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viernes, 24 de septiembre de 2010

De cómo Venus pierde la inocencia


Aquella complicidad nos unió más que nunca. Desarrollamos una relación tan singular que por las noches podíamos intercambiarnos los sueños. Más que abuela y nieta, éramos dos buenas amigas que nos respetábamos y nos queríamos por sobre todas las cosas. Todo en la isla había ido cambiando mucho. La radio, la televisión y los periódicos se fueron llenando de consignas y enemigos mientras las tiendas, los armarios y los refrigeradores se fueron llenando de ausencias y telarañas. Se entronizaron los cuños, los delatores y la testosterona revolucionaria. Todo empezó a ser prohibido. Todo menos el absurdo.

No era extraño que en las largas tardes de verano, Ericina fingiera no tener hambre para cederme su pan del día. En las noches de invierno, era común que yo pretendiera no sentir frío para que Ericina se cubriera con el único cubrecama que quedaba en la casona. En aquella isla a la deriva, el amor hablaba su propio idioma.

Por ese tiempo me enseñó a combinar ciertas hierbas para curar todos los males y me mostró los puntos misteriosos del cuerpo donde había que clavar las agujas de su abuelo chino a fin de sanar los dolores y confundir a la muerte. Era preciso que aprendiera a curarme sola. Ya tenía doce años y estaba a punto de ir a mi primera escuela al campo.

Fue en invierno y Ericina me despidió con una bendición, disimulando una lágrima irrefrenable que le corría por la nariz. Fueron los primeros treinta días de mi vida lejos de ella. Me llevaron a un campamento en Güines que se llamaba “Nueva Esperanza”. El primer día nos reunieron en una explanada al lado de la nave que servía de comedor. El compañero jefe del plan nos explicó que íbamos a ‘rastrojar” papas, algo así como buscar denodadamente cualquier papa olvidada en la primera recogida. Ese mismo día, el compañero jefe del plan empezó a mirar con cara de lobo a Cuquita, la tetona.

El trabajo era agotador pero lo que más me cansaba era la energía de adaptación que tenía que gastar para sobrevivir en aquel medio. Aprendí a perderle el miedo a las ranas. Me aburrí de huir despavorida cuando alguna de las niñas de los grados superiores corría detrás de mí para lanzarme una por la cabeza. También le perdí el miedo a las moscas verdes aunque eso me tomó más trabajo.

Las moscas verdes eran unos insectos demoníacos que habitaban en las letrinas. Cada vez que me bajaba los pantalones para orinar, levantaban vuelo seseando frenéticas y amenazadoras. Los dos primeros días no pude llegar a consumar la micción. El terror no me dejaba desaguar ni una gota. Al tercero me agarraron las fiebres. Me llevaron al policlínico de Güines con la panza inflada como un globo. Allí, sin muchos miramientos, me pasaron una sonda para sacarme toda la orina que tenía acumulada en la vejiga. Después de aquella experiencia traumática tomé una decisión: me cagaría en las moscas verdes y mearía a mi antojo a pesar de su zumbido diabólico. Era preferible que aquellos bichos me picaran el culo a que la robusta enfermera del policlínico me pasara otra sonda.

También aprendí a fumar. Fue con un Veguero, un cigarro largo y negro que me dejó las pupilas dilatadas y el pecho atorado durante dos días. Sin embargo, la lección más inolvidable fue la que me dieron Cuquita la tetona y el jefe del plan. A partir de la tercera noche, los dos entraban puntual y subrepticiamente al albergue al rayar las doce de la noche, se instalaban en la litera vacía que estaba al lado de la mía y chichaban frenéticamente a lo largo de la madrugada.

La primera noche quedé catatónica y sin poder pestañear por varias horas. Al amanecer logré reponerme un poco pero pasé varios días en un extraño estado de enajenación. Apenas comía y no articulaba palabra alguna. Además, le agarré pánico al jefe del plan. Lo peor fue cuando me eligieron la “Reina de la papa” - por ser la que más papas había recogido durante la jornada - y el jefe del plan vino a felicitarme y me puso una mano en el hombro. Salí corriendo y gritando como si hubiera visto un muerto oscuro hasta que caí desfallecida a dos kilómetros del campamento.

Salvo haber vomitado hasta la gandinga la noche que me encontré una cabeza de gallina - con pico, ojos y plumas - en la sopa que me estaba tomando y de haber tenido mi primera menstruación, el resto de los treinta días de la escuela al campo transcurrieron tranquilos y sin mayores contratiempos.

Cuando regresé a la casa Ericina me remojó en la bañadera durante una hora a fin de ‘ablandarme’ la tierra que traía impregnada en la piel. Luego empezó a restregarme con un estropajo de soga que ella misma había hecho.

-No sé qué pasa. Por más que hago no logro limpiarte tanta suciedad

-Si sigues restregándome con tanta fuerza me vas a pelar como un plátano, abuela

-Es cierto, mi niña. Ya no hay remedio. No es “churre”. Es que perdiste la blancura de la inocencia…

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