Eso le pasa a cualquiera. Al menos eso te dicen. O te dices tú mismo para calmarte y restarle importancia. Lo cierto es que a mí me sucedió. Eran cerca de las doce de la noche. Todos en la casa estaban durmiendo y yo me levanté a tomar agua, a caminar por la sala, a hojear una revista, a leerme un libro, en fin, a tratar de pasar un insomnio más de la mejor forma posible. Alguna de esas cosas estaba haciendo, o tejiendo, ya no recuerdo bien, cuando sentí una suave y tibia presión en el hombro derecho. Tan distraída andaba que espanté aquel toque apremiante con un leve movimiento de espalda. Entonces regresó, esta vez más firme y tal vez un poco más frío. El contacto me erizó el espinazo. Me miré el hombro y… me espanté.
Lo primero que hice fue soltar lo que tenía en las manos y ponerme de pie. Fue algo instintivo, esa reacción ancestral de tensar los músculos para luchar o huir a toda velocidad. En ese momento me di cuenta que la mente ya no me pertenecía. Me había comenzado a girar a una velocidad desconocida que no podía controlar; quizás por eso todo lo que ocurrió después lo recuerdo como una memoria ajena, como un cuento que alguien me hubiera contado alguna vez. Fui caminando despacio hacia la puerta del patio. La abrí lentamente, como a través de varias cortinas de bruma. Salí y di unos cuantos pasos sobre la hierba en dirección a la cerca del fondo. Me detuve. La noche era oscura pero yo podía verlo todo con nitidez meridiana. Entonces me agaché y comencé a hacer un hueco en la tierra con las manos. Así estuve, hasta que tropecé con algo duro y redondo. Era un cofrecito. Lo soplé para limpiarlo un poco, le descorrí el pasador y lo abrí. Las estrellas dejaron de parpadear. Todo el universo contuvo la respiración. Yo tuve que tragar en seco.
Allí dentro estaba yo muchas veces, como reflejada en mil espejos. Era una sirvienta aramea, una prostituta griega, una esquimal mascadora de pieles de oso, una beduina experta en la danza del vientre, una gitana cartomántica, una plañidera del nuevo mundo, una caníbal del Caribe, una negrita algodonera de la Luisiana, una domadora de leones de un circo ruso, una comadrona Mapuche, una Sati carbonizada de Maharastra, una aprendiz de Geisha, una cazadora de canguros de Adelaide, una tejedora de alfombras de Asia Central, una princesa Yoruba y no sé cuántas cosas más. Siempre era yo. Solo cambiaba el lugar o el tiempo. Lo podía distinguir porque todas esas mujeres tenían mi misma mirada, mi mismo miedo… y esa terrible vocación por las causas perdidas que llevo enroscada en las entrañas.
¿Hasta cuándo voy a repetirme? El mundo tiene que estar harto de lidiar conmigo. ¿O será que no soy un ser vivo sino parte de la escenografía de la obra de la vida?
En esas divagaciones existenciales estaba cuando todas mis yo se escaparon del cofre hacia la noche formando un torbellino de chispas de colores. Allí me quedé, con el cofre vacío entre las manos y con una de mis más atroces sensaciones de soledad. Estaba temblando. El reto era enorme. Me tocaba empezar a llenar de nuevo el cofre. De mí dependía seguir manteniendo a todas mis yo inalterables o cambiarlas. A partir de ese momento todas ellas estarían hechas a mi imagen y semejanza… Entonces la bruma se hizo tan espesa que lo perdí todo de vista.
Cuando volví a abrir los ojos estaba en mi cuarto. Era pleno día. Me arreglaba frente al espejo. Me sentía contenta; canturreaba por lo bajo. Tenía la mirada limpia, un tanto atrevida. Me gusté muchísimo. Terminé de peinarme y salí al mundo. Fue un día excelente, como si de pronto hubiera dejado de ser invisible. Cuando regresé , me amaron mucho, como si también hubiera dejado de ser simplemente útil. El mundo era el mismo. Yo no.
Esa noche no tuve insomnio. Tampoco soñé. Sencillamente puse manos a la obra. Tenía ante mí muchas páginas en blanco. Empecé a llenarlas, poco a poco, con palabras sinceras, esas que nunca había tenido el coraje de escribir. Eso hago desde entonces. Construyo una mujer que lleva en la mirada todo el horizonte. Cuando termino una página nueva, la guardo en el cofre que ahora reposa debajo de mi cama. Invariablemente, cuando corro el pasador, empieza a amanecer… No sé si eso le pasa a cualquiera. A mí me pasó.
Lo primero que hice fue soltar lo que tenía en las manos y ponerme de pie. Fue algo instintivo, esa reacción ancestral de tensar los músculos para luchar o huir a toda velocidad. En ese momento me di cuenta que la mente ya no me pertenecía. Me había comenzado a girar a una velocidad desconocida que no podía controlar; quizás por eso todo lo que ocurrió después lo recuerdo como una memoria ajena, como un cuento que alguien me hubiera contado alguna vez. Fui caminando despacio hacia la puerta del patio. La abrí lentamente, como a través de varias cortinas de bruma. Salí y di unos cuantos pasos sobre la hierba en dirección a la cerca del fondo. Me detuve. La noche era oscura pero yo podía verlo todo con nitidez meridiana. Entonces me agaché y comencé a hacer un hueco en la tierra con las manos. Así estuve, hasta que tropecé con algo duro y redondo. Era un cofrecito. Lo soplé para limpiarlo un poco, le descorrí el pasador y lo abrí. Las estrellas dejaron de parpadear. Todo el universo contuvo la respiración. Yo tuve que tragar en seco.
Allí dentro estaba yo muchas veces, como reflejada en mil espejos. Era una sirvienta aramea, una prostituta griega, una esquimal mascadora de pieles de oso, una beduina experta en la danza del vientre, una gitana cartomántica, una plañidera del nuevo mundo, una caníbal del Caribe, una negrita algodonera de la Luisiana, una domadora de leones de un circo ruso, una comadrona Mapuche, una Sati carbonizada de Maharastra, una aprendiz de Geisha, una cazadora de canguros de Adelaide, una tejedora de alfombras de Asia Central, una princesa Yoruba y no sé cuántas cosas más. Siempre era yo. Solo cambiaba el lugar o el tiempo. Lo podía distinguir porque todas esas mujeres tenían mi misma mirada, mi mismo miedo… y esa terrible vocación por las causas perdidas que llevo enroscada en las entrañas.
¿Hasta cuándo voy a repetirme? El mundo tiene que estar harto de lidiar conmigo. ¿O será que no soy un ser vivo sino parte de la escenografía de la obra de la vida?
En esas divagaciones existenciales estaba cuando todas mis yo se escaparon del cofre hacia la noche formando un torbellino de chispas de colores. Allí me quedé, con el cofre vacío entre las manos y con una de mis más atroces sensaciones de soledad. Estaba temblando. El reto era enorme. Me tocaba empezar a llenar de nuevo el cofre. De mí dependía seguir manteniendo a todas mis yo inalterables o cambiarlas. A partir de ese momento todas ellas estarían hechas a mi imagen y semejanza… Entonces la bruma se hizo tan espesa que lo perdí todo de vista.
Cuando volví a abrir los ojos estaba en mi cuarto. Era pleno día. Me arreglaba frente al espejo. Me sentía contenta; canturreaba por lo bajo. Tenía la mirada limpia, un tanto atrevida. Me gusté muchísimo. Terminé de peinarme y salí al mundo. Fue un día excelente, como si de pronto hubiera dejado de ser invisible. Cuando regresé , me amaron mucho, como si también hubiera dejado de ser simplemente útil. El mundo era el mismo. Yo no.
Esa noche no tuve insomnio. Tampoco soñé. Sencillamente puse manos a la obra. Tenía ante mí muchas páginas en blanco. Empecé a llenarlas, poco a poco, con palabras sinceras, esas que nunca había tenido el coraje de escribir. Eso hago desde entonces. Construyo una mujer que lleva en la mirada todo el horizonte. Cuando termino una página nueva, la guardo en el cofre que ahora reposa debajo de mi cama. Invariablemente, cuando corro el pasador, empieza a amanecer… No sé si eso le pasa a cualquiera. A mí me pasó.
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