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lunes, 24 de enero de 2011

UN GUAJIRO DE RESPETO


Cunegundo Sanabria era un guajiro macho y eso es algo muy serio. No se trata solo de ser trabajador, amigo bien cumplido y hombre a todo. También hay que ser buen amante, saber de gallos y no creer en cuentos chinos. Así era Cunegundo: un rostro impenetrable - de sonrisa esquiva y mentón recto- quien, a no ser por la ternura que se le escapaba irrefrenable por los ojos, daba la impresión de ser incombustible a pesar de su tabaco.


Se le divisaba desde lejos por su sombrero de yarey, siempre calado hasta las orejas, su cuerpo alto y desgarbado, un poco caído de hombros, y su andar de pasos firmes y estruendosos. Vivía en Cuajaní, un pueblito cerca del mogote Dos hermanas, justo en el Valle de Viñales. Gran jinete y mejor veguero, Cunegundo era respetado en toda la zona por su hidalguía, su tabaco de gran calidad y sus agallas a toda prueba.


Sin embargo, Cunegundo, como todos los mortales, tenía sus debilidades… Le encantaban las orquídeas, los corridos mejicanos, el dulce de leche cortada y las mujeres de pechos generosos y bravíos. Fue por una de esas cosas que se prendió de Teodoquilda, una mujer preciosa, hija de un famoso veguero de San Juan y Martínez. Teodoquilda llegó a su casa en busca de una extraña especie de orquídea roja que solo Cunegundo había podido hacer florecer en toda la isla. Fue un amor a primer escote.


Ambos hacían una hermosa pareja y no tardaron en dar retoños. Primero fueron los jimaguas. Después vino Angeliquita, la primera niña. Luego Victoria, la segunda. Y fue esta última la que enfermó de unas extrañas fiebres que no cedían con nada. Ni cocimiento ni soba la lograban dominar. Entonces Teodoquilda fue a ver al brujero del pueblo, un negro más viejo que la gripe que se llamaba Macario pero al que todos conocían por el sobrenombre de Taita. Después de consultar los caracoles, el Taita dictaminó que se trataba de un muerto oscuro que se había “acaserado” donde los Sanabria y era necesario sacarlo de la casa antes de que acabara con toda la familia. Para ello era imprescindible hacerle una “limpia” a Teodoquilda y a Cunegundo esa misma noche a través de Obatalá o Tiemblatierra, el guía espiritual del Taita.


Cunegundo se resistió cuanto pudo. Él era un guajiro macho y los guajiros machos no andan creyendo en despojos ni paños tibios, pero el verbo de Teodoquilda era tan avasallador y disuasivo como las dos calabazas chinas que llevaba por pechos.

El matrimonio llegó puntual. En el bohío del Taita se habían dado cita otros tres babalaos y cinco ahijados, todos vestidos de blanco, para oficiar la ceremonia. Los presentes, junto con Teodoquilda y Cunegundo, hicieron un círculo alrededor del Taita. El Taita se mantuvo con los ojos cerrados y mascullando palabrejas durante varios minutos. Luego encendió un tabaco, le dio una larga chupada y empezó a descargar grandes columnas de humo directo al rostro de Teodoquilda y Cunegundo. Cuando los tenía casi asfixiados, el Taita soltó el tabaco y agarró una botella de aguardiente. Se la empinó y se tragó varios sorbos hasta que el último lo retuvo en la boca, tomó aire a punto de explotar y le roció el buche de aguardiente en pleno rostro a Cunegundo, haciéndole brotar sendos lagrimones.


Teodoquilda estaba muy impresionada y a la vez temerosa. La cara de Cunegundo cambiaba de color por minuto y ella sabía muy bien lo que aquello significaba. Sin embargo, el Taita se sumía cada vez más en su trance, con los ojos en blanco y unos estremecimientos telúricos. Cuando terminó de beberse la mitad de la botella de aguardiente, agarró un mazo de hierbas de varios tipos. Empezó a girar en redondo y luego fue poniéndoselo en la cabeza a cada una de las personas que formaban el círculo mientras les rezaba una especie de oración hasta que llegó a Cunegundo. Más poseído que nunca, el Taita se detuvo frente a él, empezó a cantar un extraño cántico y la emprendió a pencazos frenéticos contra Cunegundo, de la cabeza a los pies, mientras la respiración se le hacía cada vez más gruesa. Como aquello no paraba, Cunegundo hizo ademán de marcharse pero la mirada suplicante de Teodoquilda lo detuvo. Pensó en su hija y aguantó a pie firme hasta el final de la golpiza.

Cuando el Taita se quedó sin aliento, soltó el mazo y agarró de nuevo la botella de aguardiente. Se bebió varios sorbos más y se arrodilló frente a su altar de santería. A esas alturas Cunegundo estaba rojo como un tomate. Los tres babalaos y los cinco ahijados se pasaron la botella entre sí hasta que terminaron de bebérsela. Luego empezaron a cantar y a girar sobre sí mismos mientras el Taita rezaba en lengua Efik y hacía unos extraños pases por sobre el cuerpo del pollón blanco que tenía delante de su altar. De pronto levantó la mano y todos bajaron el tono del canto al mínimo. Era evidente que el clímax de la ceremonia estaba cerca. El Taita se estremeció varias veces, agarró al pollón por las dos patas, fue directo hasta donde estaba Cunegundo y se lo estampó por la cabeza de tal modo y manera que a Cunegundo se le doblaron las rodillas y se le nubló la vista.

Dio varios pasos en falso aturdido por el golpe hasta que recuperó el equilibrio, justo en el momento en el que Taita se preparaba para asestarle el segundo “pollazo”. Fue una reacción más fuerte que él, que su hija y que las tetas de Teodoquilda: le dio un piñazo por la quijada al Taita que lo tiró al piso cuan largo era mientras el pollón huía despavorido hacia el patio.


Se hizo un silencio atroz. Teodoquilda estaba más blanca que un papel y los babalaos y padrinos no atinaban a nada. Finalmente, uno de ellos fue en busca de un balde de agua para despabilar al Taita que, más que desmayado, parecía estar muerto. Teodoquilda empezó a llorar pero se detuvo. Cunegundo la fulminó con la mirada, agarró su sombrero y salió del bohío. Teodoquilda lo siguió y llegaron hasta la casa sin intercambiar palabra alguna.


Al día siguiente el suceso era la comidilla de Cuajaní y todo el Valle de Viñales. El Taita se recuperaba del “knock out” y se acostumbraba a vivir con dos dientes de menos. Teodoquilda rezaba agradecida a todos los santos porque su hija había amanecido sin fiebres y con ganas de jugar. Cunegundo, con algunos moretones en el cuerpo y un chichón en la cabeza, cabalgaba airoso por la vega, a sabiendas de que su reputación de guajiro macho había quedado consolidada después de aquella noche en la que se enfrentó al mismísimo Tiemblatierra a puño pelado.

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