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lunes, 25 de octubre de 2010

EL SECRETO DEL SASTRE (Segunda parte)


Sí. En el minucioso relato de Luís faltaban detalles. Zobeida era una negra espectacular, de ojos verdes, lascivos y fosforescentes. Estaba toda vestida de blanco, con un pañuelo del mismo color enrollado en la cabeza y un manojo de collares multicolores colgándole del cuello. Su boca era una fruta madura que se ofrecía sensual e incitante y su cuerpo, perfectamente voluptuoso, exudaba un olor a canela que trastocaba las ansias. Luís apenas rozaba su nombre en la carta pero la presencia de Zobeida era tan fuerte que llegaba rotunda, desde el otro lado del océano, y llenaba de zozobra el corazón de la joven costurera.

Sin poder explicarse su repentino desasosiego, Lola trató de controlarse y le pidió a la niña que siguiera leyendo.

Me bebí la limonada de un solo trago y el fresco líquido recorrió mis tripas vacías y me devolvió el aliento.

“Gracias, muchas gracias…” les dije cuando terminé.

Me puse de pie todavía tembloroso y le estreché la mano al hombre que me miraba lleno de curiosidad.

“Mucho gusto, mi nombre es Luís Ocampo Aguiló de la Riera. Acabo de llegar de Palma de Mallorca y…”

“Jodé hombre, bienvenío a estas tierras. Mi nombre es José Manué de Mendoza y Guzmán, llegué hace dos años de Andalucía y aquí me tiene, pa lo que se ofrezca, en la Bodega de Don Paco. ¿Alguna familia por estos lares?”

“Tengo un primo segundo, se llama Anastasio Aguiló de la Riera, pero se me ha perdido el papelito donde traía anotada su dirección y…”

“Ná tío, que se le ve el cansancio y el hambre por encima de la ropa. ¡Ala!, que lo invito a un buen sarmorejo con un chorreoncito de aceite de oliva pa que se chupe los dedos... Después veremos cómo encontrar a su primo de usted”

José Manuel se despojó de su empercudido delantal y tomó una boina de fieltro de un gancho de la pared. Salimos juntos del lugar y caminamos tres cuadras hasta su modesta casa. Nos sentamos a la mesa y nos comimos sendos platos de salmorejo con abundante pan y varias copas de tinto riojano. Nos bastó el tiempo que duró el almuerzo para contamos nuestras vidas. Cuando terminamos de comer éramos un par de viejos amigos.

Desde entonces vivo alojado en un cuarto pequeñísimo al fondo de la casa de José Manuel. Al principio pasé días enteros recorriendo la Habana, bajo una canícula implacable, buscando trabajo y tratando de hallar a mi primo. Hasta ahora, tal parece que Anastasio se lo a ha tragado la tierra. Para sostenerme hice cuanto pude, hasta trabajé para el Rey de las Nieves, vendiendo hielo de puerta en puerta, en una carreta tirada por una mula terca y vieja que me estragaba la paciencia a las tres yardas.

A mediados de septiembre entré por segunda vez en la sastrería de los hermanos Cabrera y Griñó. Volví a hablar con ellos y al fin logré convencerlos para que me admitieran a prueba. Durante 30 días corté y cosí decenas de trajes. Trabajaba 10 horas diarias, dormía poco y comía mal, pero al finalizar el mes mi esfuerzo dio el fruto esperado: me contrataron como sastre.

Hasta ahora sigo trabajando duro y he comenzado a hacerme de una clientela fiel y satisfecha. Pienso mudarme en breve a una pensión. No quiero seguir siendo una carga para José Manuel. Tal como lo planeamos, estoy reuniendo dinero para montar mi propia sastrería y poder casarnos cuanto antes, Lola de mi vida.

Te hice una promesa de hombre y te la voy a cumplir. Con la ayuda de Dios haré una buena fortuna y podré traerte conmigo a vivir como una reina. No sabes cuanto te extraño, mi alma. Sin tus besos estoy perdido. Pronto tendrás más noticias mías.

Te quiere, tú,

Luís

Lola le agradeció a la niña, guardó la carta y trató de concentrarse de nuevo en el hilván del refajo pero todos los pensamientos se le habían desordenado. Dobló la costura y fue a prepararse un chocolate caliente. Aquel frío extraño le hacía castañar los dientes. No pudo dormir. Le pidió ayuda a todos sus antepasados y hasta al mismísimo Undibé, su Dios todopoderoso. Por último le encendió una vela a Santa Sara, la patrona de los calés. El cansancio la vencía pero, apenas cerraba los ojos, se sumergía de lleno en el oscuro mundo de Yado, ese abismo subterráneo donde vagan los muertos de la mala muerte, y se despertaba espantada. Al salir el sol no le quedaba ninguna duda: estaba en peligro. Algo la acechaba. Algo amenazaba con ensombrecer su vida para siempre. Todas sus fibras de gitana se pusieron en guardia.

Pasaron seis meses interminables. Lola hizo largas caminatas por las faldas de la Tramuntana invocando al espíritu de la tierra para que le diera buenos consejos; durmió varias noches sobre las rocas de Sa Foradada, tratando de escuchar lo que el mar tenía que decirle; buscó respuestas en las barajas y hasta le pidió a una gitana vieja que le leyera las palmas. La gitana, que la conocía desde niña y sabía que Lola había nacido con la marca de la luna y, por lo tanto, era más sabia que ella, se negó a su pedido y le aconsejó que buscara la respuesta dentro de ella misma, como le correspondía a su estirpe de shuvani. Lola estaba desesperada. Advertía el peligro pero, por primera vez en su vida, no podía descifrar por dónde se le acercaba.

Una tarde, extenuada por su trabajo y por sus febriles indagaciones, se quedó dormida y soñó con el mulla de su abuela Samara. Samara había sido una gitana legendaria. Nació en un calabozo, durante la época de la gran redada contra los gitanos promovida por el Marqués de la Ensenada. Desde niña hizo y deshizo tantos conjuros y amarres en la trena que a los doce años era venerada por los presos y temida por los carceleros. Cuando salió de prisión, a la edad de quince años, fue consagrada como hechicera suprema o shuvani y antes de morir, Samara le heredó a su nieta Lola gran parte de sus increíbles poderes mágicos. El espíritu de Samara, iluminando la noche con los destellos dorados de sus aros y zarcillos, la miró a los ojos y le dijo:

Aunque sientas frío, lo que te acecha es un fuego desconocido y poderoso, Lola… Ni yo, ni el gran Iliia, el guardián de las llamas, podemos ayudarte... Ese fuego te quemará el corazón hasta que descubras el secreto…”

Lola se despertó sudorosa.

A la mañana siguiente, como todos los días, Lola fue bien temprano a la plaza a comprar castañas asadas y luego subió la colina para llegar a la casa de los Claderas, donde trabajaba como costurera. Iba preciosa, con la cabellera negra y ondulada enmarcando su cara divina y el cuerpo esbelto y armonioso envuelto en el suave tintineo de sus muchas pulseras de oro. Le bastó el vuelco que le dio el corazón, apenas traspasó el portón de la casa, para saber que habían llegado nuevas noticias de Luís. Enseguida vio el sobre blanco en la mesa. Sintió miedo y pensó en huir, en vagar errante como los de su tribu, con esa vocación itinerante que los desmarca del resto del mundo. Fue un impulso muy breve. De inmediato comprendió que no podría. Nadie, ni los gitanos, pueden escapar de su destino. Rasgó el papel, desdobló los pliegos y buscó a la niña de los bucles para que los leyera. Iba tiritando de miedo. (Continuará)

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