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martes, 2 de agosto de 2011

MAMITA


¿Hasta dónde puede llevarte la vida…? Nunca se sabe. Uno cree que con los años y la experiencia ya nada puede sorprenderte pero eso no es cierto. Si no, pregúntenle a Mamita.

Su nombre completo era Epifania Carrazana pero todos le decían Mamita, un poco por cariño y otro por comodidad. Nació pobre, como nacen las almas viejas que ya han cumplido muchos ciclos. Se crió en la calle a fuerza de trucos y mañas para sobrevivir. Como era la mayor de 7 hermanos solo pudo llegar al tercer grado. A partir de ese momento debió quedarse en casa para cuidar de los más chicos. Para ese entonces su madre había muerto de un parto complicado y ninguno de los diferentes padres de las criaturas, incluido el de ella, asumió la responsabilidad que le tocaba.

Mamita hizo de todo. Pidió limosna, lavó ropa de cama, vendió botellas vacías y hasta robó. Eso sí, sus hermanos menores nunca se acostaron sin comer. Cuando cumplió doce años tenía cuerpo de mujer, ojos de gata y mirada de sabio. Empezó a recibir ofertas indecorosas pero las rechazaba todas. Estaba dispuesta a cualquier cosa menos a ser como su madre: una coneja culicaliente.

A medida que sus hermanos crecían, empezaban a ayudarla en el duro oficio de no morirse o simplemente se iban a vivir su propio destino. El mayor consiguió trabajo en un circo ambulante como cuidador de elefantes. La despedida fue breve y sin cursilerías. Para Mamita hasta las lágrimas eran un lujo. Las dos hermanitas siguientes, cuando cumplieron 9 y 8 años respectivamente, se fueron a vivir con una doctora viuda que no podía tener hijos y se moría de soledad. Mamita se las cedió a cambio de que se encargara de desparasitar y curarles la moquera a los tres hermanitos restantes.

A los pocos meses Daniel, el único que tenía los ojos azules, murió electrocutado en el parque. Se escapó a jugar bajo el aguacero y brincó sobre un charco donde había caído un cable eléctrico. La muerte fue noticia y los hizo saltar a la fama como titular de la crónica roja. No obstante, fue suficiente para que un político en campaña se apareciera en su cuartucho y se retratara con ellos mientras les entregaba una donación de ropa y comida. Mamita hizo verdaderos milagros para que el arroz y los frijoles le rindieran hasta más allá de lo posible. Lo mismo pasó con la ropa y los zapatos: los remendó hasta el punto de rehacerlos de nuevo. Al cabo de un año, estaba sumida en el más absoluto desamparo. Fue entonces que sobrevino la segunda tragedia.

Cesarito cayó redondo y totalmente morado en medio de la calle, ante montones de transeúntes sorprendidos. A Mamita la avisó una vecina. Ella atravesó el bochorno del mediodía a toda carrera hasta llegar al lugar, alzó al niño por los pies y le dio un golpe seco en el cocote. La semilla de mamoncillo se le desatoró y le salió disparada por la boca. Cesarito recobró el conocimiento y comenzó a respirar de nuevo pero ciertas funciones no pudo recuperarlas. No volvió a hablar y su cuerpo se hizo de trapo. Entre ella y Asunción, la más pequeña, se hicieron cargo de Cesarito.

Pasaron varios años y una mañana se apareció Esteban, el padre de Asunción, en el bajareque donde vivían. Le juró a Mamita que había dejado la bebida, que se había convertido a la religión bautista y que venía a hacerse cargo de su hija. Al principio Mamita no le creyó pero él insistió, juró por el señor y hasta derramó varias lágrimas. Asunción no quería irse con aquel hombre que decía ser su padre pero que para ella era un perfecto desconocido. Mamita le insistió pensando que eso sería lo mejor para ella. La vio partir al día siguiente. Sintió un nudo en la garganta y se apretó contra el cuerpo transparente de Cesarito.

La noticia no tardó. Esteban, en una borrachera, violó a Asunción y esta, como venganza, esperó que se quedara dormido y le reventó el cráneo de un botellazo. Ahora estaba en un internado de menores para niños delincuentes. Mamita fue a verla, tenía la cabeza rapada y la mirada perdida. Definitivamente ya no era Asunción.

Un año más tarde murió Cesarito. Se le complicaron unas fiebres y se le trancaron los riñones. Lo enterró triste y a la vez aliviada. Cuando se quedó sola no sabía qué hacer. No concebía la vida sin nadie a quien atender. Fue entonces que aprendió a hacer flores de tela y de papel. Recogía retazos que la gente botaba en la basura o a la salida de alguna fábrica y se pasaba las noches recortándolos, tiñéndolos y engarzándolos en alambres. Generalmente hacía margaritas de siete pétalos. La gente empezó a comprar sus flores y algunos hasta le hacían encargos. Una mañana, mientras se dirigía a entregar un ramo de 12 margaritas que le había encargado Ermenegilda, se detuvo en el quiosco de la esquina, se tomó un café y se compró un billete de lotería. Se sacó el premio gordo.

No se lo dijo a nadie. ¿A quién? Fue a cobrarlo sola y trajo el dinero para la casa en dos maletines. Lo primero que hizo fue comprarse una botella de ron, bebérsela de un tirón y agarrar una soberana borrachera en la que pudo recobrar sus lágrimas perdidas. Lo segundo fue contratar un abogado para defender a Asunción pero el caso se había puesto difícil. Ya había matado a dos niñas en el internado y había dejado tuerta a una guardiana. Su suerte estaba echada y nada podía hacer por ella. Entonces Mamita se subió a un ómnibus y viajó hasta la playa.

Buscó hasta que encontró una casita en venta y se la compró al contado. La amobló con muebles nuevos y la adornó con margaritas. Todas las mañanas nadaba una hora bordeando la orilla y luego regresaba con algún caracol nuevo. No tenía amigos. No sabía. Por las tardes leía libros que le intercambiaba a un librero viejo, única persona con la que conversaba durante horas. Por las noches veía televisión hasta que se quedaba dormida con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.

Nadie se dio cuenta el día que no fue a nadar. Solo el librero, al cabo de varios días, fue a pedirle un libro que le había prestado. Se la encontró tirada en el suelo. La sentó en el sillón de cuero, le trajo agua pero ella no pudo beberla. Tampoco verlo ni responderle ninguna pregunta. Era como un cuerpo sin alma. Le había dado un derrame. Murió al año, sola en una sala de hospital.

Algunos juran que han visto su fantasma nadando temprano cerca de la orilla. Otros, que sale a cuidar niños callejeros para que nada malo les pase. No falta el que asegura que en su tumba sin nombre todas las noches aparece una margarita de siete pétalos. Lo cierto es que Mamita se fue de este mundo y hoy habita en otro. A lo mejor no es tan duro y difícil como este que le tocó vivir pero a ella nada la toma por sorpresa. Ella sabe que la vida puede llevarte muy lejos. Por eso viene de vez en cuando a ayudarnos.

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