. Aprieto decidida el timbre. Espero unos instantes hasta que una sombra verde se acerca por detrás del nebuloso cristal y descorre la ventanilla. Mis ojos se llenan de golpe con el bello rostro de Karina, la dirigente de la organización.
La sorpresa nos toma a ambas por asalto y nuestras miradas se quedan atrapadas en la misma incredulidad. Los recuerdos que había tratado de olvidar para siempre me brotan de algún lugar secreto del cerebro y empiezan a sucederse a gran velocidad. Primero Juan Carlos, llenando las tardes de magia con su guitarra generosa, luego su figura solitaria perfumando la madrugada con su último olor a guayabas maduras y finalmente su grito desgarrador, hundiéndose en el pozo de mis pesadillas. Se me atragantó todo el resentimiento acumulado contra mí misma y contra el mundo. Me sobrepuse y logré articular un par de preguntas.
“¿Tú aquí?... ¡No puedo creerlo!… ¿Cuándo llegaste?...”
“Llegué hace un año… ¿Y tú, desde cuándo estás aquí?... No supe más de ti desde que nos graduamos de la universidad… Oye, estás igualita…”
No podía aceptarlo. Allí estaba frente a mí, con sus ojos de alondra triste y su sonrisa perfecta irradiando alegría. Precisamente ella, que nos había aterrorizado con sus críticas constructivas y su ilimitado poder destructivo. Ella, que con brutal frialdad había cercenado más alas que un gavilán. La pregunta salió de mis labios sin permiso.
“¿Qué diablos haces aquí?”
Karina respiró profundamente y sin dejar de mirarme a los ojos, me dijo:
“Lo mismo que tú… Ayudé a Juan Carlos a construir una balsa. La hicimos en el patio de su casa con varias cámaras de camión y todas las tablas que pudimos juntar. La soga y la loneta se las cambié a un militar por los aretes de esmeralda que me regaló mi abuela antes de morir. Nos tiramos por Cojímar una tarde de mar buena. La travesía fue tranquila. Aquí nos casamos por la iglesia. Ahora estoy esperando un hijo de él…” - en ese momento bajó la vista y se acarició la pancita incipiente, luego siguió hablando casi en un susurro – “Nos queremos mucho ¿sabes? Siempre nos quisimos…Nadie lo supo nunca pero nos amamos desde que éramos niños. Nos hicimos novios en la secundaria. ¿Te acuerdas del poema con el que Juan Carlos ganó aquel premio? ¿El que se llama Seis letras? Estaba dedicado a mí”
Me quedé sin palabras. Todo aquello era tan incoherente, tan inverosímil, tan distinto. Karina, sin embargo, parecía más ligera después de su revelación y se animó a seguir hablando.
“Yo sé lo que tú estás pensando. No sabes cuanto trabajo me costó ser dirigente de la organización. Pero yo no lo escogí, me escogieron ustedes, me dieron la “tarea”. ¿Y quién podía negarse? Todavía tengo pesadillas… Ustedes me dieron un papel: o lo desempeñaba o simplemente me olvidaba de la universidad. ¡Y yo ansiaba tanto graduarme de historia del arte! No sabes cuanto lloraba por las noches. Me sentía vigilada. No sabía lo que pensaba nadie ni quien era el que seguía mis pasos. Me sentía tan sola y tan acosada. Los jefes me vigilaban y me exigían hijaputadas y ustedes… Ustedes las consumaban con sus votaciones unánimes y sus aplausos amaestrados. ¡Cómo ansiaba que se rebelaran, que denunciaran nuestras componendas! Pero nada, lo acataban todo como corderitos. Al final, todos somos culpables”
Karina hizo silencio y yo me quedé en trance. Sentía tanta tristeza que la boca se me llenó de salitre. Karina, desesperada por sacarse de encima todas sus cargas, continuó:
“¿Te acuerdas de Alberto, el secretario general? El también se tiró en una balsa. Me contaron que salió unos meses después que nosotros con Yamira, la ideológica y con Pedrito el loco, ¿Te acuerdas de él? El mulatico que era muy cómico, chica, el que botamos de la universidad por ir a una misa de gallo. La profesora de marxismo lo vio salir de la iglesia y... En fin, ellos no llegaron. Sólo encontraron el cuerpo de Pedrito flotando frente a Isla Morada, los demás nunca aparecieron…”
Karina se calló de pronto. Se le nublaron los ojos y la respiración se le hizo gruesa. Quizás porque los recuerdos la abrumaban demasiado o quizás porque interpretaba mi terco silencio como una recriminación que no podía soportar. Yo seguía con el cerebro girándome a mil revoluciones por minuto. Una ancianita que esperaba por mí para entregar el resultado de sus análisis me preguntó si ya había terminado. Automáticamente tomé la tablilla y anoté el nombre de mi madre en la lista de pacientes de esa tarde. Karina, un poco más compuesta, me pidió de la forma más profesional posible que tomara asiento y esperara a ser llamada. La viejecita entregó sus papeles y la ventanilla se volvió a cerrar. Me senté. Las palabras de Karina me desordenaron todos los recuerdos. El pasado comenzó a desfilar ante mis ojos con colores diferentes, como si todo estuviese ocurriendo por primera vez.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en aquel vestíbulo. Quería serenarme pero me era imposible. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cuándo llamaron a mi madre ni lo que ella y el médico hablaron en mi presencia. Entró un enfermero con el equipo de electrocardiogramas y ya no pude más, salí corriendo del cubículo y dejé a mi madre envuelta en un enjambre de cablecitos de colores. Avancé por un largo pasillo, le di la vuelta al mostrador de la recepción y casi sin aliento me abalancé sobre Karina.
Fue un abrazo de náufragos. Varias enfermeras y dos pacientes que esperaban por su próxima cita nos miraban atónitos mientras nosotras nos aferrábamos a nuestros cuerpos casi con saña. Más que un abrazo era un intento por recuperar el tiempo que habíamos dejado de ser nosotras mismas, ese tiempo oscuro que nos había dejado el alma desorientada, ese tiempo en que aceptamos vivir vidas impuestas a cambio de que nos dejaran en paz, sin darnos cuenta que en el proceso nos enajenamos de nuestra propia esencia y nos perdimos en un laberinto de soledad, de odio y de máscaras. Ese tiempo enorme en el que no pudimos ser amigas. No fue un abrazo…Fue una redención.
Esa noche no pude dormir. Ni tan siquiera pude tener pesadillas. Cansada de dar vueltas en la cama me fui a la terraza y me senté de frente a una luna enorme y solitaria. Allí lloré mucho. Lloré desconsoladamente porque comprendí que los cautivos pueden huir pero nunca pueden escapar… Lloré por todos los que habían muerto y por todos los muertos que aún estábamos vivos. Lloré mi culpa y mi cobardía. Lloré hasta que el sol amaneció en mis lágrimas.
Hoy. En un lugar entre dos mundos. Karina y Juan Carlos tienen dos hijos preciosos que juegan en inglés y lloran en español. Ella sigue trabajando en la recepción de la consulta de geriatría pero no se pierde una exhibición de arte. Ha comenzado a pintar. Sus cuadros son ocres o grises, llenos de transparencias pero ausentes de luz.
“Quizás estoy apagada por dentro…” - bromea.
Juan Carlos instala equipos de aire acondicionado. Todavía conserva su cara de niño aunque su mirada azul está nublada por una tristeza que me conmueve.
“La vida no me dio tiempo para la poesía… Esa es la tristeza que tengo atorada en los ojos” – me responde cada vez que le pregunto.
Nos reunimos a menudo en mi terraza. El trae su guitarra nueva y canta las canciones viejas de nuestra juventud. Sus notas llenan las veladas de una extraña nostalgia. Karina y yo jugamos a soñar. No con lo que fuimos sino con lo que pudimos haber sido… Son sueños tristes. Son sueños de cautivas…
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