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lunes, 13 de septiembre de 2010

Todo lo que vio

El mismo día que Ericina le celebró el cumpleaños numero siete a su hija Talasa, un terremoto estremeció la isla. Fue una venganza ruidosa que parecía una redención. Le intervinieron la tintorería que heredara de su abuela, la consulta de acupuntura que heredara de su abuelo y gran parte del dinero que le dejara su madre en una cuenta en el banco. No le quedó más remedio que exorcizar el éxito de sus antepasados como si se tratara del peor de los demonios y mimetizarse en medio de la vociferante irracionalidad de un pueblo que empezó a despojarse a si mismo de todo, hasta de sus propios derechos, y a tragarse uno a uno a sus hijos, creyendo que hacía justicia.

Ericina sólo conservó la casa de dos plantas y el viejo auto de la familia. Eso le bastó para enfrentar la vida. Se hizo chofer de alquiler y continuó criando a su hija Talasa. Su instinto no le había mentido: los retos, cada vez mayores, le iban saliendo al paso, atenazándole el alma y la existencia y obligándola a sobrevivir.

Su hija Talasa era bella como todos sus antepasados y especial como solo podían ser las mujeres de su familia. Tenía muchas facultades extraordinarias, entre ellas, una facilidad única para hablar diferentes idiomas. Estudió en la universidad y se graduó de intérprete de inglés, francés, italiano y griego. Fue precisamente una mañana, cuando interpretaba en un congreso de literatura, cuando conoció a Nikos Kapodistrias, un famoso escritor y lingüista griego, descendiente del padre de la Grecia Moderna.

Nikos quedó prendado de los bellos ojos de Talasa y de su capacidad de hablar con él no solo en la variante demótica de su antiguo idioma, sino también en los dialectos arrumano, pomaco y romaní. Esa misma noche, Talasa y Nikos brindaron con champaña y se juraron amor eterno mientras se amaban con frenesí en la bañadera del hotel donde estaba hospedado el visitante griego. Dos semanas más tarde, Nikos Kapodistrias se marchó de la isla con la promesa de regresar en un mes para consumar el matrimonio.

Talasa lo despidió en el aeropuerto con una sonrisa aunque sabía que nunca más volvería a verlo. Sus ojos verdes estaban entrenados desde hacía varios siglos para ver más allá de las promesas, igual que lo había hecho Samara al despedir a su adorado pirata Morgan. A fin de cuentas, para Talasa, las noches de amor vividas con aquel varón de perfil helénico y cuerpo de coloso habían valido la pena. Además, no se quedaba sola. Sabía que una criatura empezaba a latirle en las entrañas. También sabía que sería una niña y se llamaría Venus. Lo que no pudo anticipar Talasa fue que ocho meses después, una mañana camino al trabajo, la iba a sorprender aquel rayo implacable que acabaría con su vida.

Eso fue lo que Ericina vio en mis ojos de recién nacida cuando me cargó por primera vez: toda la magia milenaria que me navegaba por las venas desde el principio de los tiempos. También vio las sombras de un gran peligro. No le quedaron dudas. Yo - Venus Calipigia - era su mayor reto y a la vez el mayor enigma de su existencia. Se persignó y echó a andar hacia la casona conmigo en brazos…

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