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martes, 22 de febrero de 2011

ÑECA LA CAIMANA: UNA DULCE HISTORIA CUBANA


Lo probó por primera vez a los doce años. Fue un regalo de Juan, el hijo de la cocinera de la Embajada de Jamaica. Aquel oscuro trocito rectangular se le disolvió en la boca lentamente, inundándole los sentidos con su magia milenaria. Sintió un violento espasmo palatal. A partir de ese momento, el suculento sabor le encadenó las ansias.

La obsesión por volverlo a sentir desliéndose en su boca le cambió el curso a su vida. Trató de encontrar trabajo de limpieza en alguna firma extranjera o en un hotel. Todo fue infructuoso. No tenía ni la suficiente edad ni los suficientes “padrinos”. Tampoco tenía familiares en el extranjero a quién pedírselos. Sus padres eran simples obreros y no tenía parientes en el gobierno. Como si todo eso fuera poco, era negra. Se fue quedando sin opciones.

Una tarde cambió su inocencia por dos Toblerones. Fue con un marinero griego. Su existencia empezó entonces a girar a gran velocidad alrededor del chocolate. Hacía todo tipo de favores sexuales a cambio de una barra de Hershey, varias gotitas de Nestlé, un huevo de Dove, cinco lenguas de gato Blanxart y cualquier cantidad de bombones Doña Jimena, Cadbury o Ferrero Rocher. Por un sobrecito de M&M hacía el servicio completo y si la marca era desconocida, aumentaba la tarifa para cubrir el riesgo.

Dejó la escuela. Necesitaba todo el día para reponerse de su agitada nocturnidad. No le fue fácil. La competencia era extrema. Ya había muchas como ella disputándose los turistas a lo largo de todo el Malecón y defendiendo con uñas y dientes su territorio. Primero tuvo que hacer pactos y alianzas para poder tener acceso a los extranjeros. Luego tuvo que aprender los gajes del oficio. Pero ella siempre fue perfeccionista y ambiciosa. No le bastaba con ser una más; quería ser la mejor… Y lo logró.

Se hizo famosa. Su nombre de guerra era la Caimana. Podía estar horas enfrascada en las más descabelladas gimnasias sexuales siempre y cuando no le faltara el suministro de chocolate. Su fama traspasó las fronteras de la isla. De toda Europa llegaban viejos solterones, medios tiempos pervertidos y jóvenes inexpertos en busca de la Caimana, una negrita capaz de comer chocolate y copular con voracidad durante noches enteras.

A los trece años quedó embarazada. Al principio no se dio cuenta. Cuando lo confirmó fue a ver a Martina. El bebedizo era intragable pero ella aguantó la respiración y se tomó hasta la última gota. El aborto le sobrevino a los dos días y a la semana ya estaba de nuevo en la “batalla”. Fue tan bueno el remedio que se le secaron los ovarios y el vientre se le apagó para siempre.

Sus padres la reprendían por su egoísmo. En lugar de hacer como las demás jineteras que conseguían dólares o leche en polvo o desodorante para toda la familia, ella solo se preocupaba por agenciarse chocolate. Ñeca no les respondía. Estaba segura que ellos no podrían entenderla. Nadie la entendía. Ella necesitaba el chocolate tanto como el aire.

Cuando cumplió catorce parecía que tenía treinta. Estaba delgada, con los senos ajados y el andar triste. La enfermedad le iba creciendo en la sangre y le iba robando la vida. Ella lo intuía. Toda su fuerza se concentraba en sus ojos: dos disparos de azabache que se encendían de noche como los ojos de una bestia al acecho.

Un atardecer, más cansada que de costumbre, se subió al taxi con un español. Era un hombre de baja estatura, de unos 60 años, de vientre abultado, papada de pelícano y ojitos de ofidio.

-¿Qué busca el señor?

-Gozar… A ver qué tan buena eres o si lo tuyo es pura fama. Hoy se decide tu suerte, Caimana…

Ñeca le abrió la portañuela y le sobó la entrepierna. Sintió un escalofrío en la nuca. Aquel trozo de carne flácida y desinflada que palpó no tenía remedio. Trató de sonreír pero la mirada fija y fría del cliente la aterrorizó. Llegaron al hotel. El español sobornó a los porteros y en cuestión de minutos ya estaban en la habitación.

Ñeca nunca pedía beber. Esta vez lo consideró oportuno. Pensó que quizás emborrachando al español lograría hacerle creer que su virilidad había vuelto a la vida. Pero su cliente rechazó su solicitud. Quería disfrutar a plena conciencia. Entonces Ñeca tragó en seco.

-Tú sabes que yo cobro en chocolate ¿verdad?

-Sí. Aquí tenéis. Una caja de bombones para empezar. Si me dejáis satisfecho, tengo otra sorpresa…

Ñeca abrió la caja y se comió tres bombones seguidos. Luego se desnudó y desnudó al español. Empezó a desplegar todas sus mañas. Los ojitos del hombre se iban enrojeciendo de morbo pero su miembro yacía desmadejado y absolutamente ajeno. Ella siguió comiendo bombones e intentando todos sus trucos, uno tras otro.

Al cabo de media hora, Ñeca se había comido la caja de bombones completa sin lograr sacar de su terco sopor a aquella tripita inerte que el turista español tenía por pene.

-Probemos a mi manera, negra…- le dijo el hombre con voz ronca.

La lluvia de golpes no se hizo esperar. El primero fue directo al mentón y la hizo caer al piso. Luego los puños en el estómago la dejaron sin aire. Entonces la levantó y la tiró varias veces contra las paredes. De nuevo en el piso la pateó con saña. Volvió a levantarla y a tirarla contra los muebles. El cuerpo liviano de Ñeca casi volaba por los aires. La sangre le empezó a manar de los labios y de las cejas partidas. Un ojo se le inflamó a punto de explotar. El turista español seguía golpeándola sin cesar mientras jadeaba de placer. En uno de los violentos tirones Ñeca cayó al lado del ventanal que daba al Malecón. Miró hacia el mar. Estaba más oscuro que nunca y no logró divisar el horizonte. Se le antojó que el océano era de chocolate doble.

Finalmente, el español la lanzó sobre la cama. Se subió a horcajadas sobre ella y empezó a estrangularla con ambas manos mientras restregaba su yerta hombría contra el magullado pubis de Ñeca. De pronto, el español se contorsionó en un estertor que lo hizo gritar. Al fin había alcanzado el orgasmo. La soltó y se dejó caer a su lado, boca arriba, con la respiración agitada y una sonrisa en su rostro grasiento y repugnante. Cuando recobró algo del aliento empezó a hablar.

-No eres tan Caimana como te pintan… No me hicisteis gozar como esperaba, negrita… Pero aguantasteis bien los golpes… Algo os daré en recompensa…

Con dificultad, el español ventrudo se levantó de la cama, fue a su maleta y empezó a sacar de allí una cajita de bombones de licor. Todavía de espaldas a ella, le dijo:

-Alguien me contó que hoy cumples quince años. Pues aquí tenéis un regalo.

Se dio la vuelta. Allí, boca arriba sobre la cama, con el rostro ensangrentado y el cuerpo lleno de magulladuras, estaba Ñeca. Tan delgada y empequeñecida que parecía una niña de cinco años. Respiraba con mucha dificultad. Trató de incorporarse pero no pudo. Un ojo lo tenía totalmente cerrado por la hinchazón. El otro era apenas un rendijita. Por allí se asomó el brillo de su mirada de azabache. Al fin, con un hilo de voz, le pidió al español que le pusiera un bombón de licor en la boca.

El sabor del chocolate y el del amaretto se ligaron con el buche de sangre que le subió hasta la garganta. Así murió Ñeca. Tres meses justos antes de que el sida la acabara de matar. Dejó un pequeño diario debajo de la colchoneta de su camita. Allí estaba escrito el sueño de su vida: “Quiero aprender a hacer chocolates y trabajar un día en una chocolatería…”

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