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jueves, 10 de marzo de 2011

MARGARITA Y EL MAR


“¿De veras quieres oírlo?... Es un cuento muy viejo, de cuando el mar sólo tenía una orilla…

El perro se acurrucó en su regazo y la miró de soslayo. Ella lo acarició con sus manos salpicadas por la vejez.

“Está bien… Te lo voy a contar…”

La niña se despertó sudorosa. Había vuelto a soñar con aquel hombre que la ayudaba a empinar un papalote amarillo que subía alto, alto, hasta hacerle cosquillas al sol. Era un hombre sin rostro. Una presencia tibia y unas manos diestras y ásperas que de vez en cuando le rozaban las mejillas.
Esta vez no se lo contó a su madre. Sabía muy bien que aquel sueño la ponía de muy mal humor y le hacía saltar chispas de los ojos. Simplemente hizo lo que cada día sabía hacer mejor: silencio. Un silencio que le apretaba la boca y le llenaba los ojos de tanta complicidad que apenas podía parpadear. Así creció Margarita, aprendiendo su propia máscara.
En el pueblo todos la querían. Era una niña buena y de sonrisa fácil, a pesar de haberse criado sin padre y junto a una madre amargada por la soledad y por los enormes líos de ropa que tenía que lavar para sobrevivir. Una mañana, víspera de año nuevo, mientras ayudaba a su madre a jabonar una sábana, esta le dijo sin mirarla:
“Ya tienes edad suficiente para saberlo, Margarita… Tu padre se llama Genaro y tú lo espantaste, ¿sabes?... Se largó apenas supo que empezabas a crecerme en el vientre…”
“¿Se fue por mi culpa…? ¿Por qué me odiaba?”
“¿Para qué quieres saberlo?”
“Para poder imaginármelo…”
“Pues te odiaba por esa manía tuya de hacer preguntas incómodas y de mirarlo a uno fijamente, como traspasándole el cuerpo.”
A Margarita se le iluminaron los ojos y dejó caer la sábana en el agua levantando una nube de burbujas tornasoladas.
“¿Entonces sí me conoció…?”
“¡Basta Margarita! Por eso no se puede hablar contigo. Lo enredas todo. Sabes muy bien cómo molestarme, mocosa…”
Margarita no pudo evitar la pregunta que se le escapó del corazón como una mariposa:
“¿Le gustaban los papalotes?”
“¡Otra vez con lo mismo! Eres una mala agradecida. ¡Qué manía tienes con los papalotes! Te voy a enseñar a respetarme”
La bofetada le volteó la cara y le dejó la lengua llena de espuma. Margarita volvió al refugio de su silencio pero allá, en lo más profundo, la posibilidad de que todo no fuera un sueño la hizo sonreír.
Al día siguiente amaneció la confusión. Era el augurio de un gran odio disfrazado de redención que se derramó por todo el país. El resentimiento que le había crecido a la madre de Margarita en las venas durante toda su vida encontró una vía de escape en aquella orgía de venganza. Se embriagó de aquella extraña justicia y echó a volar, llevada por un torbellino de rencor. Dejó de ser lavandera. Se hizo miliciana y delatora, dos actividades que consumían todo su tiempo. Margarita siguió creciendo, ahora más sola pero más liviana. Las largas ausencias de su madre le permitían parpadear.
Chopo llegó el día que cumplió doce años. Margarita volcó toda su ternura en aquel perrito callejero color café que se le acercó dando tumbos y saltitos y le lamió los dedos de los pies con una ternura que ella no conocía. Se aferró a él con ansias de náufrago.
El día que Chopo amaneció con el hocico seco y sin fuerzas para tenerse en pie sintió que iba a enloquecer. Salió corriendo con él cargado hasta una de las cabañas a la orilla de la playa donde vivía Leonardo, un viejo pescador solitario que todos decían que estaba un poco loco pero al que nadie le discutía un don muy peculiar: curaba a los animales susurrándoles palabras mágicas al oído.
Leonardo estaba en la puerta remendando una red. Ella le entregó al perro mirándole a los ojos con tanta desolación que al viejo se le atragantaron las palabras. Leonardo lo examinó cuidadosamente. Le palpó el vientre, le flexionó las patas, una por una, le abrió la boca y le haló la lengua. Finalmente le levantó la oreja derecha y le murmuró un conjuro tan poderoso que despabiló a los cangrejos y los hizo correr por la arena en todas direcciones.
“Tu perrito ya está bien… Era un mal de panza.”
Sin pensarlo dos veces Margarita se abalanzó sobre Leonardo y le estampó un beso en su vieja y curtida mejilla.
“Gracias, muchas gracias. No tengo con qué pagarte, Leonardo. Ojalá fueras mi abuelo.”
Leonardo tuvo que tragar varias veces para que su corazón de salitre no se le escapara gota a gota por los ojos. Un beso… ¿Cuánto tiempo hacía que nadie le daba un beso…? Disimuló.
“No tienes que pagarme nada, muchachita. Yo no lo hice por ti, lo hice por el pobre animal… Aunque ¿sabes una cosa?, tu cara me es conocida… ¿Cómo te llamas?”
“Margarita”
“Me parece haberte visto alguna vez por esta playa.”
“¿Estás seguro?”
“Sí, eras tú, pero mucho más pequeña y te acompañaba tu papá… Mi amigo Genaro…”
“Eso no puede ser. Mi mamá dice que mi padre la abandonó cuando supo que yo venía en camino. El nunca me conoció. Usted debe estar confundido”
“Es posible. Tengo los sesos viejos y requemados por el sol… Sin embargo, por aquí guardo algo que hubiera jurado que era tuyo…”
Leonardo rebuscó en el perfecto desorden de su casucha hasta sacar de detrás de un montón de objetos inservibles un viejo papalote amarillo. Margarita se llevó ambas manos a la boca por temor a que el alma se le escapara. Cuando se convenció de que aquello que le galopaba en el pecho era alegría, extendió lentamente sus manos hasta tocar el papalote. La tibia presencia de sus madrugadas se hizo cierta de golpe y ella se quedó quieta, con los ojos fijos en aquel pedazo de su sueño recurrente. Así estuvo largo rato. Luego retiró sus manos, se estiró la ropa y cargó de nuevo a Chopo con la intención de marcharse.
“¿No vas a llevarte el papalote? Es tuyo, Margarita.”
“No. Lo quiero demasiado para ponerlo en peligro. Mi madre lo haría mil pedazos… Ella los odia. ¿Puedes seguir guardándomelo?”
El viejo asintió. Ella dio dos pasos en retirada y de pronto se volteó angustiada.
“Pero cuídamelo bien. Ese papalote es parte de un sueño que no le cuento a nadie…”
A partir de ese día los mediodías de Margarita se llenaron de Leonardo. Con él aprendió a hablar con los animales y a curar todas sus enfermedades. Llegó a dominar el sortilegio para salvar a las gaviotas desveladas, esas que se pasan la noche bebiéndose la luna, y se hizo experta en descifrar los mensajes en clave que se envían los delfines cuando se avecina una desgracia. Sin darse cuenta, sus encuentros con el viejo se convirtieron en una amistad muy especial, en un amor sublime, como el de un padre y su hija.
Una tarde en la que Margarita estaba más seria que de costumbre, Leonardo la miró recto a los ojos y le dijo:
“Cuéntame tu sueño”
Margarita respiró profundo y comprendió que él era uno de los pocos seres que sabría escucharla.
“Sueño con un lugar que se parece a la felicidad… El aire sopla fuerte y las olas se vuelven espuma sobre los arrecifes. El papalote está alto, tratando de atrapar el sol. El está detrás de mí, rodeándome con sus brazos inexpugnables. Sus manos sabedoras guían las mías con dulzura… Ahora hazlo tú sola, me dice. Yo halo el hilo con tanta fuerza que el papalote pierde altura y cae en barrena. Entonces lanzo el carretel con furia. El se ríe, con una risa de jazmines recién abiertos, y me dice: La furia es el triunfo del miedo… Tienes que dejarle creer al viento que te está dominando pero al final, tú lo obligas a que sople a tu favor… En ese momento me volteo para darle un beso y veo su figura fosforescente que comienza a alejarse. Corro tratando de impedir que se disuelva pero siempre termina convertido en un torbellino de luz. Cuando ha desaparecido por completo escucho su voz, lejana, como si me llegara de otro mundo: La fuerza está en tus sueños, Margarita… Nunca dejes de soñar… Justo ahí me despierto. “
Leonardo endureció el rostro y se le quedó mirando un largo rato en silencio.
“A veces la vida no se parece a los sueños, Margarita… Yo siempre he soñado que soy un pez espada y que nado por todos los mares del mundo visitando sus playas, pero yo se que eso es imposible… yo nunca llegaré a ninguna otra orilla…Los sueños pueden ser espejismos, trucos de nuestros deseos”
Se puso de pie y echó a andar. Ella lo vio perderse dentro de su cabaña y se quedó muy triste. Su sueño no le gustaba a nadie.
Una madrugada Chopo despertó a Margarita lamiéndole las mejillas. Abrió los ojos y vio a su madre con las manos engarrotadas sobre el pecho y los ojos desorbitados. De un salto llegó hasta su cama justo cuando ella clavaba su mirada vidriosa en el techo. Fue un entierro sencillo y poco concurrido. Cuando regresó a su casa la invadió un sentimiento desconocido. Una mezcla de alivio y pena, una soledad que le dolía y la sosegaba a la vez. Al tercer día decidió recoger todas las pertenencias de su madre y guardarlas en una maleta. No quería borrarla de su vida pero tampoco quería recordarla a cada paso. Fue entonces cuando descubrió, envuelta en un chal viejo y descolorido, una carta. El remitente era Genaro Alegrías y la dirección era de otro país. El destinatario era Carlota, su madre. No se atrevió a leerla de inmediato. Se quedó muy quieta, con la carta frente a ella y con Chopo apretado contra su pecho durante una hora. Finalmente la sacó del sobre, la desdobló y la leyó con el corazón a punto de estallarle. Era una sola página escrita con una letra grande y recostada, como una hilera de hormigas gigantes.
Carlota,
Hace apenas un mes que llegué a este país. Tuve que irme sin despedirme de Margarita. Lo peor no fue que me quitaran mi finquita en el Escambray sino que me acusaran de traidor. Me dijeron que la denuncia la hiciste tú. No me extraña. Nunca me perdonaste que te dejara pero ¿Qué esperabas? Me engañaste con mi mejor amigo. En fin, de lo nuestro no vale la pena hablar. Sólo te pido que le cuentes de mí a Margarita. Quizás me demore en volver a escribirle, este país es muy duro. No sé si un guajiro como yo podrá sobrevivir tan lejos… Pero por favor, dile que la quiero y que ojalá algún día podamos volver a vernos.
Genaro
Cuando Margarita terminó de leer tenía la boca seca y el corazón le flotaba a la deriva dentro del pecho. Su padre sí la había conocido… y la quería. No se había ido por su culpa... No era un sueño. Se echó la carta en el bolsillo y pasó la noche en vela, sumida en una tempestad de sentimientos lacerantes.
Al amanecer se levantó decidida. No había pegado un ojo pero había tomado una determinación: buscaría a su padre y se reuniría con él. Sólo tenía 16 años pero no había nadie que pudiese oponerse a sus deseos. Literalmente no había nadie.
Era menor de edad pero eso era lo de menos. Aquella extraña confusión que había amanecido en su país cuando ella era una niña había decretado la felicidad revolucionaria y había cerrado las fronteras y entorpecido las leyes para que nadie pudiera escapase fácilmente de ella. No eran necesarios los trámites. Solo necesitaba una embarcación. Fue a ver a Leonardo.
El trató de disuadirla. Le habló de la negrura del mar cuando se pone el sol; le habló de las olas inmensas que el océano lanza cuando menos te lo esperas; le habló de las trombas marinas y hasta de los calamares gigantes que duermen en las profundidades, al acecho del alma de los hombres. Por último le contó de Aguamansa, un pescador enloquecido por un amor imposible que una noche salió a pescar la luna y murió acribillado a balazos por la guardia costera. Nada logró hacerla cambiar de idea. Entonces Leonardo decidió ayudarla.
Alistó su propia barcaza. La calafateó lo mejor que pudo y la avitualló con dos pares de remos y una vieja bomba de achique que agonizaba cada vez que la echaban a andar. El trabajo duró varios meses. Los suficientes como para que Margarita cumpliera los 17 años y Chopo intuyera el inminente abandono y se escapara una noche de lluvia para no regresar jamás.
Cuando todo estuvo listo acordaron salir un jueves de luna nueva para ampararse en la oscuridad. Margarita llevaba la carta de su padre en una bolsa de hule donde también cargaba unas cuantas galletas de sal, varios limones y el viejo papalote amarillo. Las primeras horas transcurrieron tranquilas. La barcaza avanzaba silenciosa sobre el mar, los remos se hundían casi a flor de agua y surgían para describir un corto círculo en el aire y volver a hundirse en un rítmico ejercicio que Leonardo ejecutaba con pericia y precisión.
Al amanecer estaban rodeados de mar. El sol comenzó a castigarlos y al filo de las 12 del día todo era luz, una luz que adormecía los sentidos y resecaba hasta el alma. Leonardo decidió parar de remar. No podía orientarse. Así estuvieron varias horas hasta que al atardecer comenzaron a aparecer las estrellas en el cielo. Leonardo reanudó el avance pero ya no era tan preciso. Sus manos callosas y viejas resbalaban sobre los remos y la respiración comenzó a hacérsele gruesa. Durante la noche tuvo que detenerse varias veces para friccionarse las muñecas con sebo de carnero. Una hora antes del amanecer, y por primera vez desde que se habían hecho a la mar, Margarita se quedó dormida.
Cuando abrió los ojos el sol estaba en el centro del cielo y le dolía todo el cuerpo. Trató de incorporarse pero las náuseas se lo impidieron. Vomitó y el dolor se le clavó como una cuchillada en la boca del estómago. Finalmente logró sentarse. La barcaza se movía al pairo bajo un sol implacable. Leonardo estaba tendido hacia atrás. La cabeza le colgaba fuera del bote. Con cada movimiento de las olas se le hundía en el mar y volvía a emerger chorreando agua. Por entre los delirios de la insolación y el cansancio a Margarita le llegó la terrible verdad. Hizo un esfuerzo supremo y haló el cuerpo de Leonardo hasta el centro de la embarcación. Luego se sentó en la popa, agarró los remos y comenzó a remar.
Remó sin pausa. No sentía su cuerpo. Es que ya ella no era un cuerpo, era simplemente una idea, una obsesión, un instinto. Flotando sobre el mar vio a su madre lavando frente a la batea, vio a Chopo mordisqueándole los pies, vio a Leonardo remendado redes frente a su casucha en la playa y vio al papalote amarillo elevándose hasta el infinito y sintió las manos ásperas de su padre rozándole las mejillas una y otra vez. Cuando abrió los ojos un hombre le golpeaba la cara para que reaccionara. La barcaza estaba encallada en la arena y un grupo de curiosos se agrupaba en la playa en torno a ella. El hombre le sonrió.
“Bienvenida”
Al día siguiente, cuando se repuso, Margarita completó todos los trámites correspondientes. Luego, en el gélido ambiente de la morgue, se despidió de Leonardo con un beso en su mejilla curtida y una frase que nadie pudo escuchar:
“Tú lo sabías, mi pez espada…nunca llegarías a otra orilla”
Cuando le preguntaron si tenía alguna familia en el país, ella extendió el sobre que traía en la bolsa de hule. Al poco rato regresaron y le dijeron que en esa dirección no vivía ningún Genaro Alegrías. Ella recibió el sobre de vuelta y pidió un vaso de agua. Luego llegó un señor muy amable y le brindó ayuda en nombre de la iglesia. La aceptó y partió con él hacia un refugio. Allí permaneció durante una semana hasta que le consiguieron trabajo en una cafetería y un cuartito en un edificio cerca de la playa.
Margarita trabajaba con ahínco y reunía centavo a centavo casi todo lo que le pagaban. Estaba convencida de que con dinero podría encontrar a su padre. Las noches de luna solía caminar por la playa y siempre resumía sus paseos con dos gotas de llanto, unas veces por Leonardo, otras por la madre que hubiese querido tener, la mayoría de las noches por el padre que tanto necesitaba. Sólo en una ocasión se atrevió a llorar por su inmensa soledad.
Acudió a varias agencias en busca de ayuda para localizar a Genaro Alegrías. Ya habían transcurrido cuatro años desde su llegada y nada parecía surtir efecto. Una tarde, al llegar al cuarto donde vivía, encontró un sobre que habían deslizado por debajo de la puerta. Una de las tantas organizaciones que había contactado le respondía dándole la dirección y el teléfono donde vivía su padre. Era en otro estado. El júbilo le borró el cansancio casi por arte de magia. Al día siguiente juntó todos sus ahorros y se fue a comprar un boleto de ómnibus. Esa misma tarde partió a encontrarse con Genaro.
Llegó dos días después y con los huesos molidos. Tras varias indicaciones se detuvo frente a la casa de su padre. Había anhelado tanto ese momento que no sabía qué hacer. Allí estuvo casi una hora, sin atreverse a entrar al jardín. Finalmente, cuando los vecinos empezaron a mirarla con suspicacia, se alisó la ropa y se dirigió a la puerta. Tocó dos veces el timbre. Una señora ceñuda, rubia y regordeta abrió levemente la puerta. Margarita se quedó sin palabras. Cuando la mujer iba a cerrarle la puerta en la cara, se escuchó la voz de un hombre desde dentro de la sala.
“¿Quién es Julia?”
“Soy yo, Margarita, la hija de Carlota”, respondió ella con emoción.
A la mujer se le apretó el rostro. Por detrás de ella se asomó un hombre alto y enjuto, de unos 60 y tantos años, con el pelo canoso y un par de ojitos inundados de asombro.
“¿Margarita? ¿La hija de Carlota? ”
“Soy tu hija… Vine a conocerte, papá…”
“¿Mi hija?”
La mujer la miró de arriba abajo con desprecio y luego le dijo a Genaro, impregnando cada sílaba con reproches amasados durante años:
“Lo que te faltaba: que te apareciera una hija…”
La mujer se alejó hacia el interior de la casa rezongando y gesticulando. Genaro Alegrías se quedó parado en la puerta, mirando a Margarita sin poder sobreponerse. En ese momento Margarita sintió unos deseos incontenibles de desaparecer del mundo. Finalmente, Genaro abrió más la puerta y le hizo un gesto para que entrara a la casa.
Ella se sentó en el sofá de la sala y él en una butaca frente a ella. Se miraron en silencio durante varios minutos. Eran dos perfectos desconocidos. Él no le preguntó por su madre. Margarita le contó que había muerto varios años atrás. Él apenas se acordaba de su cara. Genaro tampoco le preguntó cómo había llegado a los Estados Unidos pero ella le dijo que había venido en una barcaza con Leonardo, su amigo. Él no podía recordarlo. Lo único que él le preguntó fue qué pensaba hacer porque su casa era pequeña, su mujer estaba muy enferma desde la muerte de su hija y él estaba sin trabajo. Margarita no le respondió. Simplemente se puso de pie y se encaminó a la puerta. El la abrió con amabilidad. Ella se detuvo en el umbral y sacó el papalote del bolso.
“¿Lo recuerdas?”
Los ojos del hombre se iluminaron de pronto.
“Sí, claro. Cuando era joven me encantaba empinar papalotes en la playa, pero desde que llegué a este país dejé de hacerlo… Aquí sólo tuve tiempo para trabajar y espantar la nostalgia… lo mejor de mi vida se quedó allá… mi único consuelo fue olvidar...”
Ella vio dos inmensas nubes de tristeza en la mirada de Genaro. Él le extendió la mano a modo de despedida y ella se la estrechó. Era una mano fría y ajena. No se parecía en nada a la mano tibia y áspera de sus sueños. Margarita dio media vuelta y salió casi corriendo.
Esa noche caminó mucho por aquella ciudad desconocida que se le antojó hostil. Con el último dinero que le quedaba compró un boleto de regreso para la mañana siguiente y se acomodó lo mejor que pudo en la estación de ómnibus, dispuesta a pasar la noche. La despertó una mano en el hombro. Era la señora de la limpieza. Tenía los ojos más azules que había visto en su vida y fue la única persona que le sonrió aquel día.
Regresó a su cuartito frente a la playa y a su trabajo en la cafetería. Los sábados iba al cine y los domingos a caminar por la playa y a tirar flores al agua. De nuevo, al igual que cuando era niña, se refugió en las profundidades del silencio.
Pasaron los años. Nunca se casó. Los hombres no resistían sus ojos que no parpadeaban y aquella mirada que les traspasaba los secretos y los dejaba sin nada que aparentar. Se dedicó a cuidar perros callejeros. A todos les ponía el mismo nombre: Chopo. Los muchachos del barrio la llamaban la loca porque todas las noches de luna llena se iba a la orilla del mar a empinar un viejo papalote. Dicen que era cuando único se le escuchaba reír, con una risa limpia y traviesa, como la risa de una niña.

El perro sacudió las orejas, bostezó y cerró los ojos. La anciana lo acurrucó contra su pecho y le dijo al oído:

“Te lo advertí Chopo, te dije que era un cuento muy viejo, de cuando los sueños parecían promesas y el mar sólo tenía una orilla…”

2 comentarios:

  1. Te prometí que regresaría y aquí estoy…

    Me ha encantado la historia de Margarita a pesar de la tristeza y desazón que deja en los sentimientos.
    Me gustan los cuentos con final feliz pero a estas alturas de la vida, se que los finales felices existen solo, en nuestros sueños.
    La de Margaritas que existieron y siguen viviendo en ese país de una sola orilla.

    Saludos

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  2. Hola! Me gustó muchísimo este cuento! Es triste, pero el final feliz hace que ese dolor no sea persistente... Ya lo había leído en unas vacaciones en uno de los tantos hoteles en argentina. Gracias por subirlo a la web. Saludos!

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