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martes, 13 de septiembre de 2011

EL PECADO ORIGINAL


A medida que avanzaba por la carretera en dirección a la playa, se acercaba la hora de enfrentarme a ella. ¿Cómo sería? Desde la noche anterior la había imaginado mil veces. Con el pelo corto, con el pelo largo… sonriente, seria… delgada, gorda… alta, bajita… de palabra fácil o de ceño fruncido... sutil o demoledora…  Ahora que al fin iba a conocerla, se me juntaban todas las imágenes y el resultado era un monstruo con las fauces abiertas a punto de devorarme. Abrí la ventanilla y suspiré hondo para que el aire del mar se llevara un poco de mi miedo. No se lo llevó.
Estacionamos al lado del cine. El sol estaba en el tope del cielo y el calor era asfixiante. Sin embargo yo tiritaba de frío. ¡Qué puñeteros pueden ser los nervios! Caminamos las dos cuadras que nos separaban de la casa 405. Al llegar al portón del jardín un pensamiento me detuvo en seco: no solo tú la juzgarás a ella, ella también te juzgará a ti…
Estuve a punto de echarme a correr pero huir ya era imposible. No había marcha atrás. Traté de animarme con un pensamiento positivo que a veces no es otra cosa que esconderte detrás de una auto-mentira piadosa: “Basta de susto. Sea como sea es una mujer que ha vivido más que tú. Tiene que ser inteligente y buena… ya verás...” Empiné los pechos y avancé.
Me bastaron tres pasos para cruzar la veredita y estar frente a ella. Ni tan siquiera se levantó del sillón donde se balanceaba en el portal. Tampoco me devolvió mi saludo entrecortado. Solo me miró, de arriba abajo, me inspeccionó con la precisión milimétrica de una tomografía axial computarizada mientras yo me derretía de terror. Luego intercambió una mirada suspicaz con la amiga que tenía sentada al lado y me pidió que me volteara. Lo hice, sumisa como un corderito. Sentí sus ojos tenaces traspasándome desde la nuca hasta los calcañales, barriéndome cada resquicio como un ultrasonido en tercera dimensión. “Solo falta que me suba a una camilla y me coloque un espéculo vaginal”, pensé.
-Ya puedes volverte… - dijo en un susurro.
No podía. Temblaba como una hoja. Finalmente, no sé cómo, logré girar sobre mis talones y volví a estar de frente a ella. Solo entonces me preguntó mi nombre y mi edad. Le respondí, eso creo. Otra vez se quedó en silencio, mirándome. “Seguro que ahora me pedirá que abra la boca para revisarme la dentadura, como les hacen a los caballos antes de comprarlos…”, me dije. No fue así. Simplemente sonrió. Una sonrisa distante y enigmática que reflejaba su convicción de estar frente a una más de las fugaces, breves, necesarias y transitorias forjadoras de la machi-hombría de su hijo... Luego desvió la vista y continuó hablando con su amiga. A partir de ese instante, y durante el resto del tiempo que duró la visita, yo simplemente desaparecí, me hice transparente, dejé de existir.
Sin embargo, por esas cosas de la vida y del Orinoco - que tú no entiendes ni yo tampoco - me convertí en algo inevitable y corpóreo imposible de obviar.
Han pasado muchos años desde aquel día. Hemos navegado juntas por muchos mares, hemos capeado temporales y hemos recalado en cálidas playitas donde a veces ha amanecido el amor. Sin embargo, siempre quedó una puerta cerrada, un sitio prohibido al que nunca tuve acceso. Quizás un puente que no supe tender o un miedo que ella no pudo superar. De toda esta jornada algo sí ha quedado claro: el pecado original no lo cometió Eva cuando se comió la manzana... fue cuando tuvo que “evaluar” a su primera nuera…

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