AVISO:

ESTE BLOG CREA ADICCIÓN. ENTRA A TU PROPIO RIESGO.

miércoles, 23 de marzo de 2011

UN GOLPE BAJO


Digamos que la vanidad es un instinto, un acto reflejo, algo que quedó guardado en la información genética de la humanidad desde que la primera célula - muy sonrojada - suspiró oronda después que un 'célulo' le dijo: “Preciosa, tú núcleo es el más lindo del océano..."

Sí, todos somos presumidos. Aunque algunos se empeñen en negarlo y otros en reprimirlo. Y no hay distingo: humanos y animales nos parecemos en eso. ¿O acaso un donjuán en guayabera no es tan postinero como un gallo bien plantado merodeando en su gallinero? ¿O una fémina pizpireta no tiene la misma caída de ojos de una gata en celo que observa a sus pretendientes desde el alero? Insisto, somos coquetos y nos encanta que nos celebren algo, aunque sea el último empaste del dentista. Por eso aquella tarde no la olvidaré jamás.

Tenía 25 años. Nunca he sido bella, que conste. No obstante, a esa edad basta con la lozanía de la piel para sobrevivir al cruel espejo y no matar a nadie del susto. Así era yo. Con mi pelo largo, los ojos color café y un cuerpo elástico y ligeramente proporcionado. Venía cantando bajito y cuando la guagua dobló por la calle Los pinos, me alisté de inmediato. La próxima era la parada más cercana a la escuela donde debía recoger a mi hijo. La guagua estaba tan llena que tuve que atravesar una fuerte marea humana para llegar a tiempo a la puerta trasera. Fui restregándome contra jabas, carteras, hebillas de pantalones, zíperes de maletines, huesos, vísceras y tendones humanos. Finalmente, salté a la acera y experimenté la misma libertad que debe sentir un bebé cuando lo acaban de parir.

Emprendí entonces el camino hacia la escuela por toda la orilla de la carretera. ¡Ahh! Lo recuerdo y todavía se me dibuja una sonrisa de satisfacción en el rostro… No había vehículo que pasara que no sonara el claxon. Al principio pensé que era con otra. Luego me cercioré que no había nadie más que yo en el camino. Algunos hombres sacaban medio cuerpo por la ventanilla del carro y me lanzaban besos-chupetes tipo destupidor. Otros silbaban tan duro que se me enfriaban los dientes. ¡Qué felicidad! Me sentía hinchada, como la pavita pechugona. Aminoré la marcha para prolongar el éxtasis. Pasó un camión lleno de constructores. Me propinaron halagos irrepetibles y subidos de tono y uno me tiró un papelito con un número de teléfono. “Hoy debo estar podría de buena”, pensé. En eso se acercó un auto con los cristales oscuros. Cuando estuvo casi a mi lado se detuvo, el chofer bajó la ventanilla y me dijo con voz engolada:

-Mamita, te llevo a donde tú quieras… ¡Tú mandas!

Apreté las mandíbulas para no estallar en carcajadas de pura contentura. El auto siguió de largo. Luego pasó un almendrón de alquiler. El chofer también me gritó algo:

-¡Asesina! ¡Criminal! (Aclaro: esos son piropos destinados a las hembras arrebatadoras en mi país).

Parpadeé varias veces tratando de poner cara seria pero la satisfacción y el envanecimiento no me dejaban. “Ya era hora, al fin empecé a despuntar, cará…”, me dije. Esa misma tarde, antes de bañarme, me encueraría frente al espejo. Algo tenía que haber mejorado mucho en mi anatomía y yo tenía que averiguarlo. Ensimismada en esos pensamientos, y con el ego a punto de explotar, llegué finalmente a la escuela. Torcí por el pasillo de la izquierda y fui directo al aula de mi hijo. Noté que un profesor ladeó la cabeza cuando yo pasé frente a él y se quedó mirándome con los ojos más abiertos que una lechuza. ¡Qué sabrosura! Al fin llegué donde mi hijo, le di un beso y un abrazo y salimos juntos, yo escuchándolo y él haciéndome sus cuentos del día, como siempre. Nos incorporamos de nuevo al camino al borde de la carretera. Y ahí empezó la piropeadera de nuevo. Al inicio mi hijo no se dio cuenta. Pasados varios autos y camiones, se puso alerta.

-¿Qué le pasa la gente contigo hoy, mami?

-No sé, mijo. Parece que tengo el bonito subido…

Él me miró con recelo. En ese momento escuchamos un silbido detrás de nosotros. Más que un silbido era como un chisguete de aire.

-No mires

Pero no me hizo caso. No solo miró, sino que con sus siete años acabados de cumplir, se volteó y se enfrentó al “castigador”.

-Oiga ¿qué le pasa con mi mamá?

Yo seguí caminando, contoneándome como la gata Mimosa cuando sale a pasear. Mi hijo se quedó un poco atrás. El hombre, por pena quizás, no volvió a silbar y cruzó la calle. Entonces mi hijo empezó a correr para darme alcance. A los pocos pasos se detuvo y dio un grito de espanto:

-¡Maaamiiiii! Tienes los pantalones rotos ¡Se te ve el blúmer…!

Se me enfrió el cuerpo y el alma. Me llevé instintivamente las manos al derriere y allí estaba el jirón colgando y las dos nalgas menudas casi al descubierto. “Seguro que fue en la guagua de m... No, si es que no le rajan a una el alma de puro milagro en la apretadera esa...”, pensé.

Mi hijo llegó donde yo estaba y, como todo un caballero, me colocó la mochila de los libros sobre el trasero para tapar el roto. Así llegamos a la casa.

Fue una noche larga y triste. Un golpe bajo y contundente en el centro de mi vanidad que me deprimió durante varios días. No. No estaba buena. Seguía siendo graciosita y buena gente. Nada más. Con el tiempo me recuperé y hasta llegué a encontrarle un lado positivo a la experiencia: por lo menos, y gracias a aquel incidente, tuve la suerte de sentirme durante unos minutos como una reina de carnaval, una devoradora de hombres, una mamacita de calendario. ¿Y saben una cosa…? ¡Es divino!

1 comentario: