La niña de los bucles tomó aire y empezó a leer la carta de Luís.
Lola de mi alma:
¡Me han sucedido tantas cosas desde la última carta que te escribí! La vida me ha cambiado mucho. Como te anticipé, me mudé de casa de José Manuel. Me instalé en una gran casona colonial convertida en pensión, en una pieza no muy grande pero sí muy ventilada y clara. Los clientes aumentaron tanto que, después de mis largas jornadas en la sastrería, seguía cortando y cosiendo en mi cuarto hasta el amanecer. Todo el dinero lo iba guardando en una caja de turrones vacía debajo de mi cama.
Una de esas largas madrugadas, mientras le hacía los ojales a un chaleco de seda, escuché unos sollozos de mujer. Me acerqué a la puerta y puse atención. Los sollozos provenían del pasillo. Abrí y vi a Doña María, la dueña de la pensión, una mallorquina entrada en años a quien todos llaman la chuetona, aunque ella insiste en que el judío era su marido y no ella. En fin, Doña María estaba sentada en una silla, con el regazo lleno de papeles, y llorando a mares.
“¿Qué le sucede Doña María?”
“Ay Luisiño, es que soy bruta como un asno, que no entiendo ná de cuentas y creo que me han dejao sin un céntimo… ¡Ay! ¿Por qué habrá tenío que morirse mi Valentí? El difunto era quien se ocupaba de tó, yo no soy más que una vieja lerda como un rocín...”
Volvió a romper en sollozos.
“Tranquila Doña María, déjeme ver esos papeles…”
Examiné las cuentas por varios minutos y no pude evitar que se me ensombreciera el rostro.
“Pues sí que anda en problemas Doña María, ha caído en una trampa. Pero fíjese, vamos a hacer una cosa, yo tengo unos ahorrillos, ¿sabe? Es que quiero poner mi propia sastrería…. Déjeme sus papeles. Mañana voy a ver a estos malandrines y verá como le ajusto las cuentas… Después usted y yo nos arreglamos… ¿Le parece bien?”
“¡Virgen de Lluc, Sant Antoni Abad, esto es un milagro…! ¿De veras que harás eso por mí, Luisiño de mi vida? Tenías que ser mallorquí... ¡Y de los buenos, sí señor!”
Si la hubieras visto Lola. Se persignaba una y otra vez y me besaba las manos. No sabía cómo agradecerme. Desde ese momento María me nombró su tesorero. Mis largas jornadas de trabajo se alargaron aún más. Ahora también tenía que revisar las cuentas de la pensión y mantenerlo todo en orden, por eso nunca estaba a tiempo para la comida. Por suerte José Manuel me enviaba de vez en cuando a la negra Zobeida con un buen potaje y una hogaza de pan. Zobeida aprovechaba esas visitas para lavar mi ropa, limpiar mi cuarto y, de paso, echar unos espesos humazos de tabaco por todas las esquinas de la casona para atraer la buena suerte. Y ¿sabes? Creo que sus mañas surtieron efecto.
En ese momento un soplo de aire gélido entró por la ventana y sorprendió a Lola en pleno rostro. En esta ocasión no se molestó en abrigarse. Ya se había persuadido de que ese frío era tan misterioso como inevitable… Siguió atenta a la lectura.
La suerte me sonrió. Al mes siguiente me mudé a las dos primeras piezas de la casa de huéspedes, las más grandes de la pensión. María me las dio a cambio de mi trabajo como tesorero. Acondicioné las ventanas y las convertí en dos amplias puertas para que las habitaciones tuviesen acceso a la calle. Una semana después, con gran orgullo, colgué un cartel con letras rojas en la entrada: SASTRERIA VALLDEMOSA. La nombré así en honor a mi pueblo natal. Esa noche José Manuel y Francisca, su mujer, trajeron varias botellas de vino y manzanilla, María preparó una cena especial y todos celebramos la inauguración de la sastrería hasta bien entrada la madrugada. Hasta hicimos un brindis por tu pronta llegada.
Lola hizo callar a la niña. Las manos le temblaban y la ansiedad le estallaba dentro del pecho. Tampoco esta vez Luís le contaba todo. No le decía que Zobeida había estado allí aquella noche, con su cuerpo de diosa, bailándole aquellos bailes insolentes que le atizaban las entrepiernas y enseñándolo a beber aguardiente en un cuezo de güira hasta bien entrada la madrugada… No le decía que lo ojos fosforescentes de Zobeida ya se habían adueñando de sus noches, poblándolas de sueños prohibidos que lo dejaban exhausto y anhelante. Luís obviaba a Zobeida pero Lola la intuía. Todavía no tenía forma. Sólo era una sombra incandescente que le desbocaba el corazón…
La niña la miró insistente y ella asintió para que siguiera leyendo.
José Manuel aprendió con rapidez los esenciales mínimos del oficio y dejó la bodega de Don Paco para convertirse en operario de la sastrería. Todo marchaba viento en popa. Los marchantes se triplicaron y la fama de la sastrería trascendió las calles y llegó a los salones de la alta sociedad habanera. José Manuel no daba a basto y tuve que contratar a otro ayudante. Trabajábamos febrilmente hasta que con los primeros ariecillos del invierno habanero caí enfermo. Estuve en cama tres días seguidos. Cuando logré levantarme se me podían contar todas las costillas. Al mirarme al espejo comprobé que tenía la piel más amarilla que un mandarín chino. Mis preocupaciones aumentaron cuando me palpé el vientre y noté que tenía una protuberancia, como un huevo de paloma, justo en la boca del estómago. Me asusté muchísimo y volví a postrarme. Pensé que moriría sin volver a verte y traté de aferrarme a tu último beso, Lola mía. Pero tuve mucha suerte. Al día siguiente llegó la negra Zobeida y me curó con ciertos ritos de su religión Yoruba. Aunque no lo creas, su magia es maravillosa…
Lola no pudo evitar el llanto. ¿Estuvo a punto de perderlo… o ya lo había perdido? ¡Tenía tantos sentimientos encontrados! Se alegraba de que se hubiese curado… ¿Se alegraba? ¿Por qué no podía simplemente aliviarse con la noticia de su mejoría? ¿Por qué sentía un avispero en las entrañas? Se lo habían advertido desde niña: la que se enamora de un payo la persigue la malaventura. Ella no quiso creerlo. Luís le llegó como un manantial. Lo conoció en un casorio, una noche de luna llena. El se extravió en el campo y se acercó al festejo atraído por la música. Ella estaba bailando una alboreá en honor a la novia, arqueando su cuerpo de estrellas en absoluta armonía con los siete arcanos del universo. Luís le sonrió y Lola quedó atrapada de inmediato en aquella sonrisa. Fue un amor a primera vista. Su abuela la previno de que en el camino del aquel gachó había un urypo, uno de los más terribles demonios gitanos, capaz de beberse de un sorbo las almas humanas. Lola sabía que era cierto… pero decidió quererlo hasta las últimas consecuencias.
A fin de cuentas, su madre Yarela había hecho lo mismo. Se entregó sin miedo al amor de un payo. Era un capitán de la Real Armada Española que se prendó de su belleza. De aquella pasión, sublime y secreta, nació Lola quien, sin embargo, apenas recordaba a su madre. Yarela murió cuando ella tenía cuatro años. Fue a ver pasar el cortejo nupcial del rey Alfonso XIII y su amada Victoria Eugenia. Su adorado capitán iba al frente de la escolta real. Yarela nunca regresó. Tampoco su padre. Sus cuerpos quedaron destrozados por la bomba que, disimulada dentro de un ramo de claveles, le lanzó a sus majestades el anarquista Mateo Morral.
“Ese fue su castigo… Morir de la mala muerte”, le decía su abuela Samara cada vez que las dos iban a limpiar la zarza sobre la tumba de Yarela. Ni esa triste tragedia que la había tocado tan de cerca lograba disuadirla. Lola estaba demasiado enamorada.
Sin embargo, en la carta Luís le mentía y eso le desorientaba el alma. Y es que Luís no se atrevía a decirle la verdad sobre aquel remedio providencial que lo había salvado… No podía… Zobeida lo había encontrado un mediodía tirado en la cama, con una barba de cuatro días y con el ánimo desfallecido y vulnerable…
“¿Qué le pasa a su mercé?... Parece un difunto”
Luís se incorporó a medias y le contó lo de la pelota en el estómago y en un rasgo poco común de su carácter de hierro, se echó a llorar.
“¡Su mercé lo que necesita es una soba con manteca de majá…! Va a ver cómo esta negra le cura de ese mal y de todos los otros… Se lo juro por Olordumare…”
Sin darle tiempo, Zobeida lo empujó hacia atrás en la cama y se le sentó encima a horcajadas, le abrió el chaleco y la camisa, se untó las manos con manteca de majá y comenzó a sobarle la barriga, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, hasta que todos los órganos de su abdomen quedaron fuera de lugar y las puntas de sus tetillas estaban al estallar. Luís tenía los ojos cerrados y en su boca, poco a poco, comenzó a dibujársele una mueca rijosa. Zobeida siguió sobándolo más allá de las fronteras del vientre, con roces indecentes y deliciosos, hasta encabritarle el sexo de una manera descomunal. Luís entreabrió los ojos y dejó escapar un suspiro ronco. Ella lo miró con los ojos más verdes que nunca y él no pudo más. Se lanzó en ellos hasta el fondo y la penetró con saña. Con cada cabalgada iban entrando al cuarto extraños personajes, algunos pequeños y medio desnudos, otros con caretas de diablo y hachas de guerreros, todos con rústicos tambores que iban tocando al unísono. Zobeida se movía al compás de aquel ritmo cadencioso y ardiente y Luís se rindió al frenético delirio de sus muslos y su olor a canela. Un vaho caliente empezó a desbordarse por las rendijas del cuarto y a desquiciarles la siesta a los inquilinos de la pensión. De pronto, los cuerpos sudorosos de Luís y Zobeida se tensaron al máximo y un gozo nuevo y ancestral les brotó a dúo desde las entrañas y se les despeñó incontenible como una catarata. El rugido de los amantes fue tan potente que todos los clavos se desencajaron de las paredes de la pensión y la combustión fue tan intensa que los vecinos hicieron una larga línea frente al baño común, urgidos por darse un baño para aplacarse aquel inexplicable sofoco de media tarde.
Esa noche Luís estaba totalmente curado. El huevo de paloma le desapareció de la boca del estómago y su mirada recobró el mismo brillo de siempre. Se sentía tan bien que no se daba cuenta que era feliz. No sospechaba que había caído en la resbalosa trampa de la las sobas con manteca de majá...
No. Luís no le contaba, pero su silencio ardía entre líneas como la lava. Lola se levantó y se tomó dos vasos de agua. Nada le aplacaba el fuego que en ese momento se le desató en el alma. Se secó el sudor de la frente con un pañuelito de holán y le rogó a la niña que terminara de leer la carta.
Ya curado, reanudé mi ritmo de trabajo habitual pero el susto que pasé me hizo recapacitar. José Manuel me ayudó a organizar bien las cosas y aquí te va la mejor noticia: Inicié los trámites con un notario para nuestro casamiento por poder. En unos días te mando un giro con el dinero necesario para tu pasaje en barco. Según me aseguró el picapleitos, lo del matrimonio debe consumarse en poco menos de medio año, así que espero que puedas llegar para principios de la primavera. En cuanto recibas la notificación de matrimonio zarpa sin demora, amor mío. No sabes cuanto deseo tener tu cuerpo de nuevo junto a mí, Lola de mi alma. Tengo tantos besos guardados para darte….
Te adora, tú,
Luís
Los trámites del matrimonio tardaron nueve meses y medio, un poco más de lo previsto por Luís. Lola cosió y bordó su ajuar de novia y lo tuvo todo listo para partir al día siguiente de formalizado el casamiento. Se despidió de la niña de los bucles dorados - y de los pocos familiares que le quedaban – con la convicción de que no volvería a verlos nunca más. Al partir, recorrió con tristeza los contornos de Mallorca, realzados por un mar azul y gallardo como ninguno, y trató de grabar en su mente cada detalle de la costa. Aunque los gitanos no tienen patria, aquella tierra era el único hogar que había conocido en la vida y sentía que entre sus entrañables farallones quedarían flotando para siempre retazos de su alma. Cuando perdió de vista la isla, se fue a su camarote a rezarle a Santa Sara, su virgen gitana, para que le diera fuerzas. Sabía que se acercaba a un precipicio que la aterraba y la atraía. Y ya no había marcha atrás...
No hay comentarios:
Publicar un comentario