Dicen que nació manso pero cambió con el tiempo. La gente tuvo la culpa. Más exactamente los apurados, esos que andan por la vida como si el mundo se fuera a acabar. Siempre lo dejaban con la palabra atorada en la boca y eso le disparaba los nervios y lo hacía orinarse en los pantalones.
Su madre lo ayudó mucho. Pasaba horas haciéndolo repetir oraciones de final a principio y obligándolo a hacer ejercicios de respiración. Llegó a mejorar un poco y casi se hizo entendible, siempre y cuando usara frases cortas. Pero todo cambió en su primera Escuela al Campo. Partió para Güines una mañana de enero. Se fue con su maleta de madera, su mirada adolescente y las bendiciones de su madre. Hasta ese día se llamó Gabriel.
La primera noche que comió en el campamento su cuchara chocó con algo duro y resistente dentro de la sopa. Trató de vencerlo sin éxito. Lo tomó entre sus dedos y lo alzó contra la llama naranja del mechón de luzbrillante. Afinó la vista y… salió gritando como un loco, ¡Capoyo! ¡Capoyo!
La risa estalló entre el resto de los alumnos mientras varios profesores corrieron detrás de él para ver lo que sucedía. Se lo encontraron temblando, con la cabeza de un pollo – con pico y todo – entre sus manos. Eso fue lo que se encontró en la sopa y eso fue lo que acabó de ponerle la lengua bola y le cambió el nombre para siempre. A partir de ese momento, se le desconectó la sinhueso del cerebro y le cobró vida propia. Se estiraba y encogía a su antojo y reproducía sonidos que nada tenían que ver con las palabras que brotaban de su mente. Cuando Capoyo regresó de aquella incursión, ni su propia madre pudo volver a entenderlo jamás. Al año siguiente, dejó la escuela. El esguince lingual llegó a dominarle todo el cuerpo. Ya solo escribía los mismos jeroglíficos que articulaba.
Mi padre, un hombre de extensa vocación por las causas perdidas, se apiadó de Capoyo, convertido para ese entonces en un joven solitario e introvertido. Siempre lo invitaba a la casa y le regalaba mangos maduros y horas de su proverbial paciencia en las que resistía a pie firme sus estertores lingüísticos. Llegó a ser el único en el pueblo que entendía su jerigonza y además lograba aplacarle aquel genio “mecha corta” que se le disparaba cada vez que se le encabritaba la lengua y lo rendía la frustración.
Papi también le consiguió empleo en la imprenta. Capoyo adoraba a mi padre. Todo andaba viento en popa hasta que papi salió de vacaciones. Su jefe lo vino a buscar un mediodía con urgencia. Capoyo se había subido a la azotea del segundo piso y amenazaba con suicidarse. La cosa empezó cuando le preguntaron qué quería decir un aviso que había colocado en la tablilla del almacén después de pasar toda la mañana descargando un camión de materiales. Como nadie lo entendía, la situación escaló hasta el mismísimo jefe de la imprenta - famoso por su despotismo y prepotencia - quien terminó por amenazar a Capoyo con meterlo preso si no explicaba qué decía su aviso. Mi padre saltó de su siesta y corrió hasta el lugar. Allí, en el alero, entre compungido y encabronado, estaba Capoyo. Cuando vio a papi se le salieron dos lagrimones.
-No llores, coño, que los hombres no lloran. Bájate de ahí ahora mismo.
Capoyo negó con la cabeza. Estaba demasiado apenado. Ya se habían reunido un montón de curiosos, siempre ávidos de tragedias humanas, y la cosa había adquirido proporciones multitudinarias. Capoyo dio un paso al frente y se puso en el mismo borde del alero. El gentío hizo un silencio expectante. Papi volvió a la carga.
-¡Que te bajes te digo! No hagas que suba yo mismo a buscarte...
Por toda respuesta, Capoyo se inclinó unos milímetros hacia delante. A la multitud se le escapó un suspiro de angustia unánime. El jefe de la imprenta, haciendo gala de su desprecio por la raza humana, le gritó:
-Capoyo, no se te ocurra matarte antes de decirme qué escribiste
Mi padre lo fulminó con la mirada. El jefe trató de disculparse explicándole que ya la gente de la Seguridad del Estado estaba en camino porque se pensaba que era un mensaje subversivo en clave. A papi se le acabó la paciencia. En ese momento alguien llegó con una larga escalera. La colocaron contra la pared y sin darle tiempo a nadie, mi padre subió a toda carrera. Llegó hasta Capoyo y lo abrazó. La gente estalló en aplausos.
Una vez en tierra, mi madre se llevó a Capoyo a toda velocidad para evitar el morbo de los curiosos. Le hizo beber dos tazas de tilo y lo acostó en mi cuarto bajo estricta vigilancia. Mi padre se quedó en el almacén y pidió que le trajeran el “misterioso” aviso antes de que llegara la policía. Lo miró unos instantes.
-¿Y por esta mierda formaron todo este lío? ¡Verdad que a ustedes les zumba el mango! ¡Si está clarito! TIQUITAS BURRUNGAS AFUNDO, o sea, las ETIQUETAS CORRUGADAS ESTAN AL FONDO…
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