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lunes, 11 de octubre de 2010

LA LLAMADA FATAL...


La justicia casi siempre tarda y a veces - solo a veces - llega. En este caso demoró más de un siglo pero al fin llegó. El 11 de junio del año 2002, el Congreso de los Estados Unidos reconoció que el verdadero inventor del teléfono fue el señor Antonio Meucci y no Alexander Graham Bell como muchos creíamos. El chisme es que la esposa del señor Meucci padecía de un reumatismo terrible que apenas la dejaba caminar - quizás por el frío de Nueva York - y además era una auténtica ‘mazinguilla’ (léase jodedora). Al pobre hombre no le quedó más remedio que inventar un aparato que conectara la oficina de su casa, ubicada en el sótano, con el cuarto de la enferma en la segunda planta, para poder comunicarse porque el sube y baja de escaleras le tenía los calcañales al rojo vivo. Eso fue en 1857. Sin embargo, Meucci no tuvo suficiente dinero para patentar debidamente su invento y dicen las malas lenguas que Bell se aprovechó de los materiales recopilados por Meucci y los inscribió como suyos en 1876, solo unas horas antes que Elisha Gray, otra estadounidense que también trató de anotarse la autoría del ingenioso aparato.

Arrebatiñas y pendencias aparte, la realidad es que el teléfono es un invento utilísimo que ha evolucionado mucho a lo largo de estos 153 años. De aquellos primeros fotutos pegados a la pared - a los que había que darle manigueta para que funcionaran - a las pantallitas casi mágicas de los iphones, el camino recorrido es impresionante. Hoy, voz y datos viajan por ínfimos haces de luz y el sonido de una palabra es capaz de desplazarse por el espacio y rebotar desde un satélite en órbita para alcanzar los lugares más recónditos y apartados del planeta. La tierra, aquel monstruo desconocido y lleno de misterios al que se enfrentó el intrépido Cristóbal Colón, es hoy apenas una aldea donde japoneses, australianos, senegaleses y chilenos pueden conversar animadamente - todos a la vez - y enterarse al minuto de lo que le sucede a un amigo común en la isla de Perejil.

Negar los beneficios del desarrollo es declararse oficialmente viejo. Nadie con una mente medianamente sana puede estar en contra de las grandes ventajas de la inmediatez comunicativa de la que gozamos hoy día. Cuántas historias hubieran sido distintas… Julieta hubiera podido avisar a Romeo a tiempo con un “text message” y Cecilia Valdés, con un lacónico "tweeter", le habría podido indicar a José Dolores Pimienta que a la que tenía que eliminar era a Isabel y no a Leonardito de Gamboa. Sí, todo hubiera sido distinto.

Aunque a veces pienso que el desarrollo tecnológico nos desborda y el cerebro humano promedio - peligrosamente más plano de lo que debiera ser - no puede evolucionar a la misma velocidad. En otras palabras, ahora que podemos comunicarnos y hablar tanto por teléfono, tweeter, facebook, email, videoconferencias, LISTSERV, chats, foros, textos, etc., etc., muchas de las conversaciones son realmente insustanciales y sosas. “Que si la galletita de la suerte te manda un besito” “Que si amanecí con el ‘moño virado’ hoy” “Que si me preocupa la salud mental de los elefantes en Bangladesh”…and so on…

Otros contactos, sin embargo, son interesantes y reveladores, pero gobiernos como el de China, Cuba e Irán, entre otros, los controlan y prohíben. ¡Menudo y tonto trabajo el de esos gobernantes al tratar de nadar contra la corriente! ¿Y qué me dicen de las llamadas inoportunas, como por ejemplo, cuando estamos manejando? Esas pueden ser peligrosas para la vida. Pero las peores son las que dañan las buenas costumbres. Una de esas me sucedió a mí.

Fue en una boda en un hotel de Miami Beach. Un sitio precioso y muy moderno. Al filo de las 10 de la noche, con unos cuantos mojitos en mi torrente sanguíneo, fui al baño de damas a cumplir una misión impostergable. Era un baño de mármol negro y acero inoxidable; refulgente, espectacular, automatizado y un poco intimidatorio. Parecía una nave espacial abandonada o más bien un mausoleo: no había nadie. Me introduje en uno de los cubículos y el cerrojo de la puerta se cerró solo, fíjense si todo era sofisticado. Me acomodé y apenas empecé a desaguar, habló una voz:

-Oye, ¿estás ahí?

Me petrifiqué. Miré al techo y a todos lados sin divisar a nadie. La voz siguió, ahora más amenazadora

-No te hagas la mosquita muerta ¡contesta si eres mujer!

Me asaltó el miedo. Empecé a elucubrar la forma de huir

-¡Oye, respóndeme que yo sé que estás ahí!

Me di cuenta que no tenía otro remedio que darme por aludida.

-Sí, estoy aquí – le dije casi en un susurro.

-Ah, ya te decidiste a contestar. No lo hagas así para que veas. Lo sé todo, absolutamente todo, y me las vas a pagar.

-¿Qué cosa?

-No te hagas la inocente, pelandruja, ya verás de lo que soy capaz

-Pero ¿quién eres tú?

-A partir de hoy soy tu peor pesadilla. Sé muy bien lo que estás haciendo y te vas a arrepentir

-No estoy haciendo nada, te lo juro... estaba orinando pero con tanta 'conversadera' ya me pasmé

-Me lo podrás negar mil veces pero tengo las pruebas…

No pude más. Me subí los pantalones, le di un tirón al cerrojo y salí corriendo. En mi carrera, tropecé con una joven que se lavaba las manos en uno de los grifos supersónicos del baño y se miraba al espejo mientras le hablaba a alguien a través de su bluetooth adosado en la oreja.

-Jessi me lo contó. Sé que estás en casa de Alejandro y ahora mismo salgo para allá, prostituta de quinta…

Era la misma voz misteriosa que hasta ese momento me mantuvo en vilo, pero ya no podía detener mi carrera y seguí de largo. Una vez fuera del baño recuperé el aliento, me di cuenta de lo sucedido y empecé a reírme como una loca. Cuando me recompuse, regresé a la fiesta y me tomé dos mojitos, uno detrás del otro sin respirar, y bailé hasta la una de la mañana. Todo había sido un mal entendido, una jugarreta de la espiral tecnológica de las comunicaciones, pero el daño estaba hecho. Al llegar la hora de marcharnos, me desvié hacia el patio del hotel sin que nadie lo notara y descargué mi vejiga a punto de estallar detrás de unos arbustos. Hasta hoy sigo haciendo lo mismo en todos los hoteles que voy. A esos baños solitarios y llenos de peligros nunca más he vuelto, por si acaso. La culpa de todo la tiene Meucci.

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