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martes, 31 de agosto de 2010

La historia de Sara y Juan Lemba y el increíble destino de su hija Beremunda

Desde que se miraron por primera vez, Sara y Juan Lemba comenzaron a amarse sin tregua, de día y de noche, en el río, en medio de la plantación de caña, en el patio de la casona colonial y hasta en el barracón de los esclavos. Cuando hacían el amor, el cielo se llenaba de relámpagos, las cañas sudaban miel y los gorriones perdían el rumbo y se quedaban volando en círculo durante horas.

De ese amor irrefrenable nació Beremunda, una niña con la piel color canela, el pelo crespo y rojizo y los ojos de un extraño color verde fosforescente. Poco después del nacimiento de Beremunda, los cuerpos sin vida de Sara y Juan Lemba aparecieron una tarde flotando sobre el río, totalmente desnudos. Los blancos aseguraban que Dios los había castigado por tanto desparpajo. Los negros, más sabios, decían que había sido un “babomí de tripa” por andar copulando en plena digestión. El asunto es que Beremunda se quedó sola. No la aceptaban ni los negros ni los blancos. Todos temían su luminosa mirada verde y su piel sin bandera. La amantó Zobeida, una negra ciega que se apiadó de su llanto desconsolado. Además de alimentarla, le enseñó todos los secretos de la religión yoruba.

Cuando Beremunda cumplió trece años, partió para el occidente de la isla sin despedirse de nadie. Llegó a Santiago de las Vegas y consiguió empleo como sirvienta en casa de Don Álvaro Jiménez, un acaudalado inmigrante canario dueño de una extensa vega de tabaco. La esposa de Don Álvaro, Doña Catalina, la tomó como sirvienta personal. Le encantaba la discreción y la inteligencia natural de Beremunda y, sobre todo, la extraña cualidad de aquella mulatita de adivinarle hasta sus más mínimos deseos. Todo marchaba de maravillas hasta que regresó Narciso, el único hijo de los Jiménez. Era un joven alto con unos generosos bigotes de manubrio. Venía de Salamanca y acababa de graduarse de médico. A Beremunda le bastó con mirarlo a los ojos una sola vez. Narciso se enamoró perdidamente de ella.

Una tarde, Doña Catalina los sorprendió a los dos en el patio besándose hasta el alma y cayó en cama con un reboso de bilis. De inmediato hizo traer a un babalao de la Habana para romper la brujería con la que, según ella, Beremunda había hechizado a su hijo. El babalao salió huyendo de la casa apenas sintió la electricidad que emanaba del cuerpo de Beremunda. Entonces Don Jorge, el padre de Narciso, tomó cartas en el asunto. Amenazó a su hijo con quitarle el apellido, con borrarlo del testamento y hasta con descargarle encima todos los perdigones de su viejo arcabuz. Nada valía. Cuando Beremunda parpadeaba, un remolino de chispas verdes con olor a jazmines atravesaba el patio de la casona y le desquiciaba las ansias a Narciso. No había fuerza en el mundo capaz de impedir aquel amor. Los dos se fugaron una madrugada al comienzo de la primavera. Fueron directo al muelle de Luz en la Habana y tomaron un barco con destino a Londres, sin sospechar que lo peor de su vidas aún estaba por llegar… (Continuará)

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